Al terminar la Primera Guerra Mundial, cuando los hombres empezaron a retornar a sus casas en Europa, se encontraron con una inesperada sorpresa. Sus mujeres y muchas otras ya no estaban tan dispuestas, como antes del conflicto bélico, a las tareas hogareñas ni a las labores de beneficencia. Durante los cuatro años de guerra, ellas habían desempeñado muy bien los papeles antes privativos de los hombres y ya no querían retroceder.
La mujer se entregó a una vida llena de actividades. Fue mucho más al cine y mucho menos a las aburridas reuniones sociales. Asumió la práctica de deportes como el tenis y la natación. Manejó autos con desenvoltura. Fumó y abordó con interés temas de conversaciones antes prohibidos. Bailó fox trot, cheeck to cheeck, charleston y black bottom. Para asumir sus nuevas conductas abandonó los flecos de seda, se deshizo de la molesta lencería, se sacó los sombreros llenos de complicaciones y el vestido de calle largo, que al comienzo de la guerra se estaba imponiendo entubado en los tobillos que casi no permitía caminar.
También se bajó el escote, se subió la falda y borró la cintura de avispa. La consigna general femenina fue cultivar el tipo juvenil casi masculino, suprimiendo el corsé que privaba de naturalidad a sus movimientos, cortándose el pelo a lo muchacho y usando sombreros hondos. Madame Coco Chanel y Jean Patou lanzaron a la moda la camisa y la corbata masculinas alrededor de 1925. El abrigo recto y el impermeable sellaron el adiós a las plumas y a las flores. Muchos hombres miraban atontados después de su larga ausencia a sus esposas irreconocibles bajo el pijama, con el pelo tan demasiado corte en la nuca y esas actitudes tan desenvueltas. Pero se familiarizaron rápidamente con el cierre de cremallera, un acierto de la década y tan fácil de bajar.
Hay que verse “chic”
Francois Boucher, en su libro Historia del Traje, señala que la alta costura perdió mucha influencia en la década del veinte y que se cerraron muchas casas como Doucet, Poiret y Drecoll, al paso que se abrieron otras valientes dispuestas a “reanimar el prestigio de la elegancia” como la de Jean Lanvin, madame Gerber y madame Channel. Pero aunque tuvieron cierto éxito en los roperos y baúles, chocaron con la oposición de las mujeres de tacones bajos que ya estaban habituándose a la producción en serie y a las nuevas telas que permitían un caminar suelto de tono moderno, como la cachemira, las lanas de Escocia y la muselina.
El color también fue un arma para despedirse del pasado, del blanco y negro de la guerra, de los lutos deprimentes. Los colores violentos, los “colores sólidos” de Paul de Poiret dieron la nota estimulante, especialmente en pañuelos, echarpes y trajes de noche. Mientras que las medias y la ropa interior de seda afirmaron la femineidad y tuvieron como destino la seducción.
Las creaciones de los modistos tenían nombres como “Cuando se ama”, “Bésame”, “De cinco a siete”, “¿Vendrá él?”, una manera tal vez de enganchar su producción a la actitud frívola y pueril característica de las “coquetas” de la época. La preocupación obsesiva era tener “chic”, verse “chic”, ser “chic”.
Poiret estaba muy descontento con las damas de su época. Antes ellas parecían proas de buque, mientras ahora, se quejaba, parecían postes telegráficos subalimentados.
La mujer se armó de audacia para desbordar su territorio femenino y alterar el orden establecido para los sexos. Estudio profesiones liberales, ganó el derecho a voto, conquistó la libertad sexual, limitó el número de hijos y salió a bailar con sus amigos cuando el marido no estaba dispuesto a acompañarla.
En Estados Unidos
Las flappers, a la vanguardia de los nuevos vientos libertarios, encabezaron en Estados Unidos la revolución en el campo de la moral. Según la describiera el escritor F. Scott Fitzgerald, verdadero agente de prensa de estas mujeres, la flapper ideal era una muchacha de gustos caros, de unos 19 o 20 años, moderna hasta la exageración. Fumaba en público, bebía hasta ponerse como cuba y profería insultos y garabatos. Nada le chocaba. Era franca. Sus faldas, como el mercado de valores, subían más y más; pronto se encaramaron por encima de las rodillas, enseñando a los hombres más longitud de pierna de la que jamás habían visto en público.
La flapper llevaba las medias de color carne enrolladas a la altura de las rodillas huesudas, se ceñía los pechos y pasaba hambre para adquirir las formas amuchachadas que tanto le encantaban. Desterró el talle tipo reloj de arena, se quitó las enaguas y camisas y en los bailes de estudiantes dejaba las fajas y corsés en el guardarropa con la mayor naturalidad. Pronto los descartó del todo. Liberada desde cuello a los pies se la veía con varios kilos menos y con movimientos sueltos. El próximo paso lo dio en la peluquería, donde abandonó su larga cabellera sin derramar una sola lágrima.
