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Jueves, 18 de Abril de 2024
A 50 años de su nominación

Historia política: Los difíciles días de Allende tras su victoria en 1970

Jorge Arrate

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Allende sereno a la hora del triunfo
Allende sereno a la hora del triunfo

En este pasaje de Con viento a favor. Del Frente Popular a la Unidad Popular de LOM Ediciones, Jorge Arrate, ex ministro y ex candidato presidencial, recuerda los momentos posteriores a la victoria electoral de Salvador Allende en 1970 y las conversaciones que sostuvo con Eduardo Frei Montalva y otros democratacristianos.

Admision UDEC

Llegamos al punto de encuentro en calle Condell, pero las ocho habían pasado hacía rato y ninguno de los convocados estaba allí. Partimos al centro donde circulaban miles de allendistas y decenas de rumores. Las cifras parecen confirmadas: la Unidad Popular ha vencido por algo más de un uno por ciento. La alegría y el nerviosismo invaden a una multitud que comienza a copar la Alameda en el tramo entre la Plaza Baquedano y La Moneda. Hay cantos y bailes, pero también inquietud. 

“Dicen que La Moneda está rodeada de tanques”. “¿Quién dijo?”, “Alguien que viene de allá”. Partimos en esa dirección y comprobamos que tanquetas de Carabineros rodean la casa de gobierno. ¿Es una medida preventiva o es la primera manifestación de un golpe de Estado? ¿Reconocerá el triunfo el gobierno de Frei? ¿Y la derecha? 

Seguimos en dirección a San Martín. Las puertas del Partido Socialista permanecen cerradas. Nadie entra o sale. Todas las ventanas del segundo piso se ven iluminadas. 

La gente continúa llegando a la Alameda y a cada paso nos encontramos con conocidos y amigos. Nos abrazamos. “Tomic acaba de reconocer la victoria de Allende”, avisa alguien que lleva una radio portátil. Ha cumplido un acuerdo previo: cualquiera de los dos que obtuviera el triunfo tendría el inmediato reconocimiento del otro. “Los democratacristianos están en la puerta de su edificio de Alameda y aplauden a los allendistas que pasan”, cuenta una mujer. Un buen gesto, quizá un buen augurio. Aunque, ¿se podía confiar en los democratacristianos? En Tomic sí, pero una cosa era Tomic y otra Freí. 

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Allende y Radomiro Tomic
Allende y Radomiro Tomic

Al comenzar los años 2000, Ricardo Hormazábal, un democratacristiano a carta cabal y de postura de avanzada, que sigue hasta ahora luchando por sus ideas, me cursó una generosa invitación. Había escrito un texto sobre las relaciones entre su partido y la Unidad Popular y pedía a tres personas, entre ellos yo, que lo comentaran por escrito. Los comentarios serían impresos junto con el texto principal. Acepté gustoso y escribí algunas reflexiones que Hormazábal estimó que debía replicar. Me pareció justo que lo hiciera. Al fin y al cabo era el autor del libro. Su escrito me había resultado demasiado unilateral. Cargaba a la izquierda con la responsabilidad de la derrota de la UP y, sin decirlo, eximía a la Democracia Cristiana. Varios ángulos del trabajo me parecieron objetables. 

Al circunscribir su testimonio al período 1970-1973, el texto descontextualizaba la relación entre izquierda y DC que en los doce años anteriores se habían constituido en rivales con proyectos alternativos, más allá de ciertas similitudes de los programas de Tomic y Allende. En su escrito Hormazábal reconocía la relación entre el Partido Demócrata de Estados Unidos y la Democracia Cristiana, pero no advertía que esa circunstancia, en el cuadro latinoamericano y chileno de entonces, generaba un mayor rechazo en la izquierda. 

De esta manera, 1970 sorprendió a las dos fuerzas en posiciones muy enfrentadas. Sin duda, este hecho le otorgó más valor a la decisión de la DC de apoyar a Allende en el Congreso Pleno, aunque fuera sobre la base de un condicionamiento a un cambio constitucional. Pero el “alternativismo” que caracterizó la relación entre la DC y la izquierda, que no puede atribuirse sólo a una de las partes, tuvo una influencia importante en el destino de la Unidad Popular. 

