El núcleo era la base organizada del Partido Socialista. El concepto estaba más o menos claro en la teoría que manejaba la izquierda y tenía sus raíces en las experiencias revolucionarias de organizaciones políticas europeas de la primera mitad del siglo xx. Lo usual era contraponerlo a la idea de asamblea, que en Chile era patrimonio de los radicales, que debatían y adoptaban acuerdos en concurridos encuentros de debate. La asamblea, se decía entonces, era el escenario de los torneos oratorios, el reino del verbo y no de la acción. Había que estructurar grupos chicos que se vincularan entre sí en agrupaciones de núcleos, constitutivos de las llamadas seccionales, que a su vez eran parte de los comités regionales.
El propósito era desparramarse por el territorio y en el conjunto de la sociedad y sus intersticios para dar la batalla ideológica Y social, no ser un blanco fácil para el enemigo, tener flexibilidad y movilidad para desarrollar tareas precisas, a lo mejor conspirativas, y estar preparados para enfrentar la represión, momento inevitable para los revolucionarios. A esas unidades básicas los comunistas las llamaban células y los socialistas núcleos.
A mi retorno a Chile en 1969, tras haber estudiado dos años en la Universidad de Harvard, en Estados Unidos, me integré a un núcleo de la que había sido mi seccional de ingreso al Partido Socialista, la de la primera comuna de Santiago. El núcleo llevaba un nombre imponente: Federico Engels y era conocido como “el Engels”. No recuerdo quién me invitó a incorporarme, pero ha de haber sido Manuel Valenzuela. Las reuniones se hacían en las casas de los miembros del núcleo en forma rotativa. Pero “el Engels” estaba lejos del concepto que inspiraba la organización nuclear, ya que sus miembros éramos más de una docena y si bien la mayoría cumplía con el requisito de vivir o trabajar en el centro de Santiago, todos éramos profesionales. Las normas del Partido Socialista legitimaban las organizaciones funcionales, como por ejemplo la Brigada de Abogados, pero los núcleos eran territoriales, pues operaban en el territorio de residencia o de trabajo. “El Engels” era en realidad un núcleo anómalo, un cenáculo en que se hacía discusión política de alto nivel y que, poco a poco, se convirtió en un grupo de amigos, no sólo de compañeros.
El miembro más prominente era Clodomiro Almeyda. Su esposa Irma Cáceres también formaba parte y la casa de ambos en calle Colón fue muchas veces lugar de reunión. Varios de los economistas, abogados y científicos sociales más destacados del PS estaban allí. Roberto Donoso, un sociólogo con dotes de organizador y un humor sutil, encabezaba el núcleo, una distinción que nadie osaba disputarle. “El padre de Engels”, le llamábamos, porque ejercía un rol de paternal tutoría sobre nuestro funcionamiento.
El núcleo Engels no era querido en los ámbitos más clásicos del Partido Socialista. Su carácter elitista era imposible de disimular, por su composición social y por el nivel educacional de sus componentes. En los meses previos a la elección de 1970 fue un interesante lugar de debate y en los que siguieron se convirtió en un centro informal de influencia y poder. Allí estaban Almeyda, ministro de Relaciones Exteriores; los presidentes de varias instituciones estatales, como Alfonso Inostroza, Carlos Matus y Manuel Valenzuela, y otros ejecutivos públicos como Darío Pavez, Juan Vadell, Armando Arancibia y yo mismo.
En 1971 el Partido Socialista realizó un nuevo fichaje de sus militantes, en un esfuerzo por mejorar la estructura orgánica. A propósito de esta operación recibí en mi oficina la visita de un ex compañero de la Escuela de Derecho que se desempeñaba como encargado de organización de la seccional de la primera comuna de Santiago. Hacía un tiempo que no lo veía y me llamó la atención su atuendo. El “Pelao”, como le decíamos, vestía un traje verde olivo y una boina negra y se dirigió a mí con mucha solemnidad: “Compañero, quiero comunicarle que el ente en el cual usted milita, conocido como núcleo Engels, ha sido disuelto. Usted ha sido destinado a un núcleo poblacional. Le llegarán las instrucciones para incorporarse”.
