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Viernes, 19 de Abril de 2024
La historia de Walter Pitts

El hombre que intentó redimir el mundo mediante la lógica matemática

Amanda Gefter

Walter Pitts (1923-1969) fue uno de los padres de la neurociencia computacional. Pasó de las calles de la ciudad industrial de Detroit al prestigioso MIT en Boston, pero no pudo escapar de sí mismo.  En este artículo se cuenta la historia de este niño maravilla que, a la edad de 12 años, envió una carta a Bertrand Russell manifestándole algunos errores del tratado Principia Mathematica. Y también de su trágico final.

 

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Walter Pitts estaba acostumbrado a que le hicieran bullying. Había nacido en una familia ruda en la era de la prohibición de Detroit, donde su padre, un fabricante de calderas, no tenía problemas en agarrarse a golpes para salirse con la suya. Los chicos del vecindario no eran mucho mejores. Una tarde de 1935, lo persiguieron por las calles hasta que se metió en la biblioteca local para esconderse. La biblioteca era un terreno familiar, donde había aprendido por sí mismo griego, latín, lógica y matemáticas, mejor que en casa, donde su padre insistió en que abandonara la escuela para irse a trabajar. Afuera, el mundo era un desorden. En el interior, todo tenía sentido.

No queriendo arriesgarse a otra emboscada aquella tarde, Pitts permaneció oculto hasta que la biblioteca cerró por la noche. Solo, vagó entre los montones de libros hasta que encontró “Principia Mathematica”, un tomo de tres volúmenes escrito por Bertrand Russell y Alfred Whitehead entre 1910 y 1913, que intentaba reducir todas las matemáticas a la lógica pura. Pitts se sentó y comenzó a leer. Durante tres días permaneció en la biblioteca hasta que había leído cada volumen de principio a fin (casi 2.000 páginas en total) y había identificado varios errores. Decidiendo que el propio Bertrand Russell necesitaba saber esto, el muchacho le escribió una carta detallando los errores. Russell no solo contestó, estaba tan impresionado que invitó a Pitts a estudiar con él como estudiante graduado en la Universidad de Cambridge en Inglaterra. Pitts no pudo, tenía solo 12 años. Pero tres años más tarde, cuando se enteró de que Russell visitaría la Universidad de Chicago, el joven de quince años se escapó de casa y se dirigió a Illinois. Nunca más volvió a ver a su familia.

En 1923, el año en que nació Walter Pitts, Warren McCulloch, de 25 años, también estaba siguiendo los Principia. Pero ahí es donde terminaron las similitudes: McCulloch no podría haber venido de un mundo más diferente. Nacido en una familia adinerada de abogados, médicos, teólogos e ingenieros de la Costa Este, McCulloch asistió a una academia privada solo para hombres en Nueva Jersey, luego estudió matemáticas en Haverford College en Pennsylvania, luego filosofía y psicología en Yale. En 1923 entró a Columbia, donde estudiaba “estética experimental” y estaba a punto de obtener su título de médico en neurofisiología. Pero McCulloch era un filósofo de corazón. Quería saber lo que significa saber. Freud acababa de publicar “El Yo y el Ello”, y el psicoanálisis era furor. McCulloch no lo compraba; estaba seguro de que, de alguna manera, los misteriosos funcionamientos y fallas de la mente estaban enraizados en los disparos puramente mecánicos de las neuronas en el cerebro.

Pero esto no es solo una historia sobre una colaboración de investigación fructífera. También se trata de los lazos de la amistad, la fragilidad de la mente y los límites de la capacidad de la lógica para redimir un mundo desordenado e imperfecto.

Aunque comenzaron en extremos opuestos del espectro socioeconómico, McCulloch y Pitts estaban destinados a vivir, trabajar y morir juntos. En el camino, crearían la primera teoría mecanicista de la mente, el primer enfoque computacional de la neurociencia, el diseño lógico de las computadoras modernas y los pilares de la inteligencia artificial. Pero esto no es solo una historia sobre una colaboración de investigación fructífera. También se trata de los lazos de la amistad, la fragilidad de la mente y los límites de la capacidad de la lógica para redimir un mundo desordenado e imperfecto.