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Las esperanzas en la victoria popular
Las esperanzas en la victoria popular

Estimé que otra dificultad era la omisión del rol de la derecha y de Estados Unidos. En el texto, el nudo de la atención es la relación DC- izquierda, pero ésta no puede ser examinada a fondo si no se explora en paralelo la relación entre la DC y esos otros actores protagónicos del período de la Unidad Popular: la derecha económica y política y el Departamento de Estado y las instituciones estadounidenses de inteligencia. Quizá allí pudiera encontrarse una de las explicaciones sobre la desconfianza de la izquierda y responder la pregunta que se formulaba Hormazábal: ¿por qué la izquierda no había apoyado a Tomic? En realidad, la izquierda recogía más votos que la Democracia 
Cristiana y tenía una presencia más sólida en las organizaciones sociales. No obstante, nunca la Democracia Cristiana se planteó la problemática inversa: ¿por qué los democristianos no apoyaron a Allende si había coincidencias programáticas tan importantes? Es claro que la Democracia Cristiana tenía la ventaja de su centralidad en el espectro político, la cual le había posibilitado recibir el apoyo de la derecha en 1964 y en 1969 le permitía proponer un entendimiento con la izquierda. Pero reconocer ese factor como decisivo implicaba para la izquierda la renuncia a la legítima aspiración de encabezar un proceso de transformaciones radicales en Chile. 

La batalla económica

Otro aspecto que señalé fue la omisión sobre la responsabilidad de Frei Montalva en las relaciones entre la DC y la UP. Se trata de un punto no despejado hasta ahora, pero que es ineludible. No era un prejuicio que esa noche del 4 de septiembre de 1970 en la Alameda cundieran las dudas sobre cuál sería la actitud del Presidente en ejercicio. 

A las 10 de la noche los resultados eran oficiales: Allende un 36 por ciento, Alessandri un 35. Según alguien que recién llegaba, los barrios adinerados de Santiago se hundían en la oscuridad. “El barrio alto parece cementerio”. De pronto corrió la noticia: “Allende va a hablar desde el local de la FECh”. Todos tratamos de acercamos al lugar tanto como fuese posible. La multitud se apretaba y seguía creciendo. 

Allende apareció en el estrecho balcón del segundo piso de la vieja casona estudiantil y a través de un improvisado altoparlante declaró la victoria, llamó a la tranquilidad y anunció una vez más los desafíos que se presentaban inevitables y que era preciso acometer desde el día siguiente. Tengo sólo ese recuerdo, más bien difuso, de sus palabras.

No advertí entonces, como lo hago ahora, una frase que era una definición de sí mismo: “Les pido que comprendan que soy tan sólo un hombre con todas las flaquezas y debilidades que los hombres tienen. Y si supe soportar, porque cumplía con una tarea, las derrotas del ayer, hoy, sin espíritu de venganza acepto este triunfo, que es el de las fuerzas políticas y sociales que lucharon por él en la Unidad Popular”. Jamás en mi intenso recorrido político volví a vivir la emoción de esa noche. 

Rumores, declaraciones, inquietudes, más rumores. Pocos días después de su victoria, Allende manifestó a Frei su preocupación, ya que la economía sufría estremecimientos sospechosos. Se iniciaba una etapa que duraría hasta el fin del gobierno de la UP, en la que la economía sería un espacio conmocionado, como una red eléctrica que sufre un cortocircuito tras otro. La derecha la convirtió en uno de los principales, si no el principal, territorio de la batalla. El gobierno, por su parte, no intentó o no pudo hacer jugar el mercado a su favor, salvo excepciones. De más está decir que no era fácil, más aún cuando la mayoría de los economistas de la Unidad Popular estaban formados en la escuela estructuralista cepalina (de la Cepal) o en experiencias de economías planificadas, como la cubana. Si los mercados son por naturaleza alertas y sensibles, se convierten en remolinos y cascadas incontrolables si se les agrega con habilidad elementos suplementarios de perturbación. Nixon lo sabía bien cuando instruyó a Kissinger: “Hagan gemir la Economía”. En aquellos días los dólares empezaron a huir hacia aleros menos inseguros, los especuladores avizoraron nuevas oportunidades y los inversionistas prefirieron abstenerse. Así, los saboteadores iniciaron sus primeras acciones. 
Frei aceptó establecer un mecanismo de coordinación. Allende quería tener la certeza que se estaban adoptando todas las medidas posibles para impedir encadenamientos financieros que condujeran al frenesí especulativo. Designó como sus coordinadores a José Tohá a cargo de los asuntos políticos y a Pedro Vuskovic de los económicos y pidió audiencia con Frei con el fin de presentarles a sus encargados.

