A fines de los años 80’, Colombia se convulsionaba en una lucha fratricida. Los carteles de Medellín y de Cali no se daban tregua, sembrando de explosiones y de muertos las calles y los caminos de las principales provincias del país. La policía, el ejército y varias de las principales agencias de inteligencia de los Estados Unidos redoblaban sus esfuerzos para frenar la violencia y detener el creciente tráfico de drogas hacia las principales capitales del mundo.
El 18 de agosto de 1989 fue asesinado el político liberal Luis Carlos Galán, el favorito en las encuestas para ser el próximo presidente. En los días siguientes se realizaron cientos de allanamientos y se detuvo a cerca de diez mil personas, mientras el gobierno norteamericano ofrecía enviar tropas, inquieto, además, por el creciente poder de fuego de las guerrillas de izquierda y las bandas de ultraderecha, que empezaban a forjar alianzas con los narcos.
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Pablo Escobar Gaviria, el jefe del cartel de Medellín, advirtió que morirían diez jueces por cada colombiano extraditado a Estados Unidos.
A fines de septiembre, el embajador estadounidense agregó leña al fuego al entregar una lista de 12 senadores y diputados vinculados al narcotráfico. El senador Juan Slo, comentando la denuncia, declaró: “Todo el que en Colombia haga política, directa o indirectamente está vinculado con el narcotráfico. Todos hemos recibido directa o indirectamente ayuda de los narcos y todos nos hemos sentado en los clubes al lado de ellos”.
El 6 de diciembre un camión cargado con una tonelada de dinamita explotó en Bogotá, junto al cuartel central de la policía secreta, el Departamento Administrativo de Seguridad, DAS. El atentado dejó 40 muertos, más de mil heridos, decenas de automóviles destruidos y un edificio de 12 pisos en ruinas.
Entre 1985 y 1990, en Medellín, una ciudad de 2,2 millones de habitantes, hubo más de 23 mil asesinatos. En 1990 se registraban 20 muertes diarias por armas de fuego; y sólo entre abril y agosto fueron asesinados más de mil jóvenes y 300 policías. El país comenzaba a entrar en una espiral sangrienta que nadie podía detener.
Escobar, en tanto, empecinado en el uso de la bala y el trotil, comenzaba a perder la batalla emprendida en contra de los hermanos Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela, los capos del cartel de Cali, por el control de los mercados internacionales de la cocaína.
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La organización criminal caleña había logrado establecer sólidos acuerdos con las mafias italianas para abrir rutas de distribución a través de España, Portugal, los Países Bajos, Checoslovaquia y Polonia. La agencia de control de drogas norteamericana, la DEA, calculó que en 1990 ingresaron cerca de 180 toneladas de cocaína a Europa. Los decomisos habían variado bruscamente: en 1984 en todos los países del viejo continente se incautaron 900 kilos de cocaína; en 1990, la cifra había subido a 17 toneladas.
Los análisis de Interpol explicaban el creciente interés de los colombianos por ingresar a Europa: en 1990, un kilo de cocaína costaba entre US$ 11 mil y US$ 23 mil en Estados Unidos; entre US$ 27 mil y US$ 35 mil en España; y, entre US$ 41 mil y US$ 94 mil en Alemania.
La DEA también sabía que los hermanos Orejuela tenían cerca de tres mil funcionarios distribuidos en todo el mundo, muchos de ellos en calidad de “células dormidas”.
“Los miembros de una célula no saben lo que hacen los integrantes de otra célula. Para cada tarea hay designadas distintas personas. El cartel manda a alguien a determinado lugar del mundo y le encarga abrir un negocio legal. Esa persona se queda allí y espera su misión. Quizá su única labor sea la colaboración positiva. Hemos confiscado libros del cartel donde se explica cómo tienen que actuar los residentes. Deben alquilar una casa, levantarse por las mañanas, ir al trabajo, cortar el pasto los sábados, saludar a los vecinos, etc. Tienen que llevar una vida lo más normal posible, pero su negocio servirá en algún momento para contrabandear drogas o blanquear dinero. Operan como los agentes de un servicio secreto. Y a veces pertenecen a la organización durante cinco o diez años antes de entrar por primera vez en acción”, explicaba por ese tiempo un agente de la DEA a periodistas alemanes.