Puestos frente a frente, resultaban una dupla improbable. McCulloch, de 42 años cuando conoció a Pitts, era un filósofo-poeta seguro de sí mismo, de ojos grises, barba salvaje y fumador en serie que vivía de whisky y helado y nunca se acostaba antes de las cuatro de la mañana. Pitts, de 18 años, era pequeño y tímido, con una larga frente que envejeció prematuramente, y una cara chata, con forma de pato y de anteojos. McCulloch era un científico respetado. Pitts era un fugitivo sin hogar. Había estado dando vueltas por la Universidad de Chicago, haciendo trabajos pequeños y escabulléndose a las conferencias de Russell, donde conoció a un joven estudiante de medicina llamado Jerome Lettvin. Fue Lettvin quien presentó a los dos hombres. En el momento en que hablaron, se dieron cuenta de que compartían un héroe en común: Gottfried Leibniz. El filósofo del siglo XVII había intentado crear un alfabeto de pensamiento humano, cada letra representaba un concepto y podía combinarse y manipularse según un conjunto de reglas lógicas para computar todo el conocimiento, una visión que prometía transformar el mundo exterior imperfecto, en el santuario racional de una biblioteca.

McCulloch le explicó a Pitts que estaba tratando de modelar el cerebro con el cálculo lógico leibniziano. Se inspiró en los Principia, en los que Russell y Whitehead intentaron demostrar que todas las matemáticas podían construirse desde cero utilizando una lógica básica e indiscutible. Su componente esencial era la proposición: la afirmación más simple posible, ya sea verdadera o falsa. A partir de ahí, emplearon las operaciones fundamentales de la lógica, como la conjunción (“y”), la disyunción (“o”) y la negación (“no”), para vincular proposiciones en redes cada vez más complicadas. A partir de estas simples proposiciones, derivaron la completa complejidad de las matemáticas modernas.

A McCulloch se le ocurrió que esta configuración era binaria: o bien la neurona dispara o no. Indicó que la señal de una neurona es una proposición, y las neuronas parecían funcionar como compuertas lógicas, absorbiendo múltiples entradas y produciendo una única salida.

Esto hizo que McCulloch pensara en las neuronas. Sabía que cada una de las células nerviosas del cerebro solo dispara después de alcanzar un umbral mínimo: suficientes células nerviosas vecinas deben enviar señales a través de las sinapsis de la neurona antes de disparar su propio peak eléctrico. A McCulloch se le ocurrió que esta configuración era binaria: o bien la neurona dispara o no. Indicó que la señal de una neurona es una proposición, y las neuronas parecían funcionar como compuertas lógicas, absorbiendo múltiples entradas y produciendo una única salida. Al variar el umbral de disparo de una neurona, podría utilizarse para realizar las funciones “y”, “o” y “no”.

Recién llegado de leer un nuevo artículo de un matemático británico llamado Alan Turing que probó la posibilidad de una máquina que pudiera calcular cualquier función (siempre que fuera posible hacerlo en un número finito de pasos), McCulloch se convenció de que el cerebro simplemente era una máquina que usa lógica codificada en redes neuronales para computar. Las neuronas, pensó, podrían estar unidas por las reglas de la lógica para construir cadenas de pensamiento más complejas, del mismo modo que los Principia unían cadenas de proposiciones para construir matemáticas complejas.

Cuando McCulloch explicó su proyecto, Pitts lo entendió de inmediato, y sabía exactamente qué herramientas matemáticas podían usarse. McCulloch, encantado, invitó al adolescente a vivir con él y su familia en Hinsdale, un suburbio rural en las afueras de Chicago. La casa de Hinsdale era bohemia, ruidosa y de espíritu libre. Los intelectuales y participantes de los círculos literarios de Chicago pasaban constantemente por la casa para hablar sobre poesía, psicología y política radical, mientras que la Guerra Civil Española y las canciones sindicales sonaban desde el fonógrafo. Pero a altas horas de la noche, cuando la esposa de McCulloch, Rook y los tres niños se iban a la cama, McCulloch y Pitts se quedaban solos tomando whisky, e intentaban construir un cerebro computacional a partir de las neuronas.