Pasados pocos meses de aquel encuentro, en abril del año siguiente, Allende nos relató a Arsenio Poupin y a mí algunos detalles de la cita. 
Arsenio y yo habíamos sido convocados por la “Tati”, por encargo de su padre, a fin de incorporamos al equipo de La Moneda como asesor jurídico y asesor económico respectivamente. En abril de 1971, Frei, que presidía el Senado y acababa de regresar de un viaje a Europa, anunció un discurso radial en respuesta a las críticas que la UP formulaba a lo que había sido el manejo económico de su gobierno.

Ese anochecer, el intenso ajetreo diario que tenía lugar en La Moneda había terminado. Los corredores y salones del segundo piso estaban aún iluminados pero vacíos. Sólo permanecíamos allí la guardia presidencial, parte de las secretarias, algunos funcionarios de la cocina y nosotros. 

Miria Contreras, “Payita”, secretaria privada y compañera sentimental del Presidente, nos trasmitió a Arsenio y a mí la invitación de Allende a escuchar juntos el discurso de Frei. 

La oficina presidencial no tenía ya misterios para nosotros pues ingresábamos a ella con frecuencia. Ocupaba el ala derecha de La Moneda, la más cercana a la esquina de las calles Moneda y Morandé, y era más larga que ancha. No recuerdo con exactitud si había dos o tres puertas-ventanas que daban a la plaza. Más o menos al centro, de espaldas a la calle, estaba el escritorio presidencial, a su izquierda un conjunto de sillones y un sofá, en torno a una mesa de centro, y más allá otros muebles, entre ellos una vitrina que exhibía la piocha que  O'Higgins había utilizado cuando fue Director Supremo y el Acta de la Independencia de Chile. 

En aquellas pocas semanas de trabajo, Allende había tenido con nosotros gestos de aprecio y cercanía. Lo veíamos a diario, al menos uno de nosotros lo acompañaba en sus salidas a terreno o en reuniones oficiales y él nos confiaba tareas que nos exigían interiorizarnos del funcionamiento de diversas instancias del aparato estatal. Sentíamos por él un respeto reverencial, entendíamos que nuestra lealtad debía ser absoluta y en ese tiempo habíamos ganado confianza en la relación con él. No había ya solemnidad ni rigidez, nos relacionábamos con soltura y muchas veces con humor. En nuestras largas conversaciones con Arsenio comentábamos que, de acuerdo a lo que habíamos podido observar, Allende respetaba sólo a aquellos que tenían opinión propia, aunque fuera diferente a la de él, y que era notoria su molestia con los que se inhibían ante su presencia y fortaleza de carácter. Por eso, éramos dos jovenzuelos que no ocultábamos nuestras opiniones y que tratábamos de no parecer cohibidos ante el Presidente. De tanto practicarlo llegamos a creerlo y adoptamos frente a él un tono sereno y desaprensivo. Tengo la convicción que nuestra actitud lo alegraba y lo entretenía. Más de una vez creí advertir ironía o risa en su mirada.

