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Martes, 16 de Abril de 2024
Historias del CAE

La joven de La Serena a la que, por estudiar, le embargaron la casa

Richard Sandoval

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Foto: simenon
Foto: simenon

El siguiente texto del libro Tiempos peores, crónicas de un Chile que viola los derechos humanos (Planeta, 2018), de Richard Sandoval, narra la historia de una joven que, tras estudiar una carrera técnica en Inacap de La Serena, ha pasado por un proceso de cobranza lleno de angustia y acoso.

Admision UDEC

El olor de la pasta de muro fresca, recién aplicada en las paredes, le da algo de vigor a esta mañana de martes. Mañana soleada. Carlos acude con su brazo una y otra vez al balde para mantener su espátula cargada e ir otra vez al ataque. Hoy se debe dejar todo empastado para comenzar a pintar. Son cuatro piezas y un baño las que está trabajando y el tiempo en la construcción nunca sobra, eso lo aprendió hace décadas, cuando comenzó a trabajar cada minuto que tuviera libre para así poder terminar sus estudios en el liceo, un liceo de La Serena, por supuesto, donde ha hecho toda su vida, donde se casó, donde se convirtió en el padre de cuatro niñas que ha debido mantener con este, su trabajo, el de maestro de la construcción en las casas que lo requieran en el barrio, en La Compañía, su barrio.

Viviana es la mayor. Viviana, que en el colegio La Providencia estudió para ser asistente de párvulos, siempre ha trabajado en ello, y hace rato que ya no vive en esta casa que hoy, su soberanía, va a ver peligrar. Luego viene Sandra, Sandra Macarena, la protagonista de esta historia, seguida de Carla y Valentina, que todavía está en el colegio. Valentina, que quiere estudiar para ser parvularia, como su hermana, pero profesional, es la única que todavía vive con sus padres. La única residente de un hogar que llegando al mediodía, once y treinta minutos para ser precisos, está siendo ultrajado.

Un cerrajero escucha sonar su teléfono. Le salió un trabajo. Diez mil pesos le ofrecen por hacerse presente cuanto antes en Mariano Peñafiel 3002. Pero el cerrajero no llega solo. Llega junto al receptor judicial y una carabinera, Billaie Robiero Díaz, placa 985145-T. A minutos de gritar, de decir “Aló”, de llamar a Carlos, a Sandra, el trío encargado de embargar se decide a romper la chapa. En eso están cuando se percata Marcela de la situación, la vecina Marcela, que vive al frente y que sale corriendo a avisar del ultraje a Carlos, que está trabajando a la vuelta, con las manos cubiertas de pasta de muro, con los zapatos empolvados de cemento, de tierra, tal como su polera y su pantalón tieso. Carlos se enfurece, sale corriendo y llega a enfrentarse a los tres personajes que, a la fuerza, están entrando a su casa, a esa casa que le entregaron con dos piezas y que ha ampliado año tras año, esa casa con un baño diminuto que tuvo que agrandar con sus brazos para dar abasto a la familia, esa casa a la que le sacó la cocina al patio para tener espacio, esa casa cuyo dividendo se llevó casi íntegramente los sueldos de tantos meses, esa casa que compró con subsidio hace veinte años luego de los engorrosos trámites que se hacen cuando se participa en un comité de vivienda, esa casa que venía sin pintar, sin piso y con un débil techo, esa que no valía nada y que hoy está avaluada en veinticinco millones, esa que su hija puso como domicilio cuando se le ocurrió entrar a estudiar la carrera técnica de Contador Auditor en el Inacap de la ciudad.

“Fui al banco y me pedían 600.000 pesos que tenía que pagar de una vez, sin cuotas, plata que por supuesto no tenía. Pregunté por alternativas de pago, pero me pedían el saldo completo”. Y así, ganando el sueldo mínimo, llegó a Sandra en este día martes 22 de diciembre de 2015 la noticia que nunca imaginó escuchar cuando quiso mejorar su vida estudiando: están embargando la casa de sus papás.

—¿Saben cuánto me costó la chapa? Para mí esto es como un robo, y con usted aquí presente, que es carabinero. ¿Por qué no llamaron a la Sandra para avisarle que venían? ¿Por qué tiene que ser de esta forma? ¿Por qué había que llegar a esto?