El cartel de Cali era una especie de cooperativa de unos 12 o más grupos de traficantes, que tenía una jerarquía de mando más firme que la del cartel de Medellín, métodos empresariales más modernos y había evitado enfrentarse violentamente con el gobierno.
En vez de los pequeños aviones y lanchas que utilizan los traficantes de Medellín, los de Cali preferían vías más lentas pero más seguras, como eran los embarques marítimos de café, chocolates, madera, frutas y otros productos de exportación. Las estructuras de distribución y venta en el extranjero estaban rigurosamente controladas para evitar la infiltración de informantes; y, los posibles compradores tenían que ser aprobados personalmente previo depósito de una cuantiosa fianza.
Álvaro Guzmán, un sociólogo de la Universidad del Valle de Cali, quien seguía muy de cerca las evoluciones del cartel, definía sus diferencias con el cartel de Medellín: “Uno, es el capitalista salvaje representado por Pablo Escobar, que tiene su propio ejército y se cree dueño del país. El otro, el de Cali, es el equivalente gerente moderno, que trata de acomodarse con el poder político, y que opera dentro del Estado igual como la mafia en Estados Unidos”.
Los hermanos Orejuela se habían preocupado, además, de consolidar en Colombia y en algunos países vecinos, un holding empresarial legítimo, integrado por una cadena de farmacias, flotas de taxis, agencias de cambio de moneda, un club de fútbol, laboratorios farmacéuticos, sociedades de bienes raíces y numerosas firmas constructoras.
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Una fuga y dos versiones
Al promediar el año 1991, el presidente colombiano César Gaviria (1990-1994) declara que la guerra se ganará o perderá en las cortes de justicia y crea un sistema especial de “jueces sin rostro”, protegidos de amenazas y sobornos. También ofrece a los narcos rebajar sustancialmente sus penas y les garantiza que no serán extraditados. La condición es que se entreguen, confiesen sus crímenes y devuelvan las ganancias mal habidas.
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El 19 de junio de 1991, Pablo Escobar decide aceptar la oferta y se entrega a la justicia junto a 14 de sus principales lugartenientes. Pone como primera condición ser llevado a “La Catedral”, una prisión que él mismo se había encargado de construir, en la localidad de Envigado, su tierra natal.
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La opinión pública se divide: unos creen que se ha cedido ante los criminales; otros consideran que es una salida adecuada para terminar con tanta violencia. Washington, por su parte, decide aumentar la presión. Una investigación del Senado norteamericano denuncia que en la isla caribeña Antigüa, mercenarios británicos e israelíes han estado entrenando a los “soldados” del cartel de Medellín en tácticas y operaciones terroristas.
Casi un año después, el 22 de julio de 1992, tras pagar US$ 1,5 millones en sobornos, Escobar y sus hombres se fugan de “La Catedral”, eludiendo un férreo cerco de policías y militares. En las inmediaciones, les esperan más de 70 esbirros armados incluso con cohetes tierra-aire. En los minutos siguientes se pierden en lo más intrincado de la selva.
Dos versiones intentan explicar la huída: una señala que fuerzas de elite del ejército norteamericano intentarían secuestrar a Escobar; la otra, apunta a una rebelión del segundo mando que había quedado a cargo del cartel de Medellín. En cualquier caso, un día después, “Dakota”, uno de los voceros de Escobar, anuncia a través de la radio Caracol que “la guerra ahora será a fondo, contra nuestros enemigos de Cali y contra los altos dignatarios del gobierno”.
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Cientos de sicarios salieron a las calles en sus motos a cazar policías. Los jefes militares del cartel de Medellín pagaban con gruesos fajos de dólares por cada uniformado muerto. En tanto, Los Pepes (Perseguidos por Escobar), una organización formada por el cartel de Cali, también ofrecía subidas sumas de dinero por las cabezas de los lugartenientes del capo de Antioquia. Las víctimas se contaron por cientos en el año 1993.
Finalmente, el 2 de diciembre, a los 44 años de edad, Pablo Escobar fue abatido mientras corría por los techos de un centro comercial de Medellín, donde estaba refugiado con uno de sus guardaespaldas, tras ser sorprendido por una unidad militar de elite que seguía sus pasos.