La intención era buena, pero las instrucciones nunca llegaron. Los miembros del núcleo nos dispusimos a obedecer pero continuamos reuniéndonos como grupo de amigos que éramos. Mi militancia efectiva fue, en ese tiempo, en uno de los núcleos de Codelco, mi lugar de trabajo.
La resistencia a Allende
La campaña presidencial era a tres bandas, con dos vueltas, la segunda a nivel parlamentario entre las dos primeras mayorías relativas. Es decir, si nadie obtenía la mayoría absoluta, una votación del Congreso en pleno dirimiría entre las dos primeras mayorías relativas. Era un cuadro favorable para la izquierda, en la medida que la clave era una norma no escrita: aquel que obtuviese la más alta preferencia en el voto popular sería electo por el Congreso como Presidente.
La nominación del candidato de izquierda fue trabajosa, si bien no llegó a tener ni el dramatismo ni la escenificación de la disputa entre Aguirre Cerda y Grove en la Convención del Frente Popular en 1938. Negociaban a puerta cerrada los representantes de los partidos, que disfrutaban una indiscutida representatividad. Pero el excesivo traqueteo de los emisarios, los rumores y la demora produjeron desazón en nuestras filas. Las semanas transcurrían y la nueva coalición, que ahora incluía a los radicales, no lograba acuerdo.
Dentro del Partido Socialista se abrió una disputa entre las candidaturas de Allende y de Aniceto Rodríguez, identificado con los sectores más “socialdemócratas” del socialismo, una calificación por aquel entonces peyorativa. Una consulta a los comités regionales arrojó como resultado una sustancial mayoría para el primero, pero era el Comité Central el que debía definir y el resultado de la votación en esa instancia era incierto. Dos líderes partidarios, Clodomiro Almeyda y Carlos Altamirano, que miraban con escepticismo el nuevo intento allendista de continuar la lucha por la vía electoral, eran críticos de ambas opciones. Altamirano, amigo cercano de Allende, proyectaba una identidad más próxima a las tendencias revolucionarias inspiradas por la Revolución Cubana y convergía en sus posturas con un Almeyda de acendradas concepciones marxistas, aunque dentro de esa matriz -corresponde anotarlo- Clodomiro no se privó nunca del privilegio de la herejía.
Altamirano no era parte del núcleo Engels, más bien era su crítico, aunque lo unían lazos de amistad con la mayoría de sus miembros que reconocíamos a Almeyda y a él como los referentes más importantes del socialismo. Ampuero estaba fuera del partido y Allende... Allende era para nosotros una figura respetada y admirada más allá de las diferencias partidarias.
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Almeyda y Altamirano, al negar su apoyo a ambas candidaturas, impedían que Allende o Rodríguez alcanzaran una mayoría. Como consecuencia, Rodríguez retiró la suya y Allende fue proclamado con menos votos que el número de miembros del Comité Central que optaron por la abstención. Su candidatura llegó a la mesa de la Unidad Popular debilitada por la indiferencia de sus propios compañeros. Además, se había difundido en los círculos políticos la idea que Allende era una figura gastada, que ya había hecho tres intentos sin éxito, que la izquierda debía renovar su postulante o, para los más radicalizados, dejar de lado la vía electoral. Pero, si bien en 1967 el Partido Socialista había exaltado la vía armada en el congreso realizado en Chillán y diversos sectores internos buscaban que el partido asumiera de una vez por todas una definición marxista-leninista, la realidad era bien diversa.
En el socialismo chileno, tanto el discurso sobre la violencia como el leninismo no encarnaron en la práctica, salvo en sectores específicos, que actuaron con lealtad y disciplina ante la candidatura y gobierno de Allende a pesar que éste era a menudo tildado de “reformista”.
Algunos sostenían que era preciso postular a alguien más joven porque Allende tenía entonces ¡sesenta y un años! Es verdad que la expectativa de vida al nacer estaba en ese rango y que Allende sufría problemas cardíacos, pero hoy parece exagerado querer jubilar a un político de sesenta y un años. Por otra parte, había nuevas figuras. Una era el propio Altamirano que se negó a ser considerado como alternativa a su amigo. De algún modo era más un delfín que un competidor. Y un delfín desconfiado de las elecciones... Otros eran Iacques Chonchol, un ex democratacristiano miembro fundador del Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU) y de la Izquierda Cristiana y pieza clave en la ejecución de la reforma agraria en el gobierno de Frei, y, del mismo partido, Rafael Agustín Gumucio, también ex destacado dirigente de la Democracia Cristiana. La candidatura de Aniceto Rodríguez continuó latente y otras -Baltra, Tarud y Neruda- se mantuvieron hasta la ronda final.
