A comienzos de octubre de 1975, a bordo de un avión en el terminal aéreo de Pudahuel, un capitán de Ejército adscrito al Departamento de Operaciones Exteriores de la DINA entregó a Osvaldo Andrés Henríquez Mena un pasaporte para que pudiera dirigirse a Brasil y ocho mil dólares.
El viajero había recibido ofertas para radicarse en Sudáfrica o en El Salvador, pero prefirió las tierras de Pelé y del samba, más por la cercanía de Chile que por otras razones.
Macizo, de andar cansino y bamboleante, el extraño pasajero del avión Lan Chile era uno de los más odiados y temidos interrogadores de la DINA. Su nombre verdadero era Osvaldo Romo Mena, más conocido como ‘‘El guatón Romo’’, ariete de una de las brigadas Halcón, dependiente de la Agrupación Caupolicán, que había creado el coronel Manuel Contreras para exterminar a los militantes del MIR.
Romo tenía un sólo contacto en ese país, una periodista que trabajaba en alguno de los tres pisos que ocupaba la Liga Anticomunista, en la Rua del Tesoro, en el centro de Sao Paulo la ciudad más pujante de Brasil.
Al llegar al aeropuerto de Río de Janeiro y descender por las escalinatas automáticas del terminal aéreo sin quitar las manos de la baranda, se le acercó un hombre que en perfecto español le dijo:
-Hace calor...
-Sí, pero está corriendo viento.
Era la contraseña acordada. El individuo, funcionario de Lan Chile en Brasil, le preguntó al recién llegado cómo había estado el viaje. Enseguida le dijo:
-Por favor, acompáñeme. Tenemos un taxi para llevarlos a Playa Flamenco, al Hotel Riviera, en la rua Ferreira
Romo se sentía seguro. Sabía que la DINA tenía muchos amigos en Brasil y que incluso si era necesario podía recurrir a dos jefes suyos que estaban cerca de allí, como agregados militares en Brasilia. Eran el coronel Pedro Espinoza y el capitán Marcelo Morén Brito.
La cálida brisa carioca entraba por una de las ventanas del vehículo que transportaba a Romo y a su familia a su nueva morada.
Hijo de un ex trabajador de la Compañía Manufacturera de Papeles y Cartones, bastión por décadas de uno de los conglomerados empresariales más poderosos de Chile, Romo había crecido entre Puente Alto y Pirque, hasta que se trasladó a la calle Los Molineros, en el sector de Lo Hermida, actual comuna de Peñalolén, donde lo encontró el golpe militar de 1973.
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Romo ingresó a la Unión Socialista Popular, Usopo, el partido que el 12 de octubre de 1967 había creado Raúl Ampuero al marginarse del Partido Socialista. Lo presentó Oscar Núñez, el secretario general de la colectividad e importante dirigente de la Central Única de Trabajadores, CUT, que vivía en la calle José Arrieta, muy cerca de su domicilio.
A comienzos de 1967, en pleno auge de las izquierdas revolucionarias y luego de fundarse el ‘‘Campamento 26 de Enero’’, Romo participó en un congreso de pobladores que se realizó en La Bandera, barrio obrero del sur de Santiago, al que asistió todo el comité central del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR, y que presidió Guido Morales, más tarde miembro del Ejército de Liberación Nacional, un núcleo socialista radicalizado al que se conocía como ‘‘Los elenos’’.
Romo fue candidato a regidor en Ñuñoa en 1967. Más tarde, en 1972, postuló a candidato a diputado por el sureño distrito de Puerto Montt. En todo ese tiempo trabajó en la Usopo en el frente de masas, con obreros, pobladores y estudiantes.
Sus crecientes vínculos con la izquierda le permitieron conocer a Salvador Allende, el que empezó a ayudarlo al enterarse que uno de los sueños de Romo era el de reunir dinero para ir a estudiar a Europa, Italia, o a Cuba.
En 1972, cuando Fidel Castro visitó Chile, el MIR incorporó a Romo a uno de los Grupo Especiales de Apoyo, GEA, que junto al GAP se hizo cargo de la seguridad del gobernante cubano. Domingo Blanco Tarré, jefe de la seguridad presidencial, al que todos conocían como ‘‘Bruno’’, fue el que lo llamó.
Romo contó más tarde que el 9 de septiembre de 1973, dos días antes del golpe, acudió a la casa presidencial de Tomás Moro para informar a Allende que iban a tratar de derrocarle. El Presidente le habría respondido que el gobierno popular estaba más fuerte que nunca con el general Augusto Pinochet al mando del Ejército.
El 29 de septiembre de 1973, fue detenido en su casa por comandos del Ejército y conducido a la Escuela Militar, sede del Comando de Institutos Militares, donde fue interrogado. De allí lo enviaron al Servicio de Investigación Política de Investigaciones, el SIP, donde hizo extensas declaraciones ante cuatro detectives, a dos de los cuales conocía.
