Una tarde de junio de 1913 la joven sufragista inglesa Emily Wilding se lanzó a las patas del caballo Anmer, propiedad del rey Jorge, justo en el momento en que el animal cortaba las huinchas y empezaba su carrera en el derby realizado en el hipódromo de Epson Downs, en Inglaterra. La muchacha era una de las más fanáticas activistas del movimiento femenino de la época, se había sometido con rigor a huelgas de hambre y fue la primera militante que se dedicó a provocar incendios.
Emily murió a los pocos minutos en el mismo lugar conmoviendo al público del hipódromo. Sus camaradas feministas que se aprontaban para subir al palco real a gritar “Votes for woman” (Votos para la mujer) y a agitar sus banderas tuvieron que retirarse y encarar las críticas mal intencionadas de los anti sufragistas.
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Los funerales de la joven fueron espectaculares, organizados en París por Christabel Pankhurst, dirigente femenina exiliada, hija de la famosa líder del movimiento, Emeline Pankhurt. “El cortejo fúnebre iba encabezado por una amazona que presidía el féretro tirado por cuatro caballos blancos empavonados. Seguían las sufragistas universitarias con toga y capelo, luego otra amazona; detrás, un grupo de sufragistas vestidas de negro que tenían entre sus brazos ramos de iris color sangre, seguidas por otras, todas vestidas de banco, que llevaban laureles. Entre las carrozas que seguían el funeral, la primera tenía las cortinas baja. Era el coche de la señora Pankhurst, vacío, porque había sido nuevamente arrestada”, informó un periódico de la época.
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La mujer inglesa fue, por razones circunstanciales, mucho más independiente que otras mujeres de Europa y bastante interesada en las actividades fuera del hogar. Con la partida de los hombres a las colonias, miles de mujeres se vieron obligadas a esforzarse para poder sobrevivir. No es extraño que mientras en otras partes la mujer no osaba abrir la boca frente a su marido, en agosto de 1693 las mujeres inglesas enviaran un petitorio a la Cámara de los Comunes por la paz. Se trata del más antiguo ejercicio del derecho a petición por la mujer.
La Revolución Industrial produjo en Inglaterra condiciones intolerables de trabajo y las primeras en sentir la necesidad de reclamar paridad política fueron las trabajadoras industriales, las tejedoras de algodón de Blackburn y las de la fábrica Sheffield. En 1851 formaron un meeting donde pidieron una resolución de voto para la mujer.
Fue Mary Wollstonecraft, sobresaliente mujer, quien empezó a despertar las conciencias y desatar el entusiasmo por la causa feminista. Su libro Vindications of the Rights of Women preparó el ambiente. Unas mil 500 mujeres presentaron en 1866 a la Cámara de los Comunes un petitorio para el sufragio, y fueron apoyadas nada menos que por el primer ministro Benjamin Disraeli. La petición fue rechazada.
Mientras en otras partes la mujer no osaba abrir la boca frente a su marido, en agosto de 1693 las mujeres inglesas enviaran un petitorio a la Cámara de los Comunes por la paz. Se trata del más antiguo ejercicio del derecho a petición por la mujer.
En 1869, y gracias a la actividad desplegada por John Stuart Mill y Jacob Wright, se consiguió el sufragio municipal. En 1870 aprobaron la Elementary Educations Act. Entretanto, Stuart Mill, casado con la sufragista Harriert Hardy Taylor, publicaba The Subjection of Women, que fue una invitación a la intensificación de la lucha. Paridad de retribuciones, paridad jurídica, acceso a las profesiones masculinas, igualdad moral e intelectual, paridad política, derecho a elegir y a ser electa, eran las exigencias de Stuart Mill para mejorar el status femenino.
Las sufragistas aparecieron en el escenario británico en 1903. Integraban la Women Social and Political Union, WSPU, cuya divisa era arremeter contra todo, incluso contra la persona misma de los políticos. La respuesta no se hizo esperar: arresto y trabajos forzados propios de presos comunes. Indignadas, las mujeres recurrieron en masa a la huelga de hambre.
La estructura del movimiento estaba protegida por una organización de primera categoría, con su propio semanario (Voces for Women), comité directivo, oficina de propaganda y otras instancia, pero, sobre todo, por una singular y mística entrega de sus militantes a la causa.