La demora me disgustaba. Mientras, la Democracia Cristiana había proclamado a Radomiro Tomic que lanzaba persistentes llamados a la izquierda. “Sin unidad social y política del pueblo no habrá candidatura de Tomic”, había dicho. Su programa se avizoraba más profundo que el de Frei Montalva y Tomic no lo ocultaba. Pero el Partido Comunista, a través de Luis Corvalán, despejó todas las dudas: “Con Tomic, ni a misa”.
El propio Corvalán tomó los hilos de la Unidad Popular en la fase final. Era un comunista heredero de la tradición impersonal de sus dirigentes. De baja estatura, rostro aguileño y con un habla correcta que no perdía por eso el acento popular, no tenía una oratoria llamativa pero utilizaba con acierto expresiones del lenguaje coloquial. Poseía la capacidad de tejer entendimientos. Neruda era su alfil presidencial y, además, el PC había coqueteado con la candidatura radical de Alberto Baltra, un precio quizá necesario para atraer al radicalismo y consolidarlo como parte de la nueva y más amplia alianza de izquierda, Pero sus socios principales, nosotros los socialistas, habíamos rechazado por años el entendimiento con los radicales y nos había costado aceptar la idea de compartir coalición, La ausencia de Ampuero de las filas del partido, un adalid de la política del “Frente de Trabajadores” que había caracterizado al PS y enfatizado su postura anti radical, contribuyó a que este paso tuviera un menor dramatismo. En cualquier caso, a ningún socialista se le pasaba por la cabeza secundar a un candidato radical. Una cosa era que el radicalismo fuera parte del pacto y apoyara a un socialista, otra que un radical lo encabezara. Esta convicción no sólo se escuchaba en los debates de “el Engels” sino que resonaba en el conjunto del partido.
Corvalán debía situar a los radicales en la realidad y además tener buen cuidado de no provocar una ruptura que significara perder el apoyo del radicalismo. Hizo un trabajo fino. Era uno de los artesanos de la unidad socialista-comunista y ahora debía llevar a buen puerto la alianza con los radicales. Los socialistas, a través de Luis Jerez, un resuelto dirigente rancagüino miembro de la Comisión Política del PS, con quien años más tarde, en el exilio, tejimos una sólida amistad, le hicieron saber, con la firmeza inequívoca que caracterizaba a Jerez, que no apoyarían a un radical. Corvalán desarrolló las últimas conversaciones sobre esa base clara y consiguió su objetivo.
Un día de enero de 1970, en un iluminado atardecer veraniego, una multitud de adherentes de la UP copamos la Avenida Bulnes. Corvalán se paró en el estrado frente al micrófono e hizo resonar su anuncio a través de los parlantes: “¡Salió humo blanco: el candidato es Salvador Allende”.
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Sería exagerado decir que había un entusiasmo desbordante. Allende había sido zamarreado desde sus propias filas y faltaban sólo ocho meses para la elección. Era un tiempo corto para el estilo de campaña de la época. Pero los caprichosos socialistas siguieron siendo allendistas, aún con remilgos, y a nivel de masas la figura de Allende continuaba incólume.
La sede central del Partido Socialista estaba en la segunda cuadra de calle San Martín. El día del golpe militar fue saqueada e incendiada, pero dos construcciones aledañas de varios pisos, que había comprado el partido, quedaron vacías. Carabineros de Chile se apoderó de ellas para instalar allí una de sus comisarías. Es extraña la relación que mantenemos con determinados lugares. Nunca quise volver a ese sitio, ni siquiera pasar frente a él, hasta 2008. Me dolía la ausencia de la vieja casona de fachada continua y dos pisos y el torrente de recuerdos con un final doloroso. En su lugar había, tras unos muros, un estacionamiento de autos policiales y un galpón para la tropa.