Uno de los agentes de la policía civil le aseguró que miembros del MIR lo habían denunciado. Romo, resentido, se ofreció entonces a colaborar.
Su primer trabajo se lo consiguió un ex oficial del Regimiento ‘‘Cazadores’’ que era un entusiasta corredor de saltos y amigo de todos los oficiales de caballería. Su nombre era Jaime Deichler Guzmán y estaba a cargo de la industria de Manufacturas de Cobre, Madeco, donde llevó a Romo para que tratase de descubrir quiénes eran los que estaban robando metales.
Romo se vinculó simultáneamente con un grupo de hombres de la FACh que estaban reuniendo antecedentes para conocer la estructurar del MIR. Ellos operaban bajo el mando del coronel Edgar Ceballos en la Academia de Guerra Aérea, donde el ex militante de la Usopo trabajó cerca de dos meses.
Allí llegaron Alfredo Joignant, el ‘‘Chimpilo’’; Roberto Moreno Burgos, el ‘‘Pelao’’ Moreno; y Ricardo Ruz, el ‘‘Richie’’ Ruz, como los conocía Romo, entre muchos otros detenidos. También estaba el general Alberto Bachelet y otros miembros de la FACh sometidos a consejo de guerra, acusados de incitar a la sublevación.
Un día llegó a la casa de Romo un civil que había formado parte del comando que preparó la ‘‘Operación Alfa”, destinada a secuestrar al general René Schneider. Ese hombre había logrado eludir la justicia y huir a España desde donde fue traído después del golpe militar para colaborar con la DINA.
El sujeto le pidió que se sumara a los hombres del coronel Contreras, pero Romo se mostró dubitativo. Esa misma tarde se presentó en la puerta de su domicilio un suboficial del Regimiento de Ingeniería de Puente Alto, el cabo Leyton, para pedirle su colaboración. Un capitán los esperaba cerca de allí para llevarlos al Hospital Militar. Deseaban que Romo los ayudara a identificar a un mirista detenido, el que creían que era Miguel Enríquez.
El capitán era Miguel Krassnoff Marchenko, el jefe de las brigadas Halcón. Desde ese instante, Romo sería uno de los más crueles hombres de Krassnoff, un oficial que en la Escuela Militar dictaba clases de ética hasta que fue convocado a la DINA.
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Las brigadas Halcón dispusieron de dos valiosos colaboradores para iniciar la cacería de los miristas: Marcia Alejandra Merino, ‘‘la flaca Alejandra’’, militante del MIR; y, Osvaldo Romo. Ambos conocían a los integrantes de la Comisión Política, del Comité Central y de la Fuerza Central, las principales estructuras del movimiento.
Romo podía reconocer a los ocho integrantes de la Comisión Política y a los 16 del Comité Central. Sabía que los miembros del Comité Central eran los jefes de las ciudades donde el MIR operaba; sabía que el ‘‘Trosko’’ Fuentes mandaba en Arica; el ‘‘Guatón” Peña en Antofagasta; Calderón en Valparaíso; la Gladys Díaz, en Viña del Mar y Los Andes; Dagoberto Pérez, en Santiago; Campillay, en Rancagua; la ‘‘Flaca’’ Alejandra y Muñoz, en Curicó; el ‘‘Pavo’’ Flores, en Talca; el ‘Conejo’’ Grez, en Chillán; Manuel, en Concepción, y así, tantos otros nombres.
Muchos de ellos llevaban casi diez años en el MIR, desde aquellos tiempos en que en un restaurante de Concepción se planificó la fundación del movimiento.
Luego de asumir el gobierno democratacristiano de Eduardo Frei Montalva en 1964, dos jóvenes alumnos de la Universidad de Concepción, Luciano Cruz y Miguel Enríquez, el primero expulsado del Partido Comunista y el segundo renunciado al Partido Socialista, crearon con algunos otros estudiantes la denominada Vanguardia Revolucionaria Marxista. Sus propósitos eran seguir la senda trazada por Fidel Castro, que al frente de un grupo de guerrilleros había logrado conquistar el poder en Cuba en 1959.
Al mismo tiempo nacieron en esa universidad otros dos grupos marxistas que también se reconocían revolucionarios y que se bautizaron como Los Rebeldes y Los Emergentes.
En agosto de 1965 las tres facciones decidieron agruparse y formar el Frente Revolucionario de Acción Popular, iniciativa que seis meses después se transformó en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR.
El nuevo movimiento, que tenía como norte el sentar las bases para una revolución a la cubana, tuvo desde sus inicios un medio de comunicación importante, la revista Punto Final, dirigida por el periodista Manuel Cabieses.