Carlos, indignado, sin alcanzar la humillación, abrió la puerta e hizo entrar a los visitantes, de manos cruzadas pero soberbio, dueño, aún tiritón, aún con puntitos frescos de pasta de muro entre la barba, entregado a la acción de una justicia en su versión más violenta. Una justicia metida en el corazón de su casa, una justicia convertida en lápiz consignando lo que en un camión se vendrían pronto a llevar. Anotaron: una tele grande, lcd, Samsung, cuarenta pulgadas, avaluada en doscientos mil pesos; un living, un sofá de dos cuerpos y dos sillones, tapiz amarillo, cien mil pesos de avalúo; un rack, dos puertas de vidrio, “buen estado”, veinte mil pesos. Sigue escribiendo, con un lápiz bic azul, el receptor: una lavadora automática, blanco con celeste, “estado regular”, cincuenta mil; otra lavadora, Fensa Intelligent, también “regular”, cincuenta mil más; un refrigerador moderno, Mademsa, ciento cincuenta mil; otro televisor, marca Phillips, veinticuatro pulgadas, “control remoto en buen estado”, ochenta mil pesos.

Carlos está alterado, tiene puras ganas de echarlos a la calle, pero sabe que no puede, sabe que todo puede ser peor. Mira todos sus bienes como tratando de contenerlos con la vista, mira a los ojos de sus invasores, pero a la vez mira a ninguna parte. “No muestran credencial, no explican quiénes son, solo muestran el papel de embargo, pero puede ser cualquier ladrón”, reflexiona sin decir palabras. Carlos está superado. Solo y superado, porque de todo esto, Sandra, la protagonista de esta historia, aún no se ha enterado.

El sueldo mínimo. Eso es lo que gana Sandra en la oficina de contabilidad en la que trabaja como ayudante desde que salió del colegio, y eso es lo que se está ganando en el momento en que un receptor, un cerrajero y una carabinera llegan a embargar su casa que no es su casa, que es la casa de sus padres, a quienes sentirá vergüenza de involucrar en un lío judicial en el que nunca se quiso meter cuando optó por estudiar.

Era 2007 cuando Sandra salió de cuarto medio, pero recién en 2010 se matriculó en el Inacap. Al obtener la beca Nuevo Milenio, destinada para los estudiantes más vulnerables que accedan a la educación superior, Sandra sintió un alivio tremendo. De todas maneras iba a necesitar un crédito, pero la deuda iba a ser mucho menor para cuando tuviera que comenzar a pagar, para cuando ya estuviera abriendo su propia oficina de contabilidad, como indicaban los planes trazados en su mente, la oficina desde la que iba a cumplir sus sueños de progreso. Así es como firmó un contrato con Scotiabank, feliz, conforme. Así es como se endeudó a una tasa de interés del 6%. Así es como volvió a tomar los cuadernos, sumando y restando, saliendo temprano de casa para llegar muy tarde, estudiando y trabajando, sin sospechar que por el solo hecho de acudir a una sala de clases, de escuchar a un profesor y contestar una prueba al final de la semana, estaba fabricando una pesadilla, la pesadilla de saber que un cerrajero pagado a diez mil pesos por la justicia está intentando romper en este momento la chapa de la casa de sus padres, esa chapa que a su papá tanto le costó comprar y tanto le costó instalar, esa chapa que finalmente se tuvo que abrir para que la misma justicia, en representación del banco, anote qué sillón va a arrebatar y qué mueble dejará.

Pero este vendaval venido del Scotiabank Sandra no lo va a enfrentar sola. Porque también existe Martín. Martín Rivera existe desde octubre de 2012, es el hijo de Sandra y Julio, y es también una de las razones por las que Sandra dejó de estudiar. Martín nació en el segundo año de la carrera, cuando a Sandra solo le quedaba un ramo para egresar. Pero egresar fue imposible. El embarazo fue muy peligroso y luego de un parto en el que ambos pudieron morir, Sandra y Martín, una depresión se apoderó de la madre, quien ya no pudo ni quiso saber más de números y contabilidades por un tiempo. Su prioridad pasó a ser su hijo. Su hijo y la necesidad del apego que no pudo tener en las primeras horas de su vida. Sandra, quien durante la gestación adquirió una agresiva hepatitis, permaneció cuatro días en la uci luego de dar a luz, y en total estuvo diez días hospitalizada desde el nacimiento de Martín. Así es como después del posnatal necesitó de una y otra licencia siquiátrica. Más de un año estuvo así, hasta que volvió al trabajo, hasta que volvió al sueldo mínimo, a la rutina que no alcanza para llegar a fin de mes. Aunque ahora la situación no era igual que antes de empezar a estudiar. Ahora era peor, “porque me descontaban del mínimo las imposiciones, como venganza, estaban picados por los casi dos años que estuve con licencia”.