Una noche del año 2008, a eso de las diez, Salvador Muñoz Kochansky, un joven socialista adherente a mi precandidatura presidencial, me llamó desde la sede del Partido Socialista, ubicada ahora en calle París. Un grupo de jóvenes había resuelto instalarse al interior del local para protestar por el compromiso del gobierno de Michelle Bachelet con la derecha, que echaba por el suelo las demandas del pujante movimiento estudiantil secundario de 2006. “Nos maltrata el equipo de seguridad del partido”, me dijo. Un rato más tarde volvió a llamar y me informó: “Nos va a desalojar Carabineros; dicen que Schilling pidió que lo hiciera. Vemos en la calle un bus lleno de pacos. ¡Ahora parece que se están yendo! Bueno, eso está mejor”. Me acosté y me dispuse a ver una película en la televisión. Cuando el teléfono sonó por tercera vez, Diamela me dijo: “Se los llevaron presos”. Así era. Los carabineros simularon haberse retirado, volvieron a aparecer por sorpresa y procedieron al desalojo. El bus iba camino a la Tercera Comisaría. “¿Cuál es esa?”, pregunté a Salvador. “La de San Martín”.
¡El viejo refugio socialista era ahora un local policial, con celdas que serían destinadas a socialistas que nacían a la lucha política y que habían sido denunciados por otros socialistas! Me levanté, llamé a Luis Sierra, presidente del comunal Santiago Centro, para pedirle que me acompañara, me vestí y partí en taxi a San Martín. El carabinero que resguardaba un portón lateral reconoció mi rostro, aunque no dio con mi nombre, y llamó a uno de sus colegas. “¿Con qué autoridad entraron ustedes al local del Partido Socialista?”, pregunté con molestia. “Por una petición escrita del señor Schilling”, me respondió. Ingresamos a la comisaría junto a Luis, saludamos a los muchachos detenidos y un oficial me informó con cortesía que en breves minutos serían puestos en libertad. “Es un lío entre ustedes, don Jorge. No es un problema nuestro”, me dijo. Regresé a casa con un sentimiento de vergüenza y amargura.
La importancia de los CUP
La intervención estadounidense en la campaña de 1970 fue mayúscula, como consta en las investigaciones del Senado norteamericano y en los documentos oficiales de la CIA desclasificados en los últimos años. Empresas como Anaconda Copper Company e International Telephone and Telegraph (lIT) canalizaron elevadas sumas de dinero para financiar la campaña de las fuerzas conservadoras. Uno de los objetivos de la CIA y sus aliados de derecha era generar temor ante un eventual gobierno de izquierda. La presencia estelar del Partido Comunista, la identificación del Partido Socialista con la Revolución Cubana, las limitaciones a las libertades impuestas en el bloque de países encabezados por la Unión Soviética y también en Cuba, fueron centrales en la campaña. En Chile -decían-, si Allende triunfaba, la familia no podría determinar la educación de sus hijos e incluso era probable que los niños fueran enviados a “Rusia” -como se denominaba a la Unión Soviética- o a La Habana. La libertad de prensa se extinguiría. Las pequeñas empresas serían estatizadas, la Iglesia perseguida y los alimentos racionados.
Varios miembros del núcleo Engels pensamos que debíamos contribuir a desmontar la operación de descrédito de la UP. Había que ir a los grupos de base que apoyaban la candidatura, explicar el programa e incentivar su reproducción y difusión. A través del país se constituían agrupamientos de vecinos o de trabajadores denominados Comités de Unidad Popular (CUP), donde participaban sin distinción militantes de partidos e independientes bajo una conducción común, en su condición de “upelientos”, como la derecha denominaría, con desprecio, a los militantes de izquierda. Los CUP llegaron a constituir una red nacional clave para la movilización de masas que acompañó la campaña. Junto a Armando Arancibia formamos un dúo auto-gestionado que, al terminar la jornada laboral, visitaba algún CUP. Ya lo habíamos hecho en algunas ocasiones en 1964, cuando yo hacía un alto en mis estudios para licenciarme.
Íbamos a casas particulares y locales de juntas de vecinos o de sindicatos, en los que se reunía el CUP del sector, y explicábamos el programa, respondíamos preguntas e intentábamos desarmar la “campaña del terror”.