En ese medio de prensa el 23 de abril de 1968 dio su primera entrevista el secretario general del MIR, un joven de 24 años que estaba a semanas de titularse de médico y que se llamaba Miguel Enríquez.
-¿Cómo se justifica la presencia del MIR en un país donde existen dos fuertes partidos de izquierda como el PC y el PS-, le inquirió Cabieses.
-Yo diría que corresponde a una necesidad política de esta época en toda América Latina. La agudización de las relaciones agresivas del imperialismo yanqui con nuestro continente, y la impotencia de la izquierda tradicional para responder a ese desafío, han hecho surgir toda una nueva izquierda revolucionaria. Algunos ejemplos, el MIR, ELN y VR, en Perú; el MIR y las FAR, en Venezuela; Acción Popular y Política Operaria, en Brasil, etcétera.
El joven dirigente mirista tenía en parte razón. Las contradicciones ideológicas se estaban agudizando peligrosamente, incubando lo que en los años siguientes sería un parto desgarrador.
En noviembre de 1960, un grupo de oficiales se levantó en armas en contra de la junta militar que gobernaba Guatemala. Fueron violentamente reprimidos y huyeron a las montañas. Desde allí establecieron algunos vínculos políticos y ofrecieron cierta resistencia hasta que en 1965, el Ejército, asesorado por expertos extranjeros, inició una guerra contrainsurgente que se extendería por décadas.
En Venezuela, desde 1961 a 1966, se realizaron diversos esfuerzos por parte del denominado Movimiento de Izquierda Revolucionaria y disidentes del Partido Comunista para establecer un foco guerrillero. Poco a poco, fueron diezmados hasta que incluso el PC se negó en 1967 a enviar una delegación a Cuba para la Primera Conferencia de la Organización Latinoamericana de la Solidaridad, OLAS. En las montañas, el jefe guerrillero Douglas Bravo se resistía a abandonar su lucha, pese a que la policía y el ejército abatían lenta pero inexorablemente a los escasos combatientes que lo acompañaban.
En el sur, en Argentina, los gendarmes detectaron en febrero de 1964 a una treintena de civiles vistiendo ropa verde oliva con armas y luciendo barbas en el noreste del país. En los meses siguientes fueron abatidos ocho guerrilleros, otros tantos escaparon y el resto cayeron detenidos. En su mayoría eran estudiantes y empleados de Buenos Aires y de Córdoba.
Tras el golpe militar de 1964, en Brasil surgieron algunos grupos guerrilleros en el territorio del Amazonas, en Río Grande do Sul y en Minas Gerais que fueron rápidamente anulados.
En Perú, en julio de 1965, cuatro jefes guerrilleros -Luis de la Puente, Guillermo Lobatón, Ricardo Gadea y Gonzalo Fernández Gasco-, todos integrantes del Movimiento de la Izquierda Revolucionaria difundieron una proclama donde afirmaban:
-El Movimiento de Izquierda Revolucionaria desde el corazón de nuestras montañas y armas en mano, llama, por último, a todos los revolucionarios, a todos los patriotas, a todos los explotados, para abrir juntos las puertas de la historia. ¡Sólo la lucha nos liberará! ¡Sólo la liberación nos volverá dignos! ¡Viva la revolución peruana! ¡Venceremos!
En enero de 1966, en Colombia, el cura Camilo Torres lanzó una proclama desde las montañas, refrendada por los máximos dirigentes del Ejército de Liberación Nacional, ELN, Fabio Vásquez Castaño y Víctor Medina Morón. El mensaje terminaba señalando:
-¡Por la unidad de la clase popular, hasta la muerte! ¡Por la organización de la clase popular, hasta la muerte! ¡Por la toma del poder para la clase popular, hasta la muerte! Hasta la muerte porque estamos decididos a ir hasta el final. Hasta la victoria. Porque un pueblo que se entrega hasta la muerte, siempre logra su victoria. Hasta la victoria final, con las consignas del Ejército de Liberación Nacional: ¡Ni un paso atrás! ¡Liberación o muerte!
Al lado de Perú, en Bolivia, en abril de 1967 surgió en Ñancahuazú otra proclama de un movimiento que también se hacía llamar Ejército de Liberación Nacional. La encendida convocatoria decía en su parte final:
-Por último, el Ejército de Liberación Nacional expresa su fe, su confianza y su seguridad en la victoria definitiva y total sobre la pandilla gobernante, sus señores los imperialistas yanquis, los invasores disfrazados de consejeros, yanquis o no. No tendremos tregua ni reposo hasta que el último reducto esté libre del dominio imperialista, hasta ver despuntar la satisfacción, el progreso y la felicidad del glorioso pueblo boliviano. ¡Morir antes que vivir esclavos! ¡Viva las guerrillas! ¡Muerte al imperialismo yanqui y a su pandilla militar! ¡Libertad para todos los patriotas detenidos y encarcelados!