Incumplido el sueño de la oficina propia, ahora Sandra seguía ganando el sueldo mínimo, pero endeudada, endeudada en una cifra que iba a llegar a más de tres millones que no iba a poder pagar. “Fui al banco y ya me pedían seiscientos mil pesos que tenía que pagar de una vez, sin cuotas, plata que por supuesto no tenía. Pregunté por alternativas de pago, pero me pedían el saldo completo”. Y así, siempre ganando el sueldo mínimo, llegó a Sandra en este día martes 22 de diciembre de 2015 la noticia que nunca imaginó escuchar cuando quiso mejorar su vida estudiando: están embargando la casa de tus papás.

Han pasado tres semanas desde el embargo. Es el día jueves 14 de enero de 2016 y Sandra figura en la Plaza de la Constitución, frente al Palacio de La Moneda. Viajó cinco horas en bus con su guagua y su mamá. Ha firmado una carta que junto a otros endeudados entregan en la puerta del palacio para que ojalá la llegue a leer la presidenta Bachelet.

Están embargando la casa de sus papás, la que queda a solo cuadras de la casa donde ahora vive Sandra con su hijo y su pareja, y piensa en qué fue lo que hizo mal. “Una vez me dijeron que tenía que ir a un receptor judicial, donde me hicieron firmar un papel, pero fue un error. Nunca debí ir”, se recrimina y se entristece. Siente rabia y preocupación, “porque son las cosas de mis papás que tanto les han costado, ni siquiera son mis cosas”. Pero no se queda quieta. Nadie en esta casa se queda quieto. Se activan rápidamente. Están decididos a impedir que se lleven las cosas con carabineros de por medio, como si fueran ladrones, delincuentes, como si fueran la vergüenza del barrio.

Es miércoles 23, y están reunidos con un abogado. Quinientos mil pesos, que no tienen, es lo que les cobra el profesional por acudir a un trámite que les permita acreditar a la familia la tercería de los bienes; es decir, demostrar que no los compró Sandra. Son quinientos mil pesos que van a ir pagando de a poco, en acuerdo con el abogado, quinientos mil pesos que valdrán la pena, no tanto por el avalúo de los bienes que se quieren llevar, sino más por la dignidad de defender de las garras de un banco lo que te pertenece. Es momento de buscar testigos, los que se presentan en tribunales para decir: “Ese televisor siempre ha sido de don Carlos y doña Sandra, no se los pueden quitar”. Es momento de apretar los dientes y asumir que lo que se viene es un camino largo, tortuoso, difícil.

Los Godoy Valero logran frenar el trámite de embargo, pero Sandra no logra terminar con la deuda, con sus “papeles manchados”, con la condena social de ser una deudora del cae. La causa está archivada, pero la deuda sigue vigente. “No tengo acceso a créditos de ningún tipo, el abogado me dijo que iba a quedar registrada para siempre”. Y Sandra no quiere cargar con una cruz para siempre.

Decide viajar a Santiago.