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La campaña de Allende en Aysén
La campaña de Allende en Aysén
 

Esa noche nos sentamos los tres en unos sillones oscuros, amplios y acogedores que constituían el living del despacho presidencial. “Payita” trajo un platillo con queso fresco y otro con unas aceitunas y nos sirvió whisky a los tres. Allende era médico, tenía una afección al corazón, sus cardiólogos alentaban que tomara con moderación un alcohol vaso dilatador. Nunca lo vi beber más de la cuenta y, aunque lo conocí sólo en la última etapa de su vida, alcancé a participar de algunos de sus cumpleaños y comidas políticas y de amigos. Jamás lo vi perder la compostura. 

El Presidente escuchó en silencio el discurso de Frei. Una vez terminado comentó que su relación con él había sido amistosa, pero que Frei no había enfrentado con la entereza necesaria el resultado de la elección presidencial. Entendía, dijo, que nadie podía alegrarse cuando su gobierno era derrotado en las elecciones, pero no había que perder el aplomo. Según contó, aquel día en que fue a presentarle los coordinadores de la Unidad Popular lo notó tenso. “Nos recibió en esta oficina. Al entrar me dio la mano y me dijo: "¿Cómo está, Senador?"” 

¿Cómo me veo Eduardo?

En realidad, en ese momento era sólo el candidato triunfante y aún no había sido proclamado por el Congreso, de modo que no le correspondía la denominación “Presidente electo”, pero era evidente que “Senador” quería decir algo, marcar una distancia, enviar un mensaje: todavía no eres Presidente, el Presidente soy yo, está por verse si serás tú. Agregó Allende que luego de la presentación de los coordinadores, él le había dicho: “Presidente Frei, quisiera un minuto a solas con usted”. Frei accedió, se despidió de los acompañantes que abandonaron el despacho y pasaron a un salón vecino que alguien, no sé ni quién ni cuándo, había bautizado con el nombre que le dábamos en esa época: “salón del Boulle”, porque había allí un mueble antiguo con incrustaciones características del estilo del renombrado ebanista francés del siglo XVIII Henri Boulle.

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A Frei le costó asumir el triunfo de Allende
A Frei le costó asumir el triunfo de Allende

En cuanto salieron los acompañantes, Frei le ofreció asiento –“en este mismo sillón en que estoy sentado ahora”, dijo Allende- y comenzó a pasearse de un lado al otro de la sala con su espalda algo encorvada, las manos trenzadas por atrás y en absoluto silencio. “Miraba al suelo. Pero al tercer o cuarto ir y venir, cuando él alcanzaba la punta más alejada del salón, esa de allá”, contó Allende e hizo un gesto indicativo, “yo me paré y apurado me senté en la silla del escritorio”. Entonces Frei se volvió, contó Allende, y lo miró sorprendido, más aún frente a su inesperada pregunta: “¿Cómo me veo, Eduardo?”. Arsenio y yo reímos y él continuó: “Frei relajó el rostro y se acercó a mí. Puso una mano en mi hombro y me dijo: "Hay dos cosas que siempre he envidiado de ti, Salvador: tu buena salud y tu sentido del humor"”.

Entonces, según nos relató Allende, comenzó un monólogo en que Frei trasmitió sus grises meditaciones sobre el escenario político, admitiendo sus dificultades para asumir la victoria de la izquierda y superar la obsesión que lo embargaba: que Allende no podría controlar las fuerzas que lo apoyaban. “Pero no te preocupes. Haré lo que corresponde. Sólo porque eres tú, Salvador”. 

Preparativos para gobernar

Los días de octubre previos a la reunión del Congreso Pleno fueron tempestuosos. Sectores de derecha y la CIA conspiraban para impedir la proclamación de Allende. Aunque la izquierda tenía la convicción que había un complot en marcha, carecía de los antecedentes precisos y de los medios para investigarlos. De esta manera, los grupos golpistas de derecha actuaban con impunidad. El Partido Demócrata Cristiano, por su parte, debía cursar sus diferencias internas y la forma de hacerlo fue demandar a la izquierda el llamado “Estatuto de garantías democráticas”, pacto que contenía un conjunto de reformas constitucionales destinadas a precaver cualquier intento por parte del eventual gobierno de Allende de sobrepasar los límites de la legalidad y a acotar las potestades presidenciales.