Cuatro meses después de este llamado desde las selvas bolivianas, en agosto de 1967, se realizó en Cuba la clausura de la Primera Conferencia de la Organización Latinoamericana de la Solidaridad (OLAS). En ella, en parte de su discurso, Fidel Castro expresó:
-Los que creen de verdad que el tránsito pacífico es posible en algún país de este continente, no nos explicamos a qué clase de tránsito pacífico se refieren, como no sea un tránsito pacífico de acuerdo con el imperialismo. Y los que creen que les van a ganar en unas elecciones a los imperialistas, no son más que unos ingenuos; los que creen que el día que ganen unas elecciones incluso les van a dejar posesión, no son más que unos súper ingenuos. El revolucionario, en función de su idea y de su propósito revolucionario, emplea distintos medios. La esencia de la cuestión está en si se le va a hacer creer a las masas que el movimiento revolucionario, que el socialismo va a llegar al poder sin lucha, que va a llegar al poder pacíficamente. Y eso es una mentira. Y los que afirmen en cualquier lugar de América Latina que van a llegar pacíficamente al poder, están engañando a las masas.
A fines de ese mismo año, el MIR chileno decidió pasar a la ofensiva iniciando la colocación de bombas y preparando militarmente a algunos de sus cuadros.
El 25 de agosto de 1969, muy cerca del mediodía, tres jóvenes asaltaron a mano armada una camioneta recaudadora del Banco Continental en la puerta del supermercado Portofino, en la concurrida calle Irarrázaval de la comuna de Ñuñoa, y se llevaron 160 mil escudos.
Uno de los asaltantes logró ser detenido por Carabineros. Fue identificado como Jorge Silva Luvecce, de 24 años, estudiante de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile. Silva argumentó que el asalto era para reunir dinero con fines revolucionarios. Era la primera expropiación, como eufemísticamente llamaron a los asaltos los dirigentes del MIR.
De ahí en adelante se registró una escalada de ataques similares, donde no sólo el MIR fue el responsable.
El 13 de noviembre de 1969 fue asaltada la sucursal Bilbao del Banco de Crédito e Inversiones. Robaron 122 mil escudos.
El 19 de diciembre de 1969 fue desviado un avión Lan Chile a Cuba por Patricio Alarcón Rojas, de 23 años.
El 26 de diciembre de 1969 fue asaltada la sucursal Villa Macul del Banco Osorno y La Unión. Robaron 8.400 escudos.
El 29 de enero de 1970 fue frustrado un asalto a una ambulancia que trasladaba 500 mil escudos al Sanatorio El Peral. Los detenidos reconocieron formar parte de un denominado Ejército de Liberación Nacional.
El 6 de febrero de 1970 fue frustrado el desvío de un nuevo avión a Cuba. Policías de Investigaciones redujeron a balazos a los secuestradores al interior de la nave. Uno de ellos, Pedro Lenín Valenzuela, resultó muerto. El otro, Amador Marcelo Vásquez, detenido.
El 17 de febrero de 1970 fue frustrado un asalto a un polvorín en Copiapó.
El 24 de febrero de 1970 fue asaltada la sucursal Vega Poniente del Banco Nacional del Trabajo. Robaron 252 mil escudos. La acción se la adjudicó la célula Rigoberto Zamora, perteneciente al MIR.
El 1º de julio de 1970 fue asaltada por segunda vez la misma sucursal del Banco Nacional por unos 15 sujetos que vestían uniformes militares. Robaron 198 mil escudos.
El 10 de junio de 1970 fue asaltada la Armería Italiana, en calle Arturo Prat 142, por el comando Pedro Lenín Valenzuela, de la Vanguardia Obrera del Pueblo, VOP. Robaron armas por un valor cercano a los 250 mil escudos, entre ellas 40 fusiles, 34 revólveres, 25 pistolas, 20 puñales y más de siete mil balas y tiros para escopeta.
La ola de asaltos motivó la designación de un ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago, el juez José Cánovas Robles, para que investigara los delitos. La policía acusaba directamente a los más altos dirigentes del MIR -Luciano Cruz, Miguel Enríquez, Andrés Pascal Allende, Sergio Zorrilla, Bautista Von Schouwen y Humberto Sotomayor- de organizar e incluso participar en los asaltos.
A fines de 1969, Sergio Zorrilla había declarado a un periodista:
-Asumimos la responsabilidad por la expropiación de 122 millones de escudos operada el jueves a la sucursal Bilbao del Banco de Crédito e Inversiones, así como la efectuada en la sucursal Santa Elena del Banco Londres. Asaltamos a los bancos, expropiamos el dinero de la gran burguesía financiera que se lo ha robado ancestralmente al pueblo, a los trabajadores.
