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Viernes, 19 de Abril de 2024
3° parte

Los libros clave para entender el Golpe: 'La conjura'

Mónica González

Durante estos días INTERFERENCIA ofrecerá la reproducción de los capítulos más significativos de los libros clave que explican el Golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. En esta entrega republicamos una parte del Capítulo XXVIII Las bombas de racimo del libro La conjura, de la recientemente galardonada con el Premio Nacional de Periodismo, Mónica González. El libro fue editado por un convenio entre la carrera de Periodismo de la UDP y la editorial Catalonia. Las fotos de Koen Wessing son de un libro publicado por LOM Ediciones.

Admision UDEC

¿Cómo fue nuestro despertar ese 12 de septiembre de 1973? Las respuestas de los chilenos darían la magnitud del terremoto que había sacudido el país y cuyas secuelas quedarían imborrables por el resto del siglo. Miles de hombres y mujeres, que durante los últimos tres años habían osado acercar el cielo a sus manos, sin fijarse demasiado en los destrozos que dejaban en su intento, debían observar ahora con horror cómo ese mismo cielo se les caía a pedazos y que la peor de las pesadillas recién comenzaba. El derrumbe del cielo arrastraba todo a su paso: vidas, sueños, casas, amistades, caricias, fotografías, techos, libros y paredes. La intemperie total.

Para otros, era el inicio del camino de la victoria. Una que no envolvió a todos por igual. La Moneda bombardeada era el símbolo del cambio radical. Esa misma tarde, cuando el comandante Roberto Sánchez, ex edecán de Allende, regresó del entierro del Presidente no pudo reprimir el deseo de entrar al palacio presidencial. Su excusa fue imbatible: debía retirar sus efectos personales.

“El edificio estaba casi desocupado. Pasé por el Salón Independencia y vi el sillón manchado con sangre y restos de masa encefálica... Los impactos de bala en la muralla de atrás... Fue muy fuerte ver eso... Me senté en el sofá de felpa roja ... Recordé que, pocas horas antes, al momento de despedirse de nosotros, el Presidente nos explicó cómo se iba a suicidar... Hice la repetición de sus movimientos... ¿Habrán sido éstos? ¡El Presidente cumplió con lo que nos dijo!”.

Sánchez era ajeno al nuevo orden que se imponía bajo el amparo del propio presidente de la Corte Suprema: Enrique Urrutia Manzano. A sólo horas del bombardeo de La Moneda y la muerte de Allende y cuando el Estadio Chile y el Nacional comenzaban a abarrotarse de detenidos, Urrutia Manzano proclamó su “más íntima complacencia, en nombre de la administración de justicia en Chile”, con los propósitos del “nuevo gobierno”. Dos días después, los otros jueces del alto tribunal fueron recogidos en sus domicilios por un vehículo militar y llevados a la sede de la Corte Suprema, donde ratificaron esos dichos, dando su anuencia al nuevo régimen de facto. Ninguno de ellos tuvo reparos en el Decreto Ley N° 1 de la Junta Militar, el que estipuló que respetarían las resoluciones judiciales sólo “en la medida que la actual situación lo permita para el mejor cumplimiento” de sus postulados. La Corte de Apelaciones de Santiago fue también “íntimamente complaciente” con lo dicho en ese primer decreto ley y rechazó el primer recurso de amparo que presentó Bernardo Leighton en favor de Carlos Briones, Clodomiro Almeyda y otros. 

La efervescencia en esas horas se concentraba en el Ministerio de Defensa. Allí se organizaron las fuerzas para asegurar el control de la capital a través de un masivo despliegue de tropas y bandos militares que se difundieron por cadena oficial. La exigua resistencia despertó temores y elucubraciones. Se sospechó que era sólo el preludio de nuevos combates. Los papeles se apilaban y ellos no satisfacían la mayor duda: ¿dónde estaban los dirigentes importantes de la Unidad Popular? La cacería recién se iniciaba.

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Foto de la Agencia UPI
Foto de la Agencia UPI

 

Al caer la noche, por calle Franklin y en dirección al oeste de Santiago, un bus de la CTC (compañía estatal de transportes) avanzaba con lentitud. Se internaba en la zona calificada como “peligrosa” por los nuevos mandos militares. Allí donde las sombras y el miedo pertenecían a los pobladores. 

