Hace justo un siglo, el 23 de marzo de 1919, en un vetusto local de la Piazza San Sepolero (la Plaza del Santo Sepulcro), en los arrabales de Milán, un grupo de unos 120 ex combatientes italianos de la Primera Guerra Mundial se reunió para reclamar por las malas condiciones en que vivían luego del término de la guerra en 1918.
Habían sido convocados por Benito Mussolini, editor del periódico local "Il Popolo d'Italia", un ex agitador marxista con un largo prontuario por incitar a los trabajadores a la violencia y ex director de “Avanti”, el diario socialista de Milán.
Cinco años antes, Mussolini había sido expulsado del Partido Socialista acusado de traicionar sus principios "a cambio del oro francés", cargo que le fue imputado por publicar un editorial propiciando que Italia, en contra de la neutralidad patrocinada por el socialismo, interviniera en la guerra al lado de la Triple Entente, creada en 1907 e integrada por Francia, Gran Bretaña y Rusia, a las que se añadió más tarde Serbia. Tras la salida del partido y de “Avanti”, Mussolini adquirió el diario “Il Popolo d'Italia" y desde allí siguió pidiendo que Italia interviniera en la guerra.
El año 1915 Italia intervino en una guerra para la que no estaba ni militar ni emocionalmente preparada.
Junto a líderes nacionalistas como el poeta Gabriele d´Annunzio, Mussolini emprendió una ola manifestaciones, discursos y mítines para obligar al ejecutivo a involucrarse en la guerra al lado de la Entente. Finalmente, presionado por la ruidosa campaña, el gobierno italiano firmó un pacto secreto en Londres donde se comprometió a declarar la guerra a Alemania y sus aliados a cambio de una serie de compensaciones territoriales al norte de Italia, en Albania y en algunas regiones de Asia Menor y África. El año 1915 Italia intervino en una guerra para la que no estaba ni militar ni emocionalmente preparada.
El 23 de marzo de 1919, tras abrirse la sesión de los ex combatientes reunidos en la Plaza del Santo Sepulcro, Mussolini, con 36 años de edad, pronunció un breve discurso de bienvenida a su escaso auditorio. Entre los congregados había sindicalistas, trabajadores revolucionarios que no adherían a los movimientos gremiales regulares y oficiales desmovilizados que todavía lucían uniforme, pues no podían permitirse el lujo de adquirir trajes de paisano por falta de dinero. Casi todos ellos habían pertenecido a los "Arditi", las tropas de asalto italianas de la Primera Guerra Mundial, de las que Mussolini escribiría: “Se lanzaban al combate con las granadas en la mano, con puñales entre los dientes, con un supremo desprecio por la muerte, entonando magníficos himnos marciales”.
Primer manifiesto fascista
Quienes eran capaces de asaltar las trincheras enemigas con puñales entre los dientes no podían permanecer callados y discutieron hasta altas horas de la noche del día siguiente. En aquella maratón oratoria, otras personas que pasaban por la calle ingresaron al local por curiosidad y terminaron por sumarse a la asamblea. La sesión pudo durar varios días pero la Asociación de Comerciantes y Tenderos de Milán, propietaria de la sala, requirió el local. Al final, el editor de "Il Popolo d'Italia" redactó una proclama en la que se expresaba que los presentes deseaban "reunir a todos aquellos que habían intervenido en la guerra y que, habiendo sido ésta triunfalmente ganada, se sentían llamados a impedir el sabotaje de la paz".
En sus orígenes, el fascismo no constituyó propiamente un partido sino una milicia que creció y se desarrolló con rapidez, apelando principalmente al patriotismo y reclutando a sus miembros sobre todo entre los ex combatientes.
La declaración proseguía con estas enfáticas palabras: "Resumiendo, nosotros no presentamos problemas; presentamos soluciones para los problemas fundamentales de nuestra nación. Constituimos el órgano de agitación para atajar estos problemas". Y al fin, una amenaza: "Si fuera necesario, constituiríamos este órgano de agitación en un instrumento de acción para la resolución de determinados problemas de una forma y con un estilo dictado por nuestra voluntad y por los acontecimientos."