Por esos mismos días, la dirección nacional del MIR entregó una declaración donde sostenía que ‘‘el MIR devolverá a todos los obreros y campesinos del país esos dineros, invirtiéndolos en armas y organizando los aparatos armados necesarios para devolver a todos los trabajadores lo que se han robado todos los patrones de Chile, o sea, para hacer un gobierno obrero y campesino, que construya el socialismo en Chile’’.
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En febrero de 1970 los dirigentes del MIR entregaron cinco mil escudos a los pobladores del campamento ‘‘26 de enero’’, erigido en la comuna de La Granja. En ese lugar, bajo las órdenes de Víctor Toro, operaban milicias populares semejantes a las existentes en otros campamentos controlados por la ultraizquierda.
-Estas milicias serán las que, junto con la organizaciones revolucionarias tomarán finalmente el poder y serán gobierno, pero no paso a paso, sino que cuando un Ejército Revolucionario del Pueblo destruya el aparato militar y de dominio de los patrones, el estado capitalista-, afirmaba un documento del MIR sobre las milicias populares publicado en esos días por la revista Punto Final.
El director de ese medio, Manuel Cabieses, había señalado en enero de 1969 en su revista: ‘‘Cuando el voto no consigue abatir la fortaleza reaccionaria, es que ha llegado el momento del fusil. ¿Ha sonado en Chile la hora de escoger entre el voto y el fusil? En nuestra opinión, sí’’.
El 4 de enero de 1971, con la Unidad Popular ya en el gobierno, poco después de que en la Universidad de Concepción un estudiante comunista diera muerte a otro del MIR, el Presidente Allende decidió indultar a 43 miembros de grupos de ultraizquierda, entre ellos los máximos dirigentes del MIR y de la VOP.
El 30 de mayo de ese mismo año, Allende asistió a la Universidad de Concepción y atentamente, entre miles de estudiantes, escuchó el largo discurso de Nelson Gutiérrez, presidente de la federación de estudiantes y activo dirigente del MIR, quien resumió las preocupaciones del movimiento.
En seguida, Allende subió al estrado y en medio de una gran silbatina, dijo:
-Debo anticiparles que no me inquietan ni los silbidos ni los aplausos. Tengo demasiados años en la lucha social para sentirme intranquilo frente a la represión parcial que puedan tener mis palabras. Y si acaso los jóvenes que expresan aparentemente un repudio, quieren que discutamos en el terreno teórico, yo les digo que vengo preparado para ello, y tengo nada menos aquí unas citas de Lenin que les pueden refrescar la memoria a algunos.
-Empezaré por la más cruda y no silben porque van a silbar a Lenin, a mí no. Dice: ‘‘El extremismo revolucionario es traición al socialismo’’... Silben a Lenin, no a mí...
En los años siguientes el MIR consolidó tres frentes de operaciones: el Frente de Estudiantes Revolucionarios, FER; el Movimiento Campesino Revolucionario, MCR, y el Frente de Trabajadores Revolucionarios, FTR. Además fue el principal impulsor de los llamados ‘‘cordones industriales’’, de las ocupaciones de fundos y de la lucha callejera en contra de los grupos de signos adversos.
Más tarde intentarían incitar a la sublevación en algunas ramas de las Fuerzas Armadas y en proveer de armar a campesinos, obreros y estudiantes.
Tras el asesinato del general René Schneider surgió la versión de que el MIR había logrado infiltrar al comando que planificó el secuestro del comandante en jefe del Ejército.
El MIR habría contado con el concurso de Rachid Saladino y pagado una subida cantidad de dinero a Jaime Melgoza Garay, uno de los guardaespaldas del general (R) Roberto Viaux, para que disparara en contra de Schneider, lo que en definitiva se consumó, con el conocido resultado de la muerte del alto jefe militar, y por ende del absoluto fracaso de los planes de Viaux.
En los años siguientes esa versión siguió alimentándose con nuevos antecedentes y nombres de otros posibles miristas encubiertos, tanto así que llegó a creerse que las operaciones de inteligencia practicadas por el MIR no habrían culminado allí y que un grupo no precisado de militantes miristas de alta capacidad intelectual se habrían mimetizado entre las filas nacionalistas vinculadas a Viaux, primero en el Movimiento Revolucionario Nacional Sindicalista y más tarde en el Frente Patria y Libertad.
No se sabe cuáles fueron los motivos exactos de las primeras sospechas en torno a tan delicado tema en las esferas del cuartel general de la DINA. Lo que sí se puede afirmar es que en diciembre de 1975 el coronel Manuel Contreras Sepúlveda dispuso la urgente constitución de una unidad de trabajo que habría de dedicarse, única y exclusivamente, a la tarea de contrainteligencia de detectar a los agentes miristas en la DINA.