Antes de la llegada de Pitts, McCulloch había chocado contra una pared: no había nada que impidiera que las cadenas de neuronas se retorcieran formando bucles, de modo que la salida de la última neurona de una cadena se convirtiera en la entrada de la primera: una red neuronal persiguiendo su cola. McCulloch no tenía idea de cómo modelar eso matemáticamente. Desde el punto de vista de la lógica, un lazo huele mucho a una paradoja: el consecuente se convierte en el antecedente, el efecto se convierte en la causa. McCulloch había estado etiquetando cada enlace de la cadena con un sello de tiempo, de modo que, si la primera neurona disparaba en el tiempo t, la siguiente disparaba a t + 1, y así sucesivamente. Pero cuando las cadenas dieron la vuelta, t + 1 apareció repentinamente antes que t.

Cuando Pitts terminó sus cálculos, él y McCulloch tenían en sus manos un modelo mecánico de la mente, la primera aplicación de cómputo al cerebro y el primer argumento de que el cerebro, en el fondo, es un procesador de información.

Pitts sabía cómo abordar el problema. Usó aritmética modular, que trata con números que giran alrededor de sí mismos como las horas de un reloj. Mostró a McCulloch que la paradoja del tiempo t + 1 antes del tiempo t no era para nada una paradoja, porque en sus cálculos “antes” y “después” perdían su significado. El tiempo se eliminó, entonces, de la ecuación por completo. Si uno viera un relámpago destellar en el cielo, sus ojos enviarían una señal al cerebro, arrastrándola a través de una cadena de neuronas. Comenzando con cualquier neurona dada en la cadena, podrías volver sobre los pasos de la señal y descubrir cuánto tiempo hace que cayeron los rayos. A menos que la cadena sea un bucle. En ese caso, la información que codifica el rayo simplemente girará en círculos, interminablemente. Y no tendría conexión con el momento en que ocurrió realmente la caída del rayo. Se convertiría, como dijo una vez McCulloch, en “una idea arrancada del tiempo”. En otras palabras, un recuerdo.

Cuando Pitts terminó sus cálculos, él y McCulloch tenían en sus manos un modelo mecánico de la mente, la primera aplicación de cómputo al cerebro y el primer argumento de que el cerebro, en el fondo, es un procesador de información. Al encadenar simples neuronas binarias en cadenas y bucles, demostraron que el cerebro podía implementar todas las operaciones lógicas posibles y calcular cualquier cosa que pudiera serlo por una de las máquinas hipotéticas de Turing. Gracias a esos bucles ourobóricos, también encontraron una manera para que el cerebro resumiera una información, se aferrase a ella y la resumiera nuevamente, creando jerarquías ricas y elaboradas de ideas persistentes en un proceso que llamamos “pensar”.

McCulloch y Pitts escribieron sus hallazgos en un artículo ahora seminal, “Un cálculo lógico de las ideas inmanentes en la actividad nerviosa”, publicado en el Bulletin of Mathematical Biophysics. Su modelo resultaba demasiado simplificado para representar un cerebro biológico, pero tuvo éxito en mostrar una probar el principio en el que se basaba. El pensamiento, decían, no tiene por qué estar envuelto en el misticismo freudiano, o involucrado en luchas entre el ego y la identificación. “Por primera vez en la historia de la ciencia”, McCulloch anunció a un grupo de estudiantes de filosofía, “sabemos cómo sabemos”.

Pitts había encontrado en McCulloch todo lo que había necesitado: aceptación, amistad, su otra mitad intelectual, el padre que nunca tuvo. Aunque solo había vivido en Hinsdale por un corto tiempo, el fugitivo se referiría a la casa de McCulloch como su hogar por el resto de su vida. Por su parte, McCulloch estaba igual de enamorado. En Pitts había encontrado un alma gemela, su “colaborador de contrabando” y una mente con la destreza técnica para dar vida a las nociones a medio formar de McCulloch. Como lo expresó en una carta de referencia sobre Pitts: “Lo tendría siempre conmigo” (1).

Tan impresionado estaba Wiener, que le prometió a Pitts un Ph.D. en matemáticas en el MIT, a pesar de que nunca se había graduado de la escuela secundaria, algo que las estrictas normas de la Universidad de Chicago prohibían.