En una esquina, una patrulla militar reforzada le ordenó a su conductor detenerse. Desde la puerta abierta asomó un hombre joven con uniforme policial y presillas de teniente.

Le pidieron el santo y seña. El teniente lo entregó. El uniformado de la guardia, con su fusil en alto, escudriñó con la mirada el interior del bus: sólo carabineros de rostros tensos y agotados. Con tono molesto, preguntó por qué no portaban el brazalete naranja que identificaba a las fuerzas “legales”. El teniente, escueto, replicó que se les habían que -dado en el cuartel ya que habían salido a la carrera a ejecutar una misión. Sus compañeros aguantaban la respiración con las armas listas para ser activadas. Las barreras se abrieron y el bus siguió su marcha. Pero el jefe del piquete no quedó satisfecho. Decidió comunicarse con un equipo del Ejército apostado a sólo tres cuadras de allí y le transmitió sus sospechas. A los pocos segundos, el jefe de la otra patrulla avistó el bus y ordenó a sus hombres que lo detuvieran. Esta vez el vehículo siguió su marcha. La orden fue más potente. El conductor aceleró. El estallido de un bazooka retumbó en el vecindario. Desde los fierros retorcidos sacaron más tarde a veintisiete hombres. El parte con el relato de la acción fue concluyente: “27 delincuentes políticos resultaron muertos”. Sus restos fueron a parar a La Morgue.

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Foto de Koen Wessing
Foto de Koen Wessing

No tuvo el mismo destino el piquete de hombres que, apostado en el sector de Cerrillos, atacó un helicóptero UH de la Fuerza Aérea que apoyaba un operativo en el cordón industrial de la zona. Después de derribado se perdieron en la oscuridad refugiándose en la población La Legua.

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Foto de Koen Wessing
Foto de Koen Wessing

A las 20 horas, en la Escuela Militar, en el sector alto de la capital, la Junta Militar procedió a nombrar a los ministros del primer gabinete. Fue la segunda decisión colegiada importante, después de que en la noche anterior, acordaran que la presidencia de la Junta sería rotativa.

Gustavo Leigh: 

- Todos estuvimos de acuerdo. Fue un compromiso verbal. Ni siquiera se dieron plazos. Tampoco hubo problemas cuando Pinochet quiso asumir la cabeza de la Junta en función de que el Ejército era más poderoso y cubría todo e! país. Las prioridades eran otras.

La CIA también fue informada del mando rotativo y de muchas otras decisiones que ni Pinochet ni Mendoza conocían aún, pero que estaban condensadas en los documentos preparados con antelación por los equipos de Merino y Leigh. En el informe, que el jefe de la estación en Santiago despachó e! 11 de septiembre, se dice: 

1.    Según (' .. tarjado en el original), la Junta se rotará periódicamente entre los representantes de las Fuerzas Armadas.

2.    El actual Congreso será cerrado.

3.    La CUT será clausurada.

4.    La ley de inamovilidad será abolida, la ley que impide el despido de empleados públicos también.

5.    Se creará una nueva Constitución que será aprobada en un plebiscito. 

6.  La Junta seguirá el modelo brasileño... 

Merino declaró que la Marina se haría cargo de la conducción económica. Para eso se había preparado. Así le explicó a la periodista Malú Sierra su decisión: “Dije que tomaba esa área porque acababa de ser director general de los Servicios de la Armada, lo que equivale a ser gerente general de la Marina y siempre me había gustado la economía. La había estudiado como hobbie. Había seguido cursos en la Enciclopedia Británica”.

Pero su respaldo estaba condensado en “El Ladrillo”, el documento preparado desde el año 72, en estricto secreto y por orden de la Armada, por un grupo de economistas bajo el alero de la SOFOFA. El mismo día 11 se sacaron cientos de copias, las que estuvieron listas para ser distribuidas entre las nuevas autoridades. Si bien Pinochet no puso objeciones a la decisión que anunció Merino, sí insistió en que el ministro de Economía fuera un miembro de! Ejército.