La jefatura de tal unidad recayó en el entonces capitán Gerardo Urrich González, oficial que, antes de su ingreso a la Escuela Militar, había tenido militancia en el MRNS, grupo al que advino invitado por su coterráneo osornino Werner von Bichoffhausen, jefe provincial en Santiago de tal grupo.
Se ignora cuáles fueron los pormenores de las acciones emprendidas por Urrich pero, en cuanto a resultados, se decidió terminar con la Brigada de Inteligencia Ciudadana y, paralelamente, dejar de contar con la colaboración de miristas conversos, concepto con que se conocía a los militantes del MIR que luego de haber sido torturados accedían a colaborar con la DINA.
Balas en La Vega
Eran cerca de las 11 de la mañana y el sol de aquel día 19 de noviembre empezaba a entibiar los edificios del antiguo barrio de Recoleta, a pocas cuadras del río Mapocho.
El abogado Fernando Valenzuela Rivera caminaba sin prisa hacia la calle Santa Filomena, donde arrendaba unas piezas. Desde el teléfono de un almacén se había comunicado una vez más con Oriana, su esposa, para tranquilizarla y contarle que en los primeros días de diciembre, a través de una instancia del Arzobispado de Santiago, ella y los niños podrían salir del país. Con alguna impaciencia reiteró a Oriana que según lo determinara el partido, él se les uniría en Cuba, posiblemente en enero o febrero.
Se sentía tranquilo. Creía que la cantidad de compañeros que habían caído en manos de la DINA era importante, pero que muchos aún se mantenían en la clandestinidad tratando de rearticular las estructuras y de establecer una nueva red de vínculos para seguir operando.
El hombre no reparó en las camionetas que lo estaban esperando. Escuchó sí una perentoria voz de ¡¡Alto!! y segundos después la única y letal ráfaga de una subametralladora Schmeisser, las mismas que habían llegado desde Cuba durante la Unidad Popular.
Valenzuela Rivera alcanzó a hacer un desafiante semigiro hacia el lugar donde se había originado el grito, antes de recibir cuatro impactos de bala calibre nueve milímetros ‘‘Parabellum’’ en su tórax y abdomen. Se tambaleó virtualmente muerto.
Vendrían después varias ráfagas. Los tanatólogos del Instituto Médico Legal contabilizarían 25 impactos en su cuerpo.
El cadáver fue subido a una de las camionetas. La morgue estaba en las cercanías del lugar de la emboscada.
Pese a las apariencias, el equipo conjunto de la DINA y de la Dirección de Inteligencia del Ejército no había cumplido el objetivo encomendado. Valenzuela interesaba vivo e ileso al coronel Manuel Contreras, que lo consideraba particularmente importante y peligroso.
El mirista abatido, apodado ‘‘El gato’’, a los 39 años era miembro del Comité Central y Jefe de Informaciones Militares del MIR.
Las imprecaciones cayeron sobre el capitán Manuel Carevic Cubillos, jefe del equipo que debía detener -vivo- a Valenzuela Rivera.
-Sí, mi mayor, pero usted comprende que los muchachos andan demasiado nerviosos; los dedos viven pegados en los disparadores-, intentó explicar el capitán Cárevic al mayor Urrich.
Un cabo de carabineros comisionado en la DINA obtuvo como botín el reloj Rolex que el hombre muerto llevaba en su muñeca izquierda.
Oriana Illanes lo había conocido en 1958. Fernando Valenzuela tenía entonces 24 años y estaba recién egresado de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile.
Ya entonces era un entusiasta partidario de Salvador Allende, candidato presidencial aquel año. No tenía militancia política, pero no escatimaba sus simpatías hacia el socialismo.
Conversador de trasnoche y buen bebedor de vino tinto, el joven ganó rápidamente la simpatía de los padres y amigos de Oriana. En 1960 los jóvenes contrajeron matrimonio y poco a poco Valenzuela fue evolucionando hacia posiciones ideológicas cada vez más extremas.
El grupo Espartaco, primero, y desde 1965 el MIR fueron el cauce de la opción revolucionaria adoptada por el joven abogado.
En 1965, La Habana fue el nexo que permitió al matrimonio permanecer en China Popular durante dos años. Valenzuela fue contratado para dictar clases de Castellano en la Universidad de Pekín y el 18 de septiembre de ese año nació en una clínica obrera de la capital china el primer hijo del matrimonio.
A comienzos de 1969 ingresó al Departamento Jurídico de la Corporación de Fomento a la Producción, Corfo, cuando ya exhibía un discurso político muy vehemente e integraba el Comité Central del MIR.
En el mes de julio de ese año, el Presidente Eduardo Frei Montalva realizó una visita especial a la Corfo. ‘‘El gato’’, apodo que le devino por su fisonomía y que derivó en su nombre político, decidió realizar una solitaria acción de propaganda revolucionaria. Durante el cóctel que se le ofreció a Frei, tras haber bebido varios pichunchos para darse bríos, Valenzuela se abalanzó sobre Frei y alcanzó a darle un golpe al tiempo que le gritaba:
-¡Reformista!, ¡Traidor!, ¡Sirviente de los yankis!, ¡Vendido!...