Han pasado tres semanas desde el embargo. Es el día jueves 14 de enero de 2016 y Sandra figura en la Plaza de la Constitución, frente al Palacio de La Moneda. Viajó cinco horas en bus con su guagua y su mamá. Ha firmado una carta que junto a otros endeudados entregan en la puerta del palacio para que ojalá la llegue a leer la presidenta Bachelet, que tiene como una de las banderas de su política el derecho a la educación para que no sea más un bien de consumo, un arma del más vil mercado. En la carta, donde se cuenta la historia de Sandra, también relatan el drama de Fernando Díaz, egresado de Derecho de la Academia de Humanismo Cristiano, quien financió su carrera con el crédito “Súper estudio” del banco Santander, para luego no poder pagar y ser testigo del proceso de remate de la casa de quien fue su aval. “Háganse cargo”, le piden al gobierno los cincuenta jóvenes que se paran frente a La Moneda tras viajar desde diferentes lugares de Chile. “No tengo más que lo puesto y me quieren embargar por catorce millones”, dice el cartel sostenido por un veinteañero con gafas de sol en la frente, mientras Sandra declara a un canal de noticias internacional, uno de los pocos medios que acudió a la convocatoria. “Soy el primer caso de embargo por el cae en Chile”, dice Sandra afirmada en su bolso cruzado, intentando esquivar el sol que se posa en el centro político de la nación. El primer caso de una endeudada salida de entre los más de setecientos mil endeudados por la obra de Sergio Bitar que contabiliza Deuda Educativa, el movimiento al que Sandra se unió al conocer por Facebook de sus intentos por poner el tema en la agenda pública, exigiendo al poder una solución, una condonación, una vía de escape a un verdadero drama social.

Juan Pablo Rojas, el vocero de Deuda, se saca fotos con Sandra. Delante de ellos, una gigantografía del acta de embargo detalla las lavadoras y televisores que de la casa se quisieron llevar. “La presidenta no puede hablar de gratuidad universal si existen personas que van a seguir pagándole a la banca por veinte años”, espeta Juan Pablo luego de entregar la carta.

Dos años después, a inicios de 2018, en el living de la casa de sus padres, sentada en los mismos sillones que el banco se quiso llevar, Sandra dice que de la presidenta nunca tuvo respuestas. Ni en una carta ni en un proyecto de ley que se haya hecho realidad. Ni condonación, ni fin del cae. Quizás como un consuelo, enfatiza en la fuerza que le ha dado el trabajo con Deuda Educativa, y la ayuda para tratar de recuperar algo de todo lo que ha perdido desde que tuvo el interés por saber más en una universidad. “Hablamos en Santiago con Bernardo Prat, abogado de Deuda, quien habló con el banco y nos devolvieron cuatrocientos mil por los costos de detención de embargo. El embargo fue una equivocación, nos dijo. El banco no autorizó el embargo, no era el momento. Nunca un caso de cae tuvo embargo, fui la primera. Con Deuda Educativa logré que me devolvieran la plata, porque el banco ya se había pagado la deuda con el Estado”.

"¿Por qué los bancos, si el Estado ya les pagó, siguen tratando de cagar a la gente? Esta situación me da impotencia, todo debería tener solución, no puedes vivir sin casa por una deuda en educación, porque la educación no es algo material que se puede cambiar por una casa".

Es el momento de Carlos, el padre, que tal como hace más de dos años, cuando tuvo que correr para evitar que le rompieran la puerta, está vestido como el trabajador que es. Tiene las manos ásperas y está tomando Kem Piña. Le gusta esa bebida, dice, porque se imagina que está en el caribe, como muestran en los comerciales. Le sirve un vaso a su hija y achina los ojos como mirando al horizonte, que no es otra cosa que el techo de su casa, ese techo que ha reparado una y otra vez en dos décadas de residencia.

—¿Por qué los bancos, si el Estado ya les pagó, siguen tratando de cagar a la gente? Esta situación me da impotencia, todo debería tener solución, no puedes vivir sin casa por una deuda en educación, porque la educación no es algo material que se puede cambiar por una casa. Debería haber una solución más considerable. Si el Estado les paga, por qué siguen persiguiendo. Es lógico que la educación debería ser gratis, un derecho, como también lo debería ser la salud. Las deudas en la educación ahora son como una enfermedad; tú te enfermas, el doctor te manda a hacer una
pila de exámenes, y quedái igual.

Carlos se vuelve a servir Kem Piña. A la casa entra poca luz. Nada aquí es parecido a una playa del caribe. Pero en la mente de Carlos al momento de tragar todo se ilumina. Sandra piensa en la lucha.

—La gente ha luchado tanto, y hay que seguir luchando para que la educación completa sea gratis, pero uno se pregunta, cuando eso pase, si pasa ¿qué va a pasar con los que estamos endeudados porque en nuestro momento no tuvimos ese derecho?.