Pitts pronto iba a causar una impresión similar en una de las figuras intelectuales imponentes del siglo 20, el matemático, filósofo y fundador de la cibernética, Norbert Wiener. En 1943, Lettvin llevó  a Pitts a la oficina de Wiener en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). Wiener no se presentó ni hizo una pequeña charla. Simplemente llevó a Pitts a una pizarra donde estaba trabajando en una prueba matemática. Mientras Wiener trabajaba, Pitts intervino con preguntas y sugerencias. Según Lettvin, para cuando llegaron a la segunda pizarra, estaba claro que Wiener había encontrado a su nuevo hombre de confianza. Wiener más tarde escribiría que Pitts era “sin duda el científico joven más poderoso que he conocido (...) Me sorprendería muchísimo si no demuestra ser uno de los dos o tres científicos más importantes de su generación, no solo en Estados Unidos, sino también en el mundo en general”.

Tan impresionado estaba Wiener, que le prometió a Pitts un Ph.D. en matemáticas en el MIT, a pesar de que nunca se había graduado de la escuela secundaria, algo que las estrictas normas de la Universidad de Chicago prohibían. Fue una oferta que Pitts no pudo rechazar. En el otoño de 1943, Pitts se mudó a un departamento de Cambridge, se matriculó como estudiante especial en el MIT y estudiaba con uno de los científicos más influyentes del mundo. Estaba bastante lejos del Detroit de clase trabajadora.

Wiener quería que Pitts hiciera su modelo del cerebro más realista. A pesar de los avances que Pitts y McCulloch habían alcanzado, su trabajo apenas había producido una conmoción entre los científicos del cerebro, en parte porque la lógica simbólica que habían empleado era difícil de descifrar, pero también porque su modelo rígido y simplificado no captaba el completo desorden del cerebro biológico. Wiener, sin embargo, entendió las implicaciones de lo que habían hecho, y sabía que un modelo más realista cambiaría el juego. También se dio cuenta de que debería ser posible que las redes neuronales de Pitts se implementaran en máquinas hechas por el hombre, dando paso a su sueño de una revolución cibernética. Wiener pensó que si Pitts iba a hacer un modelo realista de las cien mil millones de neuronas interconectadas del cerebro, necesitaría apoyo estadístico de parte suya. Y la estadística y la teoría de la probabilidad eran el área de especialización de Wiener. Después de todo, había sido Wiener quien descubrió una definición matemática precisa de información: a mayor probabilidad, mayor entropía y menor contenido informativo.

Cuando Pitts comenzó su trabajo en el MIT, se dio cuenta de que, aunque la genética debe codificar las características neurales macroscópicas, nuestros genes no podían predeterminar los trillones de conexiones sinápticas en el cerebro: la cantidad de información que esto requería resultaba insostenible. Debe ser el caso, pensó, que todos comenzamos con redes neuronales esencialmente aleatorias, estados altamente probables que contienen información insignificante (una tesis que continúa debatiéndose hasta nuestros días). Sospechaba que, alterando los umbrales de las neuronas a lo largo del tiempo, la aleatoriedad podría dar paso al orden y podría surgir, entonces, la información. Se propuso modelar el proceso usando mecánica estadística. Wiener lo animó con entusiasmo, porque sabía que, si ese modelo se materializaba en una máquina, esa máquina podría aprender.

“Ahora entiendo unos siete octavos de lo que dice Wiener, lo cual me han dicho que es un logro”, escribió Pitts en una carta a McCulloch en diciembre de 1943, unos tres meses después de su llegada. Su trabajo con Wiener estaba abocado a “constituir la primera discusión adecuada de la mecánica estadística, entendida en el sentido más general posible, por lo que incluye, por ejemplo, el problema de derivar las leyes de comportamiento psicológico, o estadísticas de las leyes microscópicas de la neurofisiología (...) ¿No suena bien?”.

Aquel invierno, Wiener llevó a Pitts a una conferencia que organizó en Princeton con el matemático y físico John von Neumann, quien quedó igualmente impresionado con la mente de Pitts. Así se formaron los comienzos del grupo que se conocería luego como los “cibernéticos”, con Wiener, Pitts, McCulloch, Lettvin y von Neumann como núcleo. Y entre este grupo enrarecido, el ex fugitivo sin hogar se destacó. “Ninguno de nosotros pensaría en publicar un artículo sin sus correcciones y aprobación”, escribió McCulloch. “[Pitts] era en términos inequívocos el genio de nuestro grupo”, dijo Lettvin, “era absolutamente incomparable en los estudios de química, física, de todo lo que se podía hablar sobre historia, botánica, etc. Cuando le hacías una pregunta, recibía un libro de texto completo (...) Para él, el mundo estaba conectado de una manera compleja y maravillosa” (2).