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Archivo de INTERFERENCIA
Archivo de INTERFERENCIA

 

Pinochet y Merino, ambos de 57 años, eran los más antiguos. Leigh, con sus 53 años, era el menor y el más vigoroso. Era, además, el que infundía el mayor temor entre los partidarios de Allende, que recordarían durante muchos años su promesa hecha al momento de asumir su puesto en la Junta Militar: “hay que erradicar el cáncer marxista de raíz”. En las filas del Ejército sobresalían los generales, Oscar Bonilla (55 años) y Sergio Arellano (52 años).

Al momento de anunciar los nombres de los nuevos ministros quedó claro que los “dueños del Golpe” en la Fuerza Aérea, la Marina y Carabineros habían sido recompensados. En el Ministerio de Relaciones Exteriores se designó al almirante Ismael Huerta (58 años), el hombre que había asumido muchas veces la representación de Merino en las reuniones de la cofradía golpista en Lo Curro.

En esa misma cartera tomó su lugar, como asesor, Orlando Sáenz, presidente de la SOFOFA y jefe del “comando de guerra” de los empresarios. En una posición paralela quedó el empresario Ricardo Claro. En Defensa se ubicó el almirante Patricio Carvajal (53 años), el gran coordinador de la conjura, función que pudo continuar al tener bajo su dependencia el Estado Mayor de la Defensa Nacional. Y la cartera de Hacienda quedó en manos del contralmirante Lorenzo Gotuzzo. 

Arturo Yovane, el jefe del Golpe en Carabineros, fue nombrado ministro de Minería, un puesto clave tras la reciente nacionalización del cobre, y dos de sus pares en la ruta anti-Allende, los generales Diego Barba Valdés y Mario McKay, en Tierras y Colonización y Trabajo, respectivamente. Las carteras de Obras Públicas, Agricultura y Salud quedaron para la Fuerza Aérea. Leigh marcó de inmediato la diferencia. En la segunda cartera, nombró a Sergio Crespo. No era coronel en retiro de la FACh, desde el punto de vista estrictamente militar, sino ingeniero y agricultor de Colchagua asimilado. El general Nicanor Díaz Estrada mantuvo su cargo en el Estado Mayor de la Defensa Nacional, la poderosa estructura que seguiría manejando los hilos del poder, incluyendo la tarea de inteligencia, durante los primeros días. En cuanto al general Francisco Herrera, éste recibiría la misión de organizar los primeros campos de prisioneros. 

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Foto de Koen Wessing
Foto de Koen Wessing

Pinochet se encargó, en esa primera decisión importante, de demostrar quién tenía el control de la situación en el Ejército. De los “dueños” del Golpe en esa rama institucional, los generales Arellano, Nuño, Vivero y Palacios, sólo Vivero fue ubicado en el gabinete: lo designó ministro de la Vivienda. En Economía nombró al general Rolando González Acevedo, tercera antigüedad, un hombre de su confianza y testigo de su relación con Allende, ya que había sido el último ministro de Minería del recién fallecido Presidente. Hubo sorpresa entre algunos hombres del Ejército que participaron de la conjura. Pensaban que ese cargo le debió haber correspondido al general Sergio Nuño, uno de los principales autores del “memorándum secreto” que enviara el “Comité de los 15”, en julio, a Salvador Allende y comentarista económico permanente de la marcha del gobierno de la Unidad Popular en los consejos de generales.

Nuño debió conformarse con la vicepresidencia de la CORFO. Merino, que no confiaba ni en las capacidades de Pinochet ni en las del general González, el día 12 de septiembre, a sólo horas del Golpe, llamó a su amigo Roberto Kelly, ex marino e integrante de la “Cofradía Náutica” donde se gestó “El Ladrillo” y le dijo “¡Tráeme nombres!” Kelly cumplió. Y él mismo se convirtió, ese mismo día, en uno de los hombres más trascendentes en marcar la impronta de los “Chicago” en el régimen militar, al asumir como ministro de Odeplán.