Entre los asistentes a aquella reunión estaban Mario Carli, Filippo Tommaso Marinetti, Giuseppe Bottai, Italo Balbo, Cesare Maria De Vecchi, Emilio De Bono, Michele Bianchi y Roberto Farinacci, futuro secretario del Partido Nacional Fascista. Todos ellos acompañarían a Mussolini en el desarrollo del fascismo italiano.
El "Fascio di Combattimento"
Todos los que concurrieron a la asamblea de la Piazza San Sepolcro se adjudicaron el nombre de "Fascio di Combattimento" (Cuadrilla de Combatientes). "Fascio" era la palabra italiana que significaba grupo o haz; para Mussolini, simbolizaba las "fasces" de la antigua Roma (1). A estos primeros fascistas se unieron los corresponsales locales de "Il Popolo d'Italia", quienes colaboraron en la organización del movimiento en todo el país. En sus orígenes, el fascismo no constituyó propiamente un partido sino una milicia que creció y se desarrolló con rapidez, apelando principalmente al patriotismo y reclutando a sus miembros sobre todo entre los ex combatientes. "Nosotros los sobrevivientes que hemos vuelto --decía Mussolini- exigimos el derecho de gobernar Italia”.
La denominación —fascios— suponía también un gesto a las uniones de obreros y campesinos que desde el siglo XIX se habían organizado en agrupaciones homónimas para revindicar demandas sociales de muy distinto tipo.
El programa inaugural de los fascios de combate aunaba un rabioso nacionalismo con demandas de corte social, tales como el salario mínimo, la jornada laboral de ocho horas, el voto femenino, la participación de los trabajadores en la gestión de la industria, el retiro a los 55 años, la nacionalización de las fábricas de armas y municiones, confiscación de los bienes de las congregaciones religiosas y abolición de las rentas episcopales. Un programa ciertamente audaz para la época que fue eclipsado por su alegato en favor de la violencia regeneradora y los histerismos nacionalistas que el fin de la Primera Guerra Mundial y sus resultados provocaron en los seguidores del fascismo. Mussolini quería algo nuevo, un anti partido; y creía haberlo logrado en los fascios. Lo que se ponía en marcha, entonces, era una organización con aspiración de masas, que debía mostrarse fuerte y directa, que hablaría con los puños y el garrote.
Los fascios no arrugarían a la hora de plantar cara al oponente, haciendo uso decidido de una violencia política que exteriorizaban en la estética, la escenografía, los lemas y los discursos, y de la que decían sentirse profundamente orgullosos. Querían romper con todo lo establecido; con el parlamentarismo burgués y con el marxismo disgregador; con el pacifismo, con los buenos deseos y con la hipocresía de la buena educación. Glorificaban la guerra como redentora: que el mundo ardiera por los cuatro costados para que después, sobre sus cenizas, surgiera una nueva era en la que la grandeza nacional, la justicia social y la falta de escrúpulos se convirtieran en el único norte. Semejante exposición de intenciones recibió un importante número de adhesiones de los más populares intelectuales de Italia, como el escritor Giovanni Papini, el Premio Nobel Luigi Pirandello, el polifacético intelectual Curzio Malaparte, el escritor Giuseppe Prezzolini, el futurista Filippo Marinetti y el poeta y aviador Gabriele d´Annunzio.
Sin principios ideológicos, Mussolini proyectaba su golpe de Estado por el poder mismo, sin preocuparse aún por ninguna forma de gobierno o política determinada. Aquello vendría una vez que tuviera el mando en un puño.
(1) Los fasces, palabra proveniente del latín fascis, “haz”, “manojo”, o haz de lictores, eran la unión de 30 varas -generalmente de abedul u olmo, una por cada curia de la Antigua Roma-, atadas de manera ritual con una cinta de cuero rojo formando un cilindro que sujeta un hacha común o un labrys. Originalmente era el emblema de poder militar de los reyes etruscos, adoptado igualmente por los monarcas romanos. Tradicionalmente, significa poder, por el haz de varas, “la unión hace la fuerza”, puesto que es más fácil quebrar una vara sola que quebrar un haz; y por el hacha, la justicia implacable sobre la vida y la muerte.
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