Para junio de 1945, von Neumann escribió lo que se convertiría en un documento histórico titulado “Primer borrador de un reporte sobre el EDVAC”, la primera descripción publicada de una máquina de computación binaria de programas almacenados: la computadora moderna. El predecesor de EDVAC, el ENIAC, que ocupaba 1.800 pies cuadrados de espacio en Filadelfia, se parecía más a una calculadora electrónica gigante que a una computadora. Era posible reprogramarlo, pero a varios operadores les tomaba varias semanas reencaminar todos los cables y conmutadores para hacerlo. Von Neumann se dio cuenta de que podría no ser necesario volver a cablear la máquina cada vez que quisiera que realizara una nueva función. Si pudieras tomar cada configuración de los interruptores y cables, abstraerlos y codificarlos simbólicamente como información pura, podrías alimentarlos en la computadora de la misma manera que alimentarías los datos, solo que ahora los datos incluirían los mismos programas que manipular los datos. Sin tener que volver a cablear nada, tendrías una máquina universal de Turing.

Para lograr esto, von Neumann sugirió modelar la computadora a partir de las redes neuronales de Pitts y McCulloch. En lugar de neuronas, sugirió tubos de vacío, que servirían como puertas lógicas, y al unirlos exactamente como habían descubierto Pitts y McCulloch, se podía llevar a cabo cualquier cálculo. Para almacenar los programas como datos, la computadora necesitaría algo nuevo: una memoria. Ahí es donde entraron en juego los bucles de Pitts. “Un elemento que se estimula a sí mismo dispondrá de un estímulo indefinidamente”, escribió von Neumann en su informe, haciéndose eco de Pitts y empleando su aritmética modular. Detalló cada aspecto de esta nueva arquitectura computacional. En todo el informe, solo citó un artículo: “Un cálculo lógico” de McCulloch y Pitts.

"Es el más omnívoro de los científicos y eruditos. Se ha convertido en un excelente químico de tintes, conoce de mamíferos, de hongos y de aves de Nueva Inglaterra. Conoce la neuroanatomía y la neurofisiología desde sus fuentes originales en griego, latín, italiano, español, portugués y alemán, ya que aprende el idioma que necesita tan pronto como lo necesita". 

En 1946, Pitts vivía en Beacon Street en Boston con Oliver Selfridge, un estudiante del MIT que se convertiría en “el padre de la percepción de máquina” (machine perception); Hyman Minsky, el futuro economista; y Lettvin. Estaba enseñando lógica matemática en el MIT y trabajando con Wiener en la mecánica estadística del cerebro. El año siguiente, en la Segunda Conferencia Cibernética, Pitts anunció que estaba escribiendo su disertación doctoral sobre redes neuronales tridimensionales probabilísticas. Los científicos en la sala quedaron asombrados. Ni siquiera “ambicioso” era la palabra adecuada para describir la habilidad matemática que se necesitaría para lograr tal hazaña. Y, sin embargo, todos los que conocían Pitts estaban seguros de que podría hacerlo. Estarían esperando con la respiración contenida.

En una carta al filósofo Rudolf Carnap, McCulloch catalogó los logros de Pitts. “Es el más omnívoro de los científicos y eruditos. Se ha convertido en un excelente químico de tintes, conoce de mamíferos, de hongos y de aves de Nueva Inglaterra. Conoce la neuroanatomía y la neurofisiología desde sus fuentes originales en griego, latín, italiano, español, portugués y alemán, ya que aprende el idioma que necesita tan pronto como lo necesita. Desde como la teoría de los circuitos eléctricos hasta el trabajo de soldado, iluminación y circuitos de radio, las hace todas por su cuenta. En mi larga vida, nunca he visto a un hombre tan erudito, ni tan realmente práctico”. Incluso los medios se dieron cuenta. En junio de 1954, la revista Fortune publicó un artículo con los veinte científicos más talentosos menores de 40 años; Pitts fue presentado, junto a Claude Shannon y James Watson. Contra todo pronóstico, Walter Pitts se había disparado hacia el estrellato científico.