Asesorías a Allende
Un día Beatriz Allende me encomendó conformar un grupo que asesorara a su padre en sus apariciones televisivas. En algunas debía responder preguntas entregadas con anticipación. Encabezaban el equipo de prensa los periodistas Carlos Jorquera y Augusto Olivares, parte del círculo de confianza del candidato, pero, decía Beatriz, se requería una asesoría para analizar el fondo de las materias. Armando Arancibia, los hermanos Carlos y Waldo Fortín y yo constituimos el equipo. Beatriz nos entregaba las preguntas o los temas y nosotros diseñábamos una pauta con las bases de lo que podría ser una respuesta. Un par de veces durante la campaña me senté frente al televisor a disfrutar cómo Allende se convertía en el difusor de nuestros análisis. Sin embargo, en ambas ocasiones quedé frustrado: parecía que nuestras recomendaciones no lo cautivaban.
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En una oportunidad Beatriz nos convocó a una sesión de trabajo con el candidato. Llegamos a su casa de calle Guardia Vieja provistos de las minutas correspondientes. Era una vivienda de dos pisos, pareada por ambos lados, con un antejardín y un reducido patio interior que se divisaba arbolado y verde. A la derecha de la puerta de entrada Allende tenía su escritorio, una salita que sólo era apta para reuniones pequeñas. Nos instalamos en el salón y cada uno explicó sus minutas.
Una de las mías se centraba en la distinción entre las necesidades humanas y las necesidades solventes, es decir aquellas que estaban respaldadas por el dinero. El punto central era que el mercado sólo daba cuenta de estas últimas. Allende escuchaba y miraba la minuta. Cuando terminé preguntó con delicadeza: “¿No habrá forma de decir esto de manera más comprensible?”. Ese era el asunto. Mi lenguaje era demasiado técnico o académico. Nuestro líder hablaba para multitudes que no conocían los conceptos básicos de la teoría económica. Él era un pedagogo social.
Allende convertía en sentido común las verdades teóricas. Iba de pueblo en pueblo, de radio en radio, y uno, de tanto escucharlo, empezaba a advertir sus muletillas: “En mi gobierno podremos meter los pies pero no las manos”; “Chile es un país cuya agricultura podría satisfacer nuestras necesidades principales, sin embargo importamos grandes cantidades de trigo, carne, grasa, mantequilla y aceite”; “... trigo, carne, grasa, mantequilla y aceite”; “El cobre es el sueldo de Chile, la tierra es el pan”; “Contra la violencia reaccionaria, la violencia revolucionaria”.
¡Vamos a ganar!
El viernes 2 de septiembre, dos días antes de la elección, pasé a despedirme del director del Instituto, Pedro Vuskovic, y de Carmen, su secretaria. Cuando volviéramos a vemos, el lunes siguiente, la incógnita presidencial ya se habría despejado. Yo andaba en el vehículo de mi padre y ofrecí a Carmen llevarla a su hogar, que quedaba en mi camino. Entonces le propuse hacer una prueba: a todo aquel que viésemos en la calle le indicaríamos con los dedos de la mano el número tres, que identificaba a Allende, y veríamos su reacción. Conduje con parsimonia y a cada transeúnte le hicimos el signo. Tuvimos una recepción impresionante. Recuerdo que un muchacho que acarreaba dos bolsas las dejó con apuro sobre la vereda para poder levantar ambas manos y desplegar tres dedos en cada una. “Carmen, ¡vamos a ganar!”, dije a mi acompañante. “Ganar” significaba obtener la primera mayoría relativa. Nunca hubo dudas: eso era ganar, lo que era suficiente para exigir que el Congreso proclamara a quien la obtuviera. Pero no estaba en absoluto convencido que sería así y no me parecía fácil. Todas las encuestas daban como ganador a Alessandri.
El domingo 4 de septiembre de 1970 se iniciaron los mil setenta y cinco días más desafiantes e intensos de mi vida. Valió la pena vivirlos a pesar de su desdichado final. Muchas ideas y momentos de entonces llenaron de sentido el tiempo siguiente y, sigo creyendo, inspirarán el que vendrá, de algún modo.
Apoderados en Curacaví
Vivíamos en una casa en La Reina, en parte de uno de los primeros colectivos de viviendas que empezaron a surgir en esa época en aquel barrio verde y precordillerano. Eran casas pareadas de un piso que se estructuraban en forma de herradura. La vecindad se hacía sentir: radios, música o televisores encendidos a la derecha, a la izquierda y al frente, justo al frente, donde dos mujeres solas, tal vez hermanas, apoyaban la candidatura de Alessandri. Nos saludábamos con reticencia.