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El período más cruento de la guerra de los carteles llegaba a su fin. El cartel de Medellín entraba en una etapa de dispersión. El cartel de Cali, en cambio, aunque algo dañado, había conseguido mantener casi intactas sus principales estructuras. No obstante, en ese momento se iniciaría un proceso de dispersión de las organizaciones criminales colombianas que se agudizaría hasta bien entrado el siglo XXI. Cuatro nuevos carteles habían ya crecido a la sombra de la lucha entre Escobar y los hermanos Rodríguez Orejuela. Ellos eran los carteles de la Costa, de Bogotá, de Pereira y de Villavicencio.
El diablo pasa la cuenta
El 7 de agosto de 1994 asumió la presidencia de Colombia el liberal Ernesto Samper. Cinco meses después, en enero de 1995, el mandatario fue acusado de haber financiado su campaña electoral con aportes del cartel de Cali. El escándalo se vio agravado al saberse que el jefe policial a cargo de las fuerzas que perseguían a los hermanos Rodríguez Orejuela, el coronel Carlos Velásquez, había sido filmado en un motel en los brazos de una supuesta informante, que en verdad era una infiltrada de la agrupación mafiosa caleña.
En mayo, una denuncia periodística dejó en evidencia que el cartel de Cali pagaba los gastos de decenas de personajes públicos que frecuentaban uno de los hoteles más lujosos de Cali. Parlamentarios, jueces y funcionarios estatales, además de figuras de la televisión y del espectáculo, disfrutaban de fiestas y banquetes, a cuenta de los narcotraficantes. En agosto, la ola de corrupción salpicó al que había sido el contendiente de Samper, el candidato conservador Andrés Pastrana Arango, quien sería años después, entre 1998 y 2002, presidente de la república, y más tarde, a partir de 2005, embajador de Colombia en Washington.
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Los sostenidos esfuerzos de la DEA para acabar con el cartel de Cali tuvieron su recompensa al promediar 1995. El 9 de junio cayó Gilberto Rodríguez Orejuela; el 19 de junio, Henry Loaiza Ceballos; el 24 del mismo mes, Víctor Julio Patiño Fomeque, responsable de los embarques marítimos; el 4 de julio, José Santacruz-Londoño, el número tres; y, el 6 de agosto, Miguel Rodríguez Orejuela.ç
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Pese a los éxitos policiales, la producción de drogas se mantuvo constante, sumándose incluso miles de hectáreas dedicadas al cultivo de adormidera para elaborar heroína. Los capos del cartel de Cali seguían dirigiendo el tráfico desde las prisiones donde estaban recluidos, y seguros.
Y mientras los tentáculos de las organizaciones criminales colombianas seguían extendiéndose ahora de manera silenciosa hacia todos los continentes, las semillas de corrupción que habían plantado durante años en la nación cafetera empezaban a florecer en todas las esferas del acontecer local.
En enero de 1996, el ex jefe de campaña y ex ministro del presidente Samper, Fernando Botero, reconoció la relación con el cartel de Cali. En seguida, los 15 principales gremios empresariales del país pidieron en una declaración pública la renuncia del primer mandatario. Se supo entonces que el jefe de Estado se había reunido cuatro días antes de su elección con emisarios de los hermanos Rodríguez Orejuela. La ley colombiana establecía un máximo de US$ 5 millones para gastar en las campañas presidenciales; Samper había dispuesto de US$ 18 millones.
En mayo, un nuevo escándalo cayó sobre el gobierno cuando la Fiscalía General de la nación ordenó el arresto del Procurador General de Colombia, Orlando Vásquez Velásquez, ex ministro del Interior, ex embajador en Chile y ex senador. Vásquez fue acusado de haber recibido dineros y dádivas del narcotráfico. Por el mismo proceso ya estaban detenidos Fernando Botero, siete congresistas de la bancada liberal y numerosos dirigentes políticos.
Ese mismo mes, el Instituto de Medicina Legal de Colombia entregó un nuevo balance trágico: en 1995 se habían contabilizado 39.375 muertes violentas, una cada 20 minutos, 70 al día. De ellas, más de 30 mil correspondían a homicidios.
El 11 de julio la Casa Blanca decidió cancelar la visa para viajar a Estados Unidos al presidente Samper “por proteger los intereses de los carteles de la droga”. Y cuando el gobernante aún no terminaba de protestar, el 20 de septiembre la policía descubrió tres kilos de heroína ocultos en el avión presidencial, poco antes de que despegara hacia España para una visita oficial.