Algunos años antes, en una carta a McCulloch, Pitts escribió: “aproximadamente una vez a la semana me desespero por hablar toda la noche contigo”. A pesar de su éxito, Pitts se había vuelto nostálgico, y su hogar era McCulloch. Estaba empezando a creer que si podía volver a trabajar con McCulloch, sería más feliz, más productivo y más propenso a abrir nuevos caminos. McCulloch, también, parecía forcejear sin su colaborador de contrabando.

De repente, las nubes se rompieron. En 1952, Jerry Wiesner, director asociado del Laboratorio de Investigación de Electrónica del MIT, invitó a McCulloch a encabezar un nuevo proyecto sobre ciencia cerebral en el MIT. McCulloch aprovechó la oportunidad, porque significaba que volvería a trabajar con Pitts. Cambió su cátedra completa y su gran casa de Hinsdale por un título de profesor asociado de investigación y un apartamento de mierda en Cambridge, y no podría haber estado más feliz. El plan para el proyecto fue utilizar todo el arsenal de teoría de la información, neurofisiología, mecánica estadística y máquinas computacionales para comprender cómo el cerebro da origen a la mente. Lettvin, junto con el joven neurocientífico Patrick Wall, se unió a McCulloch y Pitts en su nueva sede en el Edificio 20 en Vassar Street. Pusieron un cartel en la puerta: “epistemología experimental”.

Con Pitts y McCulloch juntos de nuevo, y con Wiener y Lettvin en la combinación, todo parecía preparado para el progreso y la revolución. Neurociencia, cibernética, inteligencia artificial, informática: todo estaba al borde de una explosión intelectual. El cielo, o la mente, era el límite.

Para Pitts, esto marcó el comienzo del fin. Wiener, que había asumido un rol paternal en su vida, ahora lo abandonaba inexplicablemente. Para Pitts, no fue solo una pérdida. Era algo mucho peor que eso: desafiaba la lógica.

Solo había una persona que no estaba contenta con la reunión: la esposa de Wiener. Margaret Wiener era, como dicen los testimonios, una mojigata controladora y conservadora, que despreciaba la influencia de McCulloch en su marido. McCulloch organizó reuniones salvajes en su granja familiar en Old Lyme, Connecticut, donde las ideas vagaban libres y todo el mundo se sumergía en ellas. Había sido una cosa cuando McCulloch estaba en Chicago, pero ahora venía a Cambridge y eso a Margaret no le gustaba. Y entonces ella inventó una historia. Sentó a Wiener y le informó que cuando su hija, Barbara, se había quedado en la casa de McCulloch en Chicago, varios de sus “muchachos” la habían seducido. Wiener envió inmediatamente un telegrama enojado a Wiesner: “Por favor informa [a Pitts y Lettvin] que toda conexión entre mí y tus proyectos está abolida para siempre. Ellos son tu problema. Wiener”. Nunca volvió a hablar con Pitts. Y nunca le dijo por qué.

Para Pitts, esto marcó el comienzo del fin. Wiener, que había asumido un rol paternal en su vida, ahora lo abandonaba inexplicablemente. Para Pitts, no fue solo una pérdida. Era algo mucho peor que eso: desafiaba la lógica.

Y luego estaban las ranas. En el sótano del Edificio 20 en el MIT, junto con un bote de basura lleno de grillos, Lettvin mantuvo un grupo de ellas. En ese momento, los biólogos creían que el ojo era como una placa fotográfica que registraba pasivamente puntos de luz y los enviaba, punto por punto, al cerebro, lo que dificultaba la interpretación del fenómeno. Lettvin decidió poner la idea a prueba, abriendo los cráneos de la rana y uniendo electrodos a fibras individuales en sus nervios ópticos.

Junto con Pitts, McCulloch y el biólogo y filósofo chileno Humberto Maturana, sometió a las ranas a diversas experiencias visuales –aumentando y atenuando las luces, mostrándoles fotografías a color de su hábitat natural, moscas artificiales colgando magnéticamente– y registró lo que el ojo medía antes de enviar la información al cerebro. Para sorpresa de todos, el ojo no solo registraba lo que veía, sino que filtraba y analizaba información sobre características visuales como el contraste, la curvatura o el movimiento. “El ojo le habla al cerebro en un lenguaje ya altamente organizado e interpretado”, informaron en el ahora seminal artículo “Lo que el ojo de la rana le dice al cerebro de la rana”, publicado en 1959.