Tanto le importaba la conducción económica a Merino que, un día después de convocar a Kelly envió una patrulla a la casa del economista Sergio de Castro, uno de los autores de “El Ladrillo”, con un mensaje urgente: se requería su presencia. Cuando lo tuvo al frente le pidió que se incorporara de inmediato como asesor económico de la Junta Militar. De Castro, como futuro ministro de Hacienda y Kelly desde el semillero de “Chicagos”, en Odeplán, serían los dos pilares del nuevo orden económico.

No fue la única ayuda que tuvo Merino esos primeros días en el poder. El 13 de septiembre, acompañado del almirante Lorenzo Gotuzzo, recién nombrado ministro de Hacienda, visitó las bóvedas del Banco Central para constatar la reserva de que se disponía. Un tercer hombre integraba la comitiva: Antonio da Cámara Canto, embajador de Brasil en Chile. El día 11 había sido uno de los rarísimos civiles en presenciar la toma del poder de la Junta Militar, y el primer representante de un gobierno extranjero en reconocer al nuevo mando del país. Los lazos de la dictadura de Brasil con la de Chile quedarían sellados de manera más sólida esa mañana en el Banco Central, cuando el poderoso embajador obtuvo, con una simple llamada telefónica, el primer préstamo internacional: seis millones de dólares. Poco después aterrizaban en Santiago los primeros oficiales de las Fuerzas Armadas de Brasil que, bajo el pretexto de ayudar en la captura de los “extremistas” de ese país que se habían refugiado en Chile, asesorarían en la técnica de interrogatorios.

Dos civiles integraron ese primer gabinete. En Educación, fue designado José Navarro, un ex profesor de Augusto Pinochet, que duró apenas algunos días en el cargo antes de ser enviado a Costa Rica, como embajador. En Justicia fue nombrado Gonzalo Prieto, hijo de oficial de la Armada y él mismo estrechamente vinculado a la Auditoría de esa institución. En el cargo de director de Prisiones nombró al coronel de Carabineros Hugo Hinrischsen, quien se había integrado a la conjura en presencia de Arellano y Yovane. Ni Prieto ni el coronel Hinrischsen sospechaban cuán difícil e ingrata sería la tarea que iniciaban en Justicia.

Para la principal cartera, la de Interior, Pinochet escogió al general Oscar Bonilla. La decisión ya la había adelantado el lunes 10, cuando reunió, en el comedor comandancia en jefe del Ejército, a los generales que iban a participar al mando de la acción golpista. Ese día, y ante la presencia de Leigh, Pinochet comunicó que si algo le ocurría, su “sucesor” sería Bonilla, quien se desempeñaba como director de Logística del Ejército. Y lo instaló en el Comando de Tropas de Peñalolén, cuyo mando pertenecía a Arellano, desde donde dirigió las operaciones del Golpe.

Si bien, para la mayoría de la población, Bonilla era un conspirador de la primera hora, la verdad fue otra: no había participado en sus acciones preliminares. Sus relaciones privilegiadas con la Democracia Cristiana habían comenzado en 1966, cuando fue designado edecán del Presidente Frei Montalva. Allí conoció a todos sus ministros y dirigentes importantes de ese partido, en especial, a Juan de Dios Carmona, ministro de Defensa y uno de los principales instigadores del Golpe, desde el mismo día en que Allende ganó la elección del '70. Fueron dos intensos años de contacto directo con los pasillos del poder.

Cuando, en 1967, le entregó el cargo a Sergio Arellano y partió a España como Agregado Militar, Bonilla no tenía un diploma, pero los que lo conocían supieron que había adquirido un roce político del que sus pares carecían. Y era consciente de su valor.

Bonilla fue uno de los dos oficiales del Ejército que vivió los acontecimientos de esos primeros días de toma del poder en el escenario principal. El otro fue el coronel Pedro Ewing Hodar, al que Pinochet designó ministro Secretario General de Gobierno y oficiaría de secretario de la Junta. Hubo un tercer oficial de Ejército que también tuvo acceso privilegiado al nuevo círculo de los “elegidos”: el coronel Enrique Morel Donoso-, “cofrade” de Lo Curro de la primera hora.

Se había convertido en edecán de Pinochet el 10 de septiembre, cuando el general Arellano lo propuso para esos efectos.