Los miembros del equipo personal de seguridad presidencial y los directivos de Corfo debieron extremar sus esfuerzos para calmar al efusivo abogado mirista. Por razones que no están del todo claras, Valenzuela pudo seguir trabajando en la entidad estatal, pero muy pocos lograron olvidar el incidente.
A mediados de noviembre de 1970, poco después de haber sido investido Allende como el nuevo Presidente, -un hombre de unos 35 años, esmirriado y de apariencia anodida, obtuvo un empleo administrativo en el Departamento Jurídico de la Corfo.
Su supuesto nombre era Marcos Fontecilla y se desconoce su identidad real. Sí se ha podido establecer que tenía el grado de sargento 2º de Ejército, que prestaba servicios en la Dirección de Inteligencia y que había cursado estudios especiales de Servicio Secreto en uno de los fuertes de la Canal Zone de Panamá.
La misión de Fontecilla era establecer la real presencia de elementos extremistas en la Corfo, detectar la eventual comisión de acciones subversivas y vigilar los movimientos de Fernando Abraham Valenzuela Rivera, conocido políticamente como ‘‘El gato”.
Ambos hombres, poco a poco, iniciaron una amistad que se prolongaría y acrecentaría con el tiempo.
Valenzuela no escatimó recursos para convencer a Fontecilla de la necesidad de ‘‘robustecer el poder popular”.
-El viejo Allende está lleno de buenas intenciones, pero también tiene las manos amarradas por las camarillas de los partidos reformistas-, le decía.
Las conversaciones entre ambos se prolongaban hasta altas horas de la madrugada, con la indefectible complicidad de varias botellas de vino tinto. Fontecilla fingía tener simpatías por la izquierda, aseguraba haber votado por Allende y decía estar interesado en los soportes teóricos del MIR.
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El abismo ideológico que se abrió entre los chilenos en esos años no disminuyó el afecto que esos dos hombres se tenían, pese a sus grandes diferencias. Al producirse el golpe militar, cada uno siguió su rumbo: Valenzuela a la clandestinidad; el suboficial a su trabajo, la inteligencia.
No se vieron más, hasta aquella mañana de noviembre de 1974 en la calle Santa Filomena, cuando el suboficial que un día había sido empleado administrativo de Corfo y que ahora estaba adscrito a uno de los escuadrones de la DINA, disparó su Schmeissser para evitar que su antiguo amigo padeciera los horrores de la tortura.
Pocos meses antes de la muerte de Valenzuela, las brigadas ‘‘Halcón’’ se habían dejado caer con especial fiereza sobre la dirigencia del MIR.
En la mañana del sábado 21 de septiembre, una de las camionetas Ford Apache de la DINA se desplazaba por la Gran Avenida, cerca de San Bernardo. En su interior iban Osvaldo Romo y Marcia Alejandra Merino Vega, una ex estudiante de Antropología de la Universidad de Concepción, dirigente del MIR en Curicó, que luego de ser sometida a tortura había decidido colaborar.
La ‘‘Flaca Alejandra’’ comenzó a temblar, síntoma inequívoco de que había visto a alguien del MIR. Una mujer joven que vestía blusa y pantalones rojos se disponía a abordar un taxi.
-¿Quién es? ¿Quién es?-, inquirió Romo.
-Es.... la Luisa.., la mujer del ‘‘Chico Pérez”-, tartamudeó la mujer.
Tres hombres la apresaron de inmediato y rauda la camioneta enfiló hacia el cuartel ‘‘Ollagüe’’, ubicado en el ex consulado de Panamá, en la calle José Domingo Cañas 1367.
Luisa era el nombre político de Lumi Videla Moya, la encargada nacional de educación política del MIR, esposa de Sergio Pérez Molina, miembro de la comisión política y encargado nacional de Organización., uno de los hombres cercanos a Miguel Enríquez.
La mujer fue sometida de inmediato a un duro interrogatorio. Sabía que debía aguantar algunas horas, las que más pudiera, para que el ‘‘Chico’’ se percatara de que ella había caído.
En una casa cercana a San Bernardo, en la calle Tocornal, Sergio Pérez se paseaba nervioso. Lumi no volvía y las horas pasaban. Ella siempre llamaba, jamás se atrasaba en las horas previamente fijadas para reportarse, regla básica del trabajo clandestino.
Esa noche Humberto Sotomayor el segundo hombre del MIR llegó a la casa para retirar armas y documentos.