Manuel pasó a recogerme en su auto Peugeot 404 azul. Se había especializado en derecho comercial y era uno de los jóvenes y exitosos abogados de una conocida empresa de productos electrónicos y automóviles. De mis amigos más próximos sólo él tenía un vehículo de ese nivel. Me despedí de Ana María y quedamos de encontramos a las ocho de la noche en la puerta del local de Escolatina, en la calle Condell.
A través del núcleo Engels, el comando de campaña nos había designado para ser apoderados en el recinto de votación de Curacaví. Desde tiempos inmemoriales el poblado de ese nombre era un punto de tránsito obligado del principal camino que unía Santiago y Valparaíso. El tráfico continuo había dado algún auge a los dulces chilenos y la chicha baya, emblemáticos productos de un pueblo que en ese entonces ha de haber tenido algunos miles de habitantes. Era una zona agrícola, enmarcada en un valle de la cordillera de la costa, tradicional y con votación campesina predominante. No teníamos grandes esperanzas electorales, pero había que defender los votos, sobre todo en lugares como ese donde los adversarios podían montar el “acarreo” de votantes o ejercer formas de cohecho típicas de las zonas agrarias.
Votamos temprano y emprendimos viaje. La radio trasmitía noticias anecdóticas sobre las elecciones, daba cuenta de uno que otro acontecimiento extravagante y reelaboraba frases hechas: “Las Fuerzas Armadas controlan con la eficacia y disciplina habituales los recintos electorales”; “Se ha iniciado sin incidentes una jornada cívica que debe enorgullecemos”; “La mayoría de las mesas receptoras de sufragios ya se han constituido en todo el país”.
Llegamos a Curacaví cerca de las once. Una escuela era el local de votación y todas las mesas estaban en funcionamiento. Nos presentamos con nuestras credenciales y conversamos con compañeros de la localidad. Los apoderados que representaban a Tomic eran tímidos y cordiales. Más activos eran los de Alessandri, notables del lugar, con facha de propietarios agrícolas o administradores de fundos. Hablaban en voz alta y se hacían ver y sentir, se veían confiados. Algunos usaban sombrero de huaso y sus mejores vestimentas los distinguían de la mayoría de los ciudadanos de apariencia sencilla que concurrían a las urnas. Nos sentimos más acompañados cuando un señor gordo y de buen porte, de temo gastado y corbata, se nos acercó y dijo: “Soy el único regidor de izquierda del municipio. Soy profesor y comunista”.
La jornada transcurrió sin contratiempos. En algún instante conversamos entre los encargados de las tres candidaturas. Fue esa la última ocasión en que recuerdo haber tenido, en esos años, un diálogo sin tensión con gente de derecha. Los derechistas eran amables, sentían que jugaban a ganador y que Curacaví era su territorio. Los votos comenzaron a escrutarse a las cuatro de la tarde y les dieron la razón. Pero tras los primeros escrutinios, uno de los apoderados del candidato de derecha nos dijo: “Estamos ganando, pero la votación de ustedes es muy alta. Nunca han obtenido aquí una votación como ésta”. Pasado un par de horas, la apreciación se confirmaba: Allende lograba una votación inesperada. “Si en las zonas agrícolas alcanzamos resultados como éste podemos ganar”, comenté a Manuel. Decidimos regresar a Santiago cuando faltaba poco para que terminara el escrutinio en Curacaví. Nosotros dos y el regidor caminamos un par de cuadras por la calle principal del pueblo en dirección al auto y de pronto empezamos a entonar el himno “Venceremos”. De a poco subimos el tono: Un trecho más allá desfilábamos los tres con el puño en alto cantando “La Internacional”. Celebrábamos con anticipación. Unos pocos paseantes nos observaban con curiosidad y, me imagino, alguna sorpresa. ¡Eso se llama “cantar victoria”! Enfilamos hacia Santiago atentos a la radio. Manuel condujo mientras yo me hice cargo del dial en busca de los datos electorales frescos.
Notas:
- Este capítulo del libro fue dedicado por Jorge Arrate a José Tohá.
- Los subtítulos son de la redacción de INTERFERENCIA.
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Escandaloso vuestra
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