Nueve años en total estuvo trabajando Sandra en la empresa de contabilidad donde llegó a hacer la práctica al terminar el colegio. Renunció a comienzos del 2017, con un sueldo de trescientos mil pesos, lo máximo que llegó a ganar. Nunca iba a poder llegar a mucho más, sabe que así es el destino cuando no se tiene un cartón, cuando no se termina una carrera, como a ella le pasó. Así, llegó a un acuerdo para salir de la empresa, recibiendo la mitad de los años de servicio. Era lo mejor que podía hacer. Hoy está tranquila. Se puede decir que está aprendiendo, pese a todo, a ser feliz. Tiene solo veintiocho años, y aún en permanente lucha ha cumplido sueños, como el de ver feliz a su hijo, creciendo junto a una pelota de fútbol en el club de deportes La Serena.

—Se han estado cumpliendo mis sueños, pero la deuda es algo que siempre me tiene intranquila, preguntándome qué pasaría si se reabre el caso. Me aqueja no saber qué va a pasar. Toda la vida voy a estar con eso en la cabeza. Tengo también el temor de que siempre me sigan persiguiendo, si me compro un auto, o cualquier bien. Solo me quedaré tranquila cuando se elimine totalmente la deuda.

Actualmente Julio, la pareja, está cesante. Hasta hace poco trabajaba en turnos largos en la minería. Sandra está por segunda vez embarazada, ya tiene cuatro meses, y le han confirmado que será un varón, el segundo varón: Lucas Ignacio. Martín y Lucas, las dos alegrías de una mujer de veintiocho años que no ceja en su búsqueda de la felicidad, y que al pensar en lo que a ella le pasó, solo pide que con sus críos la injusticia no se vuelva a repetir. “Me gustaría que mis hijos estudiaran y que nunca los persiguiera un banco por el hecho de solo estudiar, de querer estudiar. Me gustaría que cuando ellos sean grandes la educación por fin ya sea totalmente un derecho”.

“Aunque capaz que hasta el Martín siga luchando por nosotros al final”, agrega Carlos.

Martín o los que sean necesarios, pues hasta hoy, en un nuevo gobierno, aún no aparecen en el horizonte proyectos de condonación. Las deudas abusivas se siguen pagando, mientras el fin del cae aparece como una ilusión en un nuevo crédito anunciado, uno que equipara el Aval del Estado con el Fondo Solidario, uno que ha sido calificado por los dirigentes estudiantiles como un “Nuevo cae”, ya que será administrado por una sociedad anónima, retendrá el sueldo de los deudores e implementará un condenatorio Dicom público.

“Esto no es la eliminación del cae, sino una mutación en un crédito igual de perjudicial para las familias de Chile. El gobierno no está haciendo un esfuerzo por solucionar los problemas de fondo, no están preocupándose por el endeudamiento de los jóvenes para estudiar ni tampoco por la condonación de las deudas que son un error histórico por parte del Estado”, dijo Alfonso Mohor, presidente de la fech. Juan Pablo Rojas, el mismo que se presentó en La Moneda para exigir a Bachelet un pronunciamiento por la condonación, un pronunciamiento que nunca llegó, acusa que el “nuevo cae” “no habla sobre las demandas colectivas que hoy existen contra los bancos por las ilegalidades del cae, ni se hace cargo de las víctimas que dejó durante once años este crédito, algo que nosotros tenemos como exigencia antes de apoyar cualquier nuevo cambio en las políticas de endeudamiento en la educación superior. Es un Cae 2.0, sacan a la banca pero meten a una Sociedad Anónima Estatal, con la misma lógica mercantil. Unifica parámetros entre cae y Solidario, pero aumentan los años de pago para quienes tenemos Solidario, así como el porcentaje de pago de la renta (de 5 a 10). Se olvida por completo de quienes tienen crédito Corfo, antecesor del Cae, no se hace cargo de las novecientas mil personas que hoy tienen un contrato cae ilegal, tampoco de eliminar Dicom, pues lo fomenta, fortalece la retención de impuestos fruto de nuestros trabajos y olvida, por completo, la necesidad social que existe tras un problema ocasionado por toda la clase política”.

La lucha de Sandra, una de las principales víctimas de esos once años, la batalla por los sueños frustrados que espera puedan cumplir sus hijos, en La Serena, en Santiago o en cualquier otra parte del extenso Chile, es una lucha que solo continúa.

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muchas gracias Richard Sandoval por contar mi triste historia de vida que vivi por tratar de ser una profesional excelente relato

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