Los resultados sacudieron la cosmovisión de Pitts hasta lo más profundo. En lugar de la neurona digital de información de computación cerebral que utiliza el implemento exacto de la lógica matemática, los procesos anómalos y análogos en el ojo estaban haciendo al menos parte del trabajo interpretativo. “Era evidente para él después de que le habíamos echado el ojo a la rana que incluso si la lógica jugaba un papel, no jugaba la parte importante o central que uno hubiera esperado”, dijo Lettvin. “Lo decepcionó. Él nunca lo admitiría, pero parecía aumentar su desesperación por la pérdida de la amistad de Wiener”.

Pitts escribió que su depresión podría ser “común a todas las personas con una educación excesivamente lógica que trabajan en matemáticas aplicadas: es una especie de pesimismo resultante de la incapacidad de creer en lo que las personas llaman el Principio de Inducción o el Principio de la Uniformidad de la Naturaleza.

La avalancha de malas noticias agravó una racha depresiva con la que Pitts había estado luchando durante años. “Tengo un tipo de aflicción personal sobre la que me gustaría recibir tu consejo”, le había escrito Pitts a McCulloch en una de sus cartas. “He notado en los últimos dos o tres años una tendencia creciente a una especie de apatía o depresión melancólica. Su efecto es hacer que el valor positivo parezca desaparecer del mundo, por lo que nada parece valer la pena el esfuerzo de hacerlo, y todo lo que hago o lo que me pasa deja de importar mucho...”.

En otras palabras, Pitts estaba luchando con la misma lógica que había perseguido en su vida. Pitts escribió que su depresión podría ser “común a todas las personas con una educación excesivamente lógica que trabajan en matemáticas aplicadas: es una especie de pesimismo resultante de la incapacidad de creer en lo que las personas llaman el Principio de Inducción o el Principio de la Uniformidad de la Naturaleza. Como uno no puede probar, o incluso hacer probable a priori, que el sol debería salir mañana, no podemos creer realmente que así sea”.

Ahora, separado de Wiener, la desesperación de Pitts se volvió letal. Empezó a beber mucho y se alejó de sus amigos. Cuando se le ofreció su doctorado, se negó a firmar el papeleo. Quemó su disertación junto con todas sus notas y sus papeles. Años de trabajo, trabajo importante que todos en la comunidad esperaban ansiosamente, se quemó completo, información invaluable reducida a entropía y cenizas. Wiesner le ofreció a Lettvin un mayor apoyo económico para el laboratorio si podía recuperar cualquier parte de la disertación. Pero todo se había perdido.

Pitts seguía siendo empleado del MIT, pero esto era poco más que un tecnicismo; apenas hablaba con alguien y con frecuencia desaparecía. “Íbamos a buscarlo noche tras noche”, dijo Lettvin. “Verlo destruirse a sí mismo fue una experiencia terrible”. En cierto modo, Pitts tenía todavía 12 años. Todavía lo golpeaban, todavía huía, todavía se escondía del mundo en las bibliotecas húmedas. Solo que ahora sus libros tomaron la forma de una botella.

Con McCulloch, Pitts había sentado las bases para la cibernética y la inteligencia artificial. Habían alejado a la psiquiatría del análisis freudiano, hacia una comprensión mecanicista del pensamiento. Habían demostrado que el cerebro computa y que la meditación es el procesamiento de la información. Al hacerlo, también mostraron cómo podía calcular una máquina, proporcionando la inspiración clave para la arquitectura de las computadoras modernas. Gracias a su trabajo, hubo un momento en la historia en que la neurociencia, la psiquiatría, la informática, la lógica matemática y la inteligencia artificial resultaban una sola cosa, siguiendo una idea que Leibniz vislumbró por primera vez: el hombre, la máquina, el número y la mente usan información como una moneda universal. Lo que parecía en la superficie ingredientes muy diferentes del mundo –pedazos de metal, trozos de materia gris, rasguños de tinta en una página– eran profundamente intercambiables.

