Cuando en las postrimerías de este sábado 7 de septiembre diversos medios de prensa se hacían eco de mensajes en las redes sociales acerca de Camilo Sesto que indicaban que el cantante español había fallecido, el mundo del periodismo musical y de espectáculos se volcó a descifrar el legado de este músico.
Camilo Sesto vendió decenas de millones de copias de sus discos, logró el menos cincuenta números uno -según documenta Prisa-, y traspasó las fronteras de su natal España para iniciar la invasión de la balada española a América Latina, tan temprano como a inicios de los setenta, cuando, por ejemplo, el sábado 3 de febrero de 1974 se presentó en el Festival de la Canción de Viña del Mar y dejó la tendalada, un año antes -incluso- que la recordada primera visita de Julio Iglesias al certamen.
Era un legado difícil de aquilatar, porque, en primer lugar, significaba volver la vista a la época de oro de la balada romántica en España, en el tardofranquismo, y que había conformado un tridente de voces masculinas que ocuparían millones de placas de vinilo: Raphael, Julio Iglesias y el propio Camilo Sesto. Números puesto en festivales de la canción, y la avanzada de un ataque a escala global de la música ligera en español por medio de las señales de televisión.
Sesto se diferenciaba de sus más cercanos contendientes -como los mismos Iglesias o Raphael, aparte de otras figuras como Nino Bravo- en primer lugar porque él era el mismo firmante de las letras y las músicas de sus canciones, bajo su nombre real en la vida, Camilo Blanes.
Era un legado difícil de aquilatar, porque, en una época en que los estudios de música mainstream de la península ibérica -como Hispavox o CBS- empezaban con más fuerza que nunca a desplegarse con la intención de un dominio bicontinental (Europa y América), premunidos -por una parte- del espíritu del desarrollismo económico español de los años sesenta bajo Francisco Franco -y por otra- de las técnicas de grabación que se habían desarrollado en la Inglaterra de The Beatles y en el Los Ángeles de Herb Alpert.
Era un legado difícil de aquilatar, porque, finalmente, no hay un solo Camilo Sesto, sino que varios. Hay un Camilo Sesto de las primeras composiciones, como solista, en sus discos de los tempranos setenta que juegan con eso que Edward Stanton (Handbook of Spanish Popular Culture, Greenwood Press, 1999) denominó la “pseudoandaluzación”. Esto es, hacer que la música ligera española pareciera sacada de la España profunda, rural y sureña, donde se reconoce el vínculo con intérpretes populares como Emilio José en España o Nicola di Bari en Italia.
Hay un Camilo Sesto de entrados los ochenta, en que explora los sonidos de los sintetizadores a la usanza del technopop, estilo que a su vez que generaría exitazos en gente como Miguel Bosé o Iván o Pedro Marín.
Hay un Camilo Sesto de la versión en castellano de Jesuschrist Superstar, donde actuó y cantó, trayendo esa comedia musical de Andrew Lloyd Webber al mercado español y latinoamericano, preocupándose de todos los detalles, y mostrando -quizá, de manera nunca vuelta a alcanzar- sus dotes vocálicas e interpretativas, como lo hizo en la oración del huerto, Getsemaní.
Hay más Camilos Sestos, antes de ser el superstar en el que se convirtió luego, como cuando cantaba en bandas que imitaban los ecos del rock y el pop anglo en los sesenta.
Y, por cierto, hay el Camilo Sesto de temas que se han convertido en emblemas tanto del karaoke como de las fiestas kitsch, como Vivir así es morir de amor, con un sonido que en las últimas dos décadas se empezó a denominar Costa Fleming (nutrido de sonoridades de la bossa nova y del funk, de guitarras stratocaster con wha-wha y también congas como percusión). Este estilo, que toma su nombre de un barrio de Madrid, donde se suponía que se cocinaban los hits radiales de mediados de los setenta, verdaderamente nunca existió como tal, así como nunca hubo una costa en tal barrio, tal como han señalado muchos periodistas españoles en los últimos años.
Camilo Sesto fue la punta del medio del tridente con Raphael y Julio Iglesias por los costados. No tan jondo (de estilo tradicional español) como el primero, ni tan leggero (ligero, en italiano) como el segundo, supo armonizar los avances de las orquestaciones con los que experimentaba la balada española, sin perder prestancia ni presencia escénica. Algo que le valió legar al mundo de la balada no solo una de sus grandes voces y figuras más entrañables, amén de los ya citados decenas de números uno y decenas de millones de elepés vendidos, sino que también una música auténtica del corazón.
Esto, pese a que en sus últimos años se le vio como un boxeador en decadencia hacía jabs contra su sombra del pasado.
Hace muchos años el periódico argentino Página 12 entrevistó a varios músicos de aquel país preguntándoles sobre su canción más famosa. Ciro Pertusi, de Attaque 77, habló de Hacelo por mí, una obra suya que odió con toda el alma y de la que renegaba, hasta que una tarde la escuchó como tema en una calesita (carrusel) mientras giraban los caballos de palo. Ahí dijo: “Se convirtió en un fenómeno que yo llamo de calesita, que es que cuando ya lo pasan en la calesita. Hoy podríamos decir de ringtone. Algo así fue lo que Camilo Sesto logró en Chile, de calesita, con uno de sus temas más emblemáticos, Jamás, que se convirtió en un himno de barrabrava.
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