Cuando la Liga Antisufragista se entregó a una campaña de acoso y ridiculización de las aporreadas sufragistas, Israel Zanwill, con indignación controlada, repuso: “Aunque en China las mujeres fueran felices con los dedos de los pies mutilados, o en Turquía con un cuarto de marido, las evolucionistas no retrocederán porque quieren pies normales y maridos exclusivos. Aquella que no quiere votar que se quede remendando o leyendo The Lady”.
En los años posteriores a 1906 ningún ministro del gobierno inglés estaba a salvo del acoso de aquellas belicosas damas. Si se presentaba como candidato a las elecciones parciales, sus discursos al electorado se veían interrumpidos por agudas voces femeninas que, a gritos, exigían saber por qué razón las mujeres no podían votar. La policía acudía a llevarse a las alborotadoras, pero no siempre resultaba fácil porque las señoras se solían encadenar a sus asientos. Cuando lograban sacarlas a rastras del local y al poco rato volvían a interrumpir otras integrantes de la denominada Hermandad de las Gitonas.
Las cosas llegaron a tales extremos que los ministros acabaron por dirigirse exclusivamente a audiencias sin mujeres, pero siempre algunas de ellas lograban eludir los controles horas antes y ocultarse de alguna manera hasta poder interrumpir el acto. Los políticos decidieron entonces hacer registros previos, pero sufragistas aparecían en los tejados de los edificios contiguos con carteles y megáfonos.
En sigilosas salidas nocturnas, armadas con tarros de pintura y brochas, borraban los números de las casas, desgarraban el tapizado de los asientos de los coches del ferrocarril, echaban jalea en los buzones, destrozaban vitrinas y jardines, invadían las galerías de arte y mutilaban los cuadros, cortaban los hilos del telégrafo, colocaban bombas de fabricación casera e incendiaban objetivos de todo tipo.
En 1910 Emeline Pankhurst era la cabeza del movimiento. Incitaba a las sufragistas a una lucha cada vez más violenta, hasta que se transformaron en un verdadero peligro público. El 8 de noviembre de 1911 tuvo lugar el “viernes negro”: la policía las maltrató brutalmente y apresó a muchas. Pero el incendio de edificios, de vagones llenos de mercadería y la destrucción de varias obras de arte en los museos, mostraron que la violencia no se apagaba sino que recrudecía. Pankhurst estaba presa cuando recibió la invitación del presidente Woodrow Wilson para visitar Estados Unidos. Aceptó. Al regresar fue nuevamente detenida en la cubierta del Majestic, en Plymouth, y encarcelada en Exeter, donde se negaba a comer, a dormir y a beber.
En lo más áspero de las refriegas, desde 1912 a 1914, la inventiva destructora de las mujeres cundió en diversas ciudades. En sigilosas salidas nocturnas, armadas con tarros de pintura y brochas, borraban los números de las casas, desgarraban el tapizado de los asientos de los coches del ferrocarril, echaban jalea en los buzones, destrozaban vitrinas y jardines, invadían las galerías de arte y mutilaban los cuadros, cortaban los hilos del telégrafo, colocaban bombas de fabricación casera e incendiaban objetivos de todo tipo.
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Con el estallido de la Primera Guerra Mundial, Jorge V amnistió a las sufragistas y les presentó la oportunidad de reemplazar la obra de mano masculina. Y así lo hicieron, con entereza incontestable y un auténtico éxito. En 1928, por fin el voto fue concedido a todas las mujeres mayores de edad.
Unen esfuerzos en Norteamérica
En Estados Unidos la lucha por la emancipación de la mujer empezó a tomar cuerpo bajo la instrucción. El siguiente paso fue la integración al movimiento de abolición de la esclavitud, con lo que aseguraron una especie de doble tribuna que les garantizaba un nutrido auditorio.
Las primeras oradoras, las primeras que se atrevieron a romper la tradición de que una mujer jamás debía dirigirse al público desde una tribuna, fueron precisamente una mujer blanca y una mujer negra: Francis Wright y María Stewart. En las “lecturas públicas” –en lo que fueron imitadas por Angelica Grimke y Lucy Stone- abordaban tanto el problema de los esclavos como el del estatus femenino. El Congreso Antiesclavista de Londres, en 1840, tuvo que realizarse sin la delegación estadounidense, obviamente la más importante: todos los norteamericanos se retiraron ante la negativa del organismo de aceptar a cuatro mujeres en la comitiva.