El bob o pelo corto era lo que entonces se llevaba; nada de redecitas, peines ni horquillas. La flapper, para rematar su aspecto, se cubría con un sombrero de punto, encasquetado en la cabeza hasta los ojos, del que sólo escapaba algún rebelde mechón de pelo. Los cosméticos daban el toque final. El rouge ya no era monopolio de coristas y putas. Las muchachas bailaban muy apretadas contra sus parejas luciendo dos manchas encarnadas en las mejillas y los labios pintados en forma de corazón. Los pastores de almas, desesperados, se retorcían las manos; los vendedores de artículos de belleza se las frotaban de contento.
Despotricaban los guardianes de la vieja moral. La YWCA. -Asociación de Jóvenes Cristianas- emprendía campañas nacionales contra los vestidos indecorosos. Los legisladores de Ohio presentaban proyectos de ley, pidiendo que se prohibiera la venta de cualquier prenda “que exhiba o acentúe las líneas de la figura femenina” y para que se impidiera a las mujeres de más de catorce años “llevar faldas que no llegaran a la parte del pie denominada empeine”. Todo era inútil. Del mismo modo que los años de la Prohibición hicieron a la bebida más tentadora, los discursos contra “las hijas del jazz” sólo conseguían sublevarlas más.
La ciencia -lo único que hasta entonces respetaban las mentes modernas- puso a Sigmund Freud al alcance de las jóvenes estadounidenses, y Freud las puso al corriente de la salud mental. Con su interpretación torcida, pero notablemente unánime, de las obras del creador de la psiquiatra moderna, las flappers se unieron a las filas de quienes proclamaban que la libertad sexual era tan imprescindible a la salud como comer una manzana al día. El nuevo pecado mortal se llamaba represión.
La obsesión por el sexo
Freud había investigado y revelado que sobre la represión se asientan las bases del mundo civilizado; pero él defendía la civilización y, por lo tanto, consideraba que la represión era imprescindible. Se limitó a explicar el fenómeno, pero no emprendió ninguna campaña en contra. No importaba. La flapper se salió con la suya. Se emancipó en buena lid y sin temor. El sexo la obsesionaba y los medios masivos de comunicación reflejaban e intensificaban tal obsesión. True Story y cien revistas de su estilo estilo le brindaban narraciones de amor y represión, y en el cine Clara Bow le enseñaba hasta dónde podía llegar una muchacha atractiva (Ver en youtube Misterios y Escándalos: Clara Bow). La pantalla recordaba a la flapper, suave y constantemente, que el sexo sin inhibiciones es fuente de alegrías. Ofrecía historias con “caricias y abrazos, con besos blancos y besos rojos, con muchachas enfebrecidas por el afán de amar de tos los modos posibles. La flapper acudía al teatro para ver dramas de homosexualismo o de violaciones Íntimamente deseadas por las víctimas. Leía novelas que trataban del amor lesbiano y de hombres impotentes, y era para ella cuestión de honor leer todo lo que la Iglesia o el puritanismo prohibiera. Entre los libros de toda mujer inteligente figuraba en lugar destacado El amante de Lady Chatterley.
La flapper, según Fitzgerald, “acepta a un hombre, al hombre del momento, tal como es, sin tontas promesas que sólo conducen a una ruptura desagradable e incómoda... y toma en su recto sentido todo lo que se le dice, sin sentirse 'ofendida', como su 'púdica' hermana mayor; esa hermana mayor que, recostada en actitud seductora en un sillón en el jardín, se protegía con una sombrilla rosada de los benévolos rayos del sol que querían broncearle la piel”. Como Fitzgerald decía, las madres no tenían idea de la voracidad con que besaban sus hijas.
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Pero, ¿se contrariaban mucho las madres por eso? Y en caso afirmativo, ¿les duraba mucho el enojo? ¿Y qué decir de la hermana mayor de la flapper? Como Fitzgerald reconoce con cierta tristeza, la joven generación, cuya inocencia y exuberancia excusaba tantas cosas, hizo una revolución demasiado atractiva. Hacia 1923, escribe Fitzgerald, ya se habían pasado a ella las generaciones de más edad. Los padres se hicieron los dueños en las reuniones de los hijos.
Fitzgerald se figuró que el alcohol podría ser el elixir que ocupara el lugar de la ardorosa sangre joven. De nuevo la tecnología y la revolución iban de la mano, porque las mujeres de más edad y las de menos recursos se fueron emancipando de las 24 horas diarias de faenas domésticas. Hogares más reducidos, familias menos numerosas y todo un arsenal de artefactos les permitían más tiempo de asueto.
Los alimentos enlatados y las panaderías del barrio las liberaban en buena parte de la cocina. Las tintorerías, las lavadoras y las planchas eléctricas les ahorraban el tener que dedicar días enteros a lavar la ropa de la familia. Con los trajes de confección, las aspiradoras eléctricas y la posibilidad de comprar por teléfono, la mujer de los años 20 estaba en condiciones de vivir su propia vida.
Ya no habría vuelta atrás.
Comentarios
Bastante interesante lo que
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