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Las armas llegan de Ecuador
Con unas 70 mil hectáreas de cultivo, Colombia desplazó a mediados de los 90’ a Bolivia como segundo productor mundial de hojas de coca, y se ubicó detrás de Perú, que ocupaba el primer lugar. Esas plantaciones le permitían producir entre 500 y 700 toneladas anuales de cocaína. Los cultivos de amapola, por su parte, ocupaban cerca de 20 mil hectáreas, situándose como el primer productor latinoamericano de heroína, superando a México y Guatemala. Los cultivos de cannabis, estancados desde fines de los años 70’, empezaron a repuntar de manera explosiva.
La detención o rendición de la mayoría de los líderes de los carteles de Medellín y Cali, dejaron paso a medio centenar de organizaciones de mediana importancia, a las que había que sumar unas dos mil empresas familiares dedicadas al tráfico de estupefacientes.
Al mismo tiempo, las guerrillas, enfrentadas al aislamiento internacional como resultado del derrumbe de los regímenes comunistas, y sin ninguna posibilidad de alcanzar el poder, entraron a mantenerse mediante los recursos generados por las drogas. Enfrentadas a ellas, los grupos paramilitares de extrema derecha, apoyados a menudo por el Ejército, colaboraban estrechamente con los narcotraficantes.
Lo que en Colombia llaman “paramilitarismo” se organizó de manera muy estructurada en torno a dos familias: los Castaño y los hermanos Carranza. Carlos Castaño era el líder de la Autodefensa de Córdoba y Urabá (ACCU), aliados del cartel de Cali y con creciente dominio en la zona norte del país luego de los golpes sufridos por la organización de los hermanos Rodríguez Orejuela. Su organización asumió la dirección de las principales bandas criminales y la industria del secuestro de Medellín.
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Los Carranza, por su parte, propietarios de minas de esmeraldas y de grandes explotaciones ganaderas, pasaron a controlar parte del centro de Colombia.
La unión de estos dos grupos formó un cinturón de control político y administrativo que se extendió desde la región amazónica, en las fronteras con Venezuela y Brasil, hasta la costa atlántica. Esa situación estratégica les permitió a los Castaño y a los Carranza apoderarse de unos 3,5 millones de hectáreas, casi un tercio de las mejores tierras agrícolas del país.
Los Castaño empezaron aspirar entonces a construir un proyecto político contrainsurrecional de extrema derecha, para lo cual disponían del apoyo de considerables sectores políticos y empresariales colombianos.
De todas los nuevas organizaciones criminales que irrumpieron en la escena colombiana, la más importante pasaría a ser el cartel del Norte del Valle, asentado en el valle del Cauca, al suroeste del país, y dirigido por los hermanos Orlando y Arcángel Henao, a la cabeza de un temible ejército de pistoleros, y que declaró una guerra sin cuartel a los hermanos Rodríguez Orejuela después de que éstos se rindieran a la justicia.
La entronización de los Henao se vio facilitada por la alianza con el grupo paramilitar de extrema derecha dirigido por Carlos Castaño. Su influencia militar, que se extendía ya a todo el noroeste de Colombia, se amplió en los años siguientes a gran parte del litoral del Pacífico, de la frontera con Panamá a la de Ecuador. Por lo tanto, las rutas de exportación de cocaína y marihuana hacia Estados Unidos y Europa tuvieron menos obstáculos que franquear. Asimismo, las armas llegaban a los paramilitares y a los narcos por las mismas rutas, especialmente desde Ecuador.
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El gobierno de Samper toleró las actividades de los paramilitares de Carlos Castaño y de los pistoleros del cartel del norte del Valle en la medida en que, con el apoyo del Ejército, hacían frente a las guerrillas y de manera general a todas las manifestaciones de oposición de izquierda.
Casi sin darse cuenta, los políticos colombianos, cada vez más comprometidos con las nuevas organizaciones criminales, sirvieron la mesa a fines del siglo XX para que los paramilitares de derecha y los guerrilleros de izquierda empezaran a controlar la producción de drogas, las rutas y los laboratorios. Los viejos traficantes, en tanto, empezaban a blanquear sus dineros, invirtiendo en los países vecinos, en las costas del Mediterráneo y en las más grandes transnacionales del planeta.
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