Hubo una trampa, sin embargo: esta abstracción simbólica hizo que el mundo fuera transparente, pero el cerebro opaco. Una vez que todo se redujo a la información regida por la lógica, la mecánica real dejó de importar: la compensación para el cálculo universal era la ontología. Von Neumann fue el primero en ver el problema. Expresó su preocupación a Wiener en una carta que anticipó la próxima división entre la inteligencia artificial por un lado y la neurociencia por el otro. “Después de asimilar la gran contribución positiva de Turing-y-Pitts-con-McCulloch”, escribió, “la situación es bastante peor que mejor que antes”. De hecho, estos autores han demostrado en absoluta y desesperada generalidad que cualquier cosa (...) puede hacerse por un mecanismo apropiado, y específicamente por un mecanismo neuronal, y que incluso un mecanismo definido puede ser “universal”. Invertir el argumento: nada que nosotros podemos conocer o aprender sobre el funcionamiento del organismo; puede proporcionar, sin un trabajo citológico “microscópico”, pistas sobre los detalles adicionales del mecanismo neural”.

Esta universalidad hizo imposible que Pitts proporcionara un modelo práctico del cerebro, por lo que su trabajo fue descartado y más o menos olvidado por la comunidad de científicos que trabajaban en el cerebro. Además, el experimento con las ranas había demostrado que una visión del pensamiento puramente lógica y centrada en el cerebro tenía sus límites. La naturaleza había elegido el desorden de la vida en vez de la austeridad de la lógica, una elección que Pitts probablemente no podía comprender. No tenía forma de saber que, aunque sus ideas sobre el cerebro biológico no estaban cuajando, estaban poniendo en marcha la era de la informática digital, el enfoque de las redes neuronales, el aprendizaje automático y la llamada filosofía de la mente conexionista. En su propia mente, había sido derrotado.

El sábado 21 de abril de 1969, con la mano temblando por el delirium tremens de un alcohólico, Pitts envió una carta desde su habitación en el Hospital Beth Israel de Boston a la habitación de McCulloch en la sala de Cuidados Intensivos Cardíacos del Hospital Peter Bent Brigham. “Entiendo que tuviste una coronaria ligera; (...) que estás conectado a muchos sensores conectados a paneles y alarmas monitoreados continuamente por una enfermera, y que, en consecuencia, no puedes darte vuelta en la cama. Sin duda esto es cibernético. Pero todo eso me pone muy abominablemente triste”. El propio Pitts había estado en el hospital durante tres semanas, habiendo sido ingresado con problemas hepáticos e ictericia. El 14 de mayo de 1969 Walter Pitts murió solo en una pensión en Cambridge, desangrado por efecto de las varices esofágicas, un efecto de la cirrosis. Cuatro meses después, McCulloch falleció, como si la existencia de uno sin el otro fuera simplemente ilógica, un bucle reverberante que fue arrancado de golpe.

*Amanda Gefter es escritora de física y autora de Trespassing on Einstein's Lawn: un padre, una hija, el significado de nada y el comienzo de todo. Vive en Cambridge, Massachusetts.

Este artículo fue traducido al español por INTERFERENCIA, con permiso de su autora. El texto original y en inglés lo puedes revisar en el siguiente link.

Referencias

1. Todas las cartas recuperadas de “McCulloch Papers, BM139, Series I: Correspondence 1931–1968”, Archivo: “Pitts, Walter.”.

2. Todas las citas de Jerome Lettvin tomadas de: Anderson, J.A. & Rosenfield, E. Talking Nets: An Oral History of Neural Networks MIT Press (2000).

3. Conway F. & Siegelman J. Dark Hero of the Information Age: In Search of Norbert Wiener, the Father of Cybernetics Basic Books, New York, NY (2006).

El acceso a las cartas históricas fue proporcionado por la American Philosophical Society.

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Este es uno de los artículos más bellos que he leído, mis enormes agradecimientos a doña Amanda Gefter. Lo interesante radica en la emocionalidad que subyace a lo que entendemos como lógica, Pitt en el fondo buscaba Paz, dar sentido ordenado a la emocionalidad humana que lo agobiaba desde su niñez.

Asombroso, una grata lectura. Algo interesante es la manera en que la lógica tenía preminencia en sus planteamientos, ignorando por completo la cuestión de las emociones, que ciertamente entran desde Leibniz hasta la explicación mecanicista de Descartes.

No sabemos escribir. Invaluable. Lo de comprar por creerse, o tragárselo, el idiotismo de moda venido de más allá de las series de Netflix. Muy lindo el cuento del niño prodigio que termina mal. Pero muy largo.

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