Pocos años más tarde hacía su entrada triunfal al campo de batalla Elizabeth Cady Stanton, agresiva y lúcida organizadora de convenciones en que el punto principal a tratar era el derecho a sufragio. El señor Staton, mientras, no se sintió lo suficientemente fuerte para enfrentar el ridículo de ser el esposo de tan destacada feminista y se apresuró a abandonar con viril decisión su ciudad, Waterloo. Precisamente cerca de allí se realizó la famosa convención de Seneca Falls, en 1843.
Los congresos nacionales que se realizaban anualmente, las reuniones provinciales con cientos de delegadas, y el hecho de que más de 200 mil mujeres trabajaban en 1850 en la industria, más el apoyo concreto de la prensa abolicionista, fortalecieron la causa feminista norteamericana. Había llegado el momento de que las mujeres reclamaran reformas directamente a la legislatura de estado. Las capitanas de Susan Anthony recogieron seis mil firmas para un petitorio por el derecho a sufragio en el estado de Nueva York. Entretanto, ya se había formado la Liga de Mujeres Patriotas para llegar a un acuerdo sobre cómo afrontar la Guerra Civil.
Reemplazando en el trabajo a los hombres ocupados en el fragor de la lucha, las mujeres desplegaron sus capacidades tantas veces negadas y empezaron a exigir el derecho a voto. En julio de 1868 el voto fue otorgado a los hombres de color. La desilusión que se produjo en las filas femeninas acarreó el rompimiento con la Sociedad Americana por la Igualdad de Derechos, mientras las dirigentes Staton y Anthony fundaban el periódico The Revolution, con el lema: “Los hombres, sus derechos y nada más; las mujeres, sus derechos y nada menos”. El gran mérito es que se dirigía a todas las trabajadoras y exhortaba a no dar tregua en la lucha por el sufragio, que para sus directoras era el “ábrete sésamo” de muchas otras conquistas. Pertenecían al grupo “National”, que se enfrentaba al grupo “The American”, más conservador y anti sufragista en cierta medida.
Un grupo de aguerridas y tozudas mujeres decidió por su cuenta depositar sus votos para la elección presidencial en noviembre de 1866. Sus votos fueron anulados sin más trámite que sacarlos y tirarlos al canasto. La indignación lógica las hizo organizarse para dar la lucha en la calle con marchas espectaculares, llamando la atención en cualquier forma, y arreglándose para ingresar de alguna manera a leer sus escritos a las grandes reuniones.
En Wyoming, en 1869, fue concedido el derecho a voto con una cláusula agregada a la constitución que otorgaba igualdad de derechos políticos a todos los ciudadanos. El sufragio fue otorgado de una manera insólita, sin necesidad de lucha, dejando con un palmo de narices a todo el mundo. Poco después, Colorado, Idaho y Utah también daban el derecho a las sufragistas. Washington lo hizo recién en 1910.
Superadas las diferencias entre radicales y conservadores se formó una gran liga internacional que vio la luz en Berlín en junio de 1904 y estaba integrada por Estados Unidos, Inglaterra, Dinamarca, Alemania, Australia, Holanda, Suecia y Noruega bajo la presidencia de la norteamericana Charry Chapman. Pero la burocratización fue inevitable y condujo a la Liga a la inoperancia. Entonces surgió al primer plano de la vanguardia la hija de Elizabeth Staton, Harriet, con una línea más agresiva y un programa dinámico que dio origen a la Unión Política de las Mujeres.
Las mujeres salían a marchas unidades portando carteles y antorchas, desafiantes y eufóricas en la pelea por el voto. Otras veces en forma silenciosa para promover una lectura obligada de sus carteles, bautizados como los “centinelas mudos”. En 1911 fue otorgado el voto en California. En 1917 en Nueva York. Pero recién en 1920 la Constitución estableció que el voto femenino no puede ser negado o limitado en los Estados Unidos por ningún motivo a causa de la diferencia de sexo.
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