Al día siguiente, Sergio Pérez convenció a Sotomayor para que volvieran a la casa de Tocornal a retirar otros documentos. Era una excusa, el ‘‘Chico’’ quería saber si su esposa había regresado.
Sotomayor lo esperó con el motor en marcha. Pérez traspasó la reja, metió la llave en la cerradura y abrió.
La DINA estaba esperando. Un oficial nervioso disparó antes de tiempo hiriendo a Pérez en una pierna. Sotomayor alcanzó a huir.
En la madrugada siguiente los agentes de Halcón cayeron en el refugio de Amelia, Carolina y Jaime, en una casa en la calle Vasco de Gama. Eran tres militantes muy cercanos a Enríquez.
El 4 de octubre Enríquez se dirigió al refugio de Andrés Pascal Allende y Mary Ann Beausire, en una parcela de La Florida, donde iban a cambiarse.
Más tarde, acompañado de Sotomayor, trató de hacer contacto con un enlace cerca de la Piscina Mundt. Los esperaba la DINA y tuvieron que abrirse paso disparando.
El sábado 5 de octubre, a las 13 horas, apoyada por un helicóptero y una tanqueta, la Agrupación Caupolicán completa llegó hasta los alrededores de la calle Santa Fe. Habían logrado ubicar el refugio del jefe del MIR y las operaciones para su captura las dirigía Miguel Krassnoff.
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Allí estaban Romo; Basclay Zapata, que había llegado de un regimiento de Chillán; El ‘‘Cara de Santo’’, de apellido Fuentes, soldado del Húsares de Angol; un tal Concha, que era motorista de Krassnoff, llegado desde una base de la FACh; estaba Gordillo, motorista de la comandancia de la DINA; el ‘‘Pantera Rosa’’ Laureani; el ‘‘Mano Negra’’; Max; y, muchos otros, todos los que participaron desde la DINA en la guerra contra el MIR.
Miguel Enríquez fue acribillado mientras trataba de distraer las balas para que huyeran Sotomayor y Bordaz. Carmen Castillo, embarazada de seis meses, cayó herida.
El coronel Contreras llegó al sitio donde yacía su presa más buscada. En la tarde el coronel iría hasta la capilla de la Escuela Militar para entregar en matrimonio a una de sus hijas.
Sotomayor alcanzó a huir del tiroteo y al día siguiente se asiló en la embajada de Italia con su esposa María Luz García Ferrada.
El jefe de la DINA llegó a ver a Carmen Castillo al Hospital Militar al otro día. Lo acompañaban Marcelo Morén, el jefe de la Agrupación Caupolicán, y Osvaldo Romo Mena.
A fines de octubre Carmen Castillo salió del país y la seguidilla de muertes y detenciones se aceleró.
El 2 de noviembre Laura Allende fue arrestada en las torres San Borja y conducida al centro de detención de Tres Álamos.
Al día siguiente fue arrojado al interior de la embajada de Italia el cadáver de Lumi Videla Moya, la mujer de Sergio Pérez.
Ella había muerto en la casa de José Domingo Cañas, al negarse a salir a las calles a identificar a sus compañeros.
A comienzos de diciembre fue abatido en una calle de Providencia el cuarto hombre del MIR, Alejandro de la Barra y su pareja, Ana María Puga.
Veinticuatro horas más tarde cayó detenido en la avenida Kennedy el quinto de la jerarquía de la organización, José Bordaz, ‘‘el Coño Molina’’, jefe del aparato militar, junto a María Isabel Eyzaguirre Andreoli, ‘‘la negra Verónica’’.
En febrero de 1975, Edgardo Enríquez, ‘‘Simón’’, escribió desde Francia una carta a la Comisión Política del MIR.
En ella les señalaba todos los errores cometidos y la necesidad de robustecer la organización buscando el apoyo de otros partidos.
El 19 de febrero aparecieron en una cadena de televisión cuatro miristas -José Carrasco V., Cristián Mallol C., Humberto Menanteaux A. y Héctor González O.- detenidos desde hacía semanas en la Villa Grimaldi.
-No queremos más muertos ni detenidos. Continuar la resistencia en estas condiciones es auto inmolarse-, dijo uno de ellos.
Los miristas admitieron por la televisión que ‘‘el deseo del gobierno es encontrar la reconciliación y la unidad nacional”.
Y efectuaron un balance: De la Comisión Política y del Comité Central del MIR había nueve muertos, 24 presos, diez exiliados, un expulsado y ocho prófugos.
Dos días después los mismos cuatro miristas se reunieron en el edificio Diego Portales con la prensa.
Ratificaron que su presencia en la televisión había sido voluntaria.
-La derrota del MIR es militar y política-, afirmaron.
Hasta esa fecha, desde comienzos de junio habían caído en manos de la DINA cerca de 200 miristas, la mayoría de los cuáles hasta hoy siguen desaparecidos.
Continúa.
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