El sector más avanzado de la DC trabajó esta fórmula que puso freno a la derecha de su partido y que se convirtió e122 de octubre en reforma constitucional, con más de los dos tercios de los votos de los congresales, todos democristianos o de izquierda. Las “garantías constitucionales” fueron un paso indispensable para lograr la mayoría en el Congreso Pleno, pero hicieron más evidente aún la desconfianza que la derecha había sembrado respecto a la voluntad democrática de Allende y hasta cierto punto legitimaron las sospechas al dictar nuevas normas constitucionales preventivas. Este hecho negativo no pasó inadvertido al interior del Partido Socialista. Pero el debate no prendió con fuerza, por el vértigo de los acontecimientos de esos días y por el temor a enturbiar una operación que el propio Allende comandaba. 

Los socialistas teníamos por entonces varias preocupaciones inmediatas que competían por nuestra atención. La problemática partidaria de esos días se escenificaba en tres niveles: el nacional, donde el pacto constitucional exigido por la Democracia Cristiana era el eje del debate, en cuanto haría posible la elección de Allende; el gubernamental, discutido en agitadas reuniones de la Comisión Política que elaboraba propuestas para configurar los equipos de gobierno, y el interno, que implicaba todas las acciones de preparación del Congreso partidario convocado para enero de 1971. 

A pedido de Carlos Altamirano trabajé con Daría Pavez y Manuel Valenzuela a fin de sugerir nombres socialistas para responsabilidades en el gobierno central. No teníamos en nuestro poder un organigrama del Estado chileno y descubrimos que aquello que mejor lo reemplazaba era... ¡la guía de teléfonos de Santiago! Allí, en perfecto orden alfabético, aparecían los servicios públicos. En esas semanas comenzó mi colaboración directa con Altamirano que duraría hasta su retiro de la política contingente en 1981 y que se convertiría en una relación intelectual y amistosa hasta su muerte. En esos mismos días los economistas de la UP realizamos un encuentro en El Quisco, donde Pedro Vuskovic planteó las tareas centrales del período que se iniciaba. Allí conocí a María Isabel Camus, esposa de Carlos Lazo y funcionaria de la Corporación del Cobre, quien cumpliría un rol primordial en el proceso de nacionalización. 

Habíamos incorporado a la existencia diaria las noticias sobre la detonación de explosivos en distintos puntos de Santiago. El aeropuerto de Pudahuel, el edificio de la Escuela de Derecho y otros lugares emblemáticos eran escenario de sospechosas bombas colocadas por una organización desconocida que dejaba en el sitio panfletos revolucionarios de encendido lenguaje izquierdista. Pero el 22 de octubre una noticia nos estremeció: en pleno barrio alto de Santiago un comando armado había baleado al General en Jefe del Ejército René Schneider. 

A pesar de los intentos de la derecha por atribuir los actos de terrorismo a sectores de izquierda, era evidente que había una conspiración para alterar el curso de los acontecimientos. Poco a poco los hechos fueron clarificándose y la investigación de la Fiscalía Militar, que finalizaría en 1972, y las realizadas en Estados Unidos lo confirmaron: la escalada de bombazos era parte de un plan para secuestrar al Comandante en Jefe del Ejército y a otros generales, provocar el caos e inducir una intervención de las Fuerzas Armadas que impidiera la asunción de Allende. El intento de secuestro resultó en el asesinato de Schneider, dos días antes de la reunión del Congreso Pleno. Había sido organizado por el general en retiro Roberto Viaux, que ya se había alzado en 1969, durante el gobierno de Frei, agitando demandas militares corporativas. 

El General Schneider murió al día siguiente del atentado, víctima de las heridas irrecuperables que le causaron balas preparadas para difundir sus esquirlas por el cuerpo. Allende fue electo por el Congreso el 24 de octubre con los votos de la izquierda y la Democracia Cristiana y asumió como Presidente de Chile, siendo el primer socialista electo en comicios democráticos en América Latina y el primer marxista que llegaba a conducir un Estado elegido por el voto popular, e13 de noviembre de 1970. 



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