Morel había asumido, en junio de 1973, la subdirección de la Academia de Guerra, bajo el mando del general Herman Brady, a quien los conjurados miraban con recelo por el episodio que lo llevó al generalato. En enero de 1971, el Senado objetó su ascenso y la intervención directa del ministro José Tohá, a pedido de Allende, masón como Brady, le permitió seguir en actividad. A pesar de que Brady se había hecho respetar, no tuvo todos los méritos para ser incorporado al grupo golpista de la Academia de Guerra, encabezado por Morel y el teniente coronel Sergio Arredondo, el mismo que asumió el 10 de septiembre como jefe de Estado Mayor del general Arellano para la operación del Golpe.

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Las memorias del general Sergio Arellano fueron fuente exclusiva para la autora del libro. Foto Archivo de INTERFERENCIA
Las memorias del general Sergio Arellano fueron fuente exclusiva para la autora del libro. Foto Archivo de INTERFERENCIA

La actividad conspirativa desplegada por Morel y Arredondo, líderes del “grupo de los coroneles”, tuvo un impulso cuando, el 24 de agosto, Pinochet nombró a Brady comandante de la Guarnición de Santiago en reemplazo del general Mario Sepúlveda. 

Hasta ese momento, el grupo de la conjura en la Academia de Guerra lo integraba un reducido grupo de profesores: los coroneles Roberto Guillard (profesor de Logística) y Carlos Meirelles (Historia Militar y Estrategia); los tenientes coroneles Oscar Coddou (profesor de Geografía Militar y Geopolítica), Walter Dorner (Historia Militar y Estrategia), Charly Hensel (Informaciones); y el mayor Atiliano Jara. A ellos y en un lugar de primacía, se unía otro profesor, el coronel Eduardo Fornet”, oficial de la Fuerza Aérea y miembro también originario de la cofradía de Lo Curro. Y en otro lugar destacado se ubicaba el capitán de fragata Rodolfo Calderón Aldunate, profesor de Guerra Marítima. Un oficial ecuatoriano seguía los pasos de los conjurados: el teniente coronel Luis Cuevas Alfaro, profesor de Logística.

En los primeros días de septiembre, los profesores decidieron ampliar el grupo, incorporando a determinados alumnos del curso que se graduaba ese año. Entre los veinticinco alumnos, destacaban Alejandro González Samohod, Gustavo Abarzúa, Carlos Parera, Héctor Darrigrandi, Raúl Iturriaga Neumann, Rolf Wenderoth y Ernesto Videla.

Con el coronel Enrique Morel de edecán de Pinochet, la dirección de la Academia de Guerra quedó acéfala. Asumió de oficio el teniente coronel Sergio Arredondo. Y si bien el hecho rompió con todas las tradiciones y estructura del mayor centro de formación del Ejército, en esos días de septiembre de 1973 las preocupaciones y afanes eran otros. Al punto que la gran mayoría de los oficiales -profesores y alumnos- serían llamados a ocupar funciones relevantes de asesoría de gobierno.

Si aparentemente los que partían eran mirados como los “elegidos”, en estricto rigor, los oficiales que se quedaron en la Academia de Guerra bajo el mando transitorio del teniente coronel Sergio Arredondo, serían los que muy pronto tuvieron el mayor poder jamás desplegado en la historia del régimen militar: a fines de septiembre, instaló allí su base de operaciones el coronel Manuel Contreras Sepúlveda. Pero para eso faltaban aún otros acontecimientos importantes.

Las bombas que cayeron en La Moneda resultaron ser de racimo. Una de ellas explotó a miles de kilómetros, en el medio de Europa. La muerte de Allende y el Golpe de Estado provocaron un efecto traumático sobre la izquierda europea. Impresionantes multitudes de hombres y mujeres de todas las edades salieron a las calles a rendir homenaje a Salvador Allende, símbolo del socialismo democrático. En Italia, Enrico Berlinguer, secretario general del Partido Comunista, la misma noche del 11, se encerró en su casa a escribir, impactado por las noticias que llegaban desde Santiago. La derrota de la “vía chilena al socialismo” tenía lugar cuando su partido iniciaba el difícil, pero acelerado, alejamiento del modelo soviético.

Cuatro días más tarde, el sábado 15 de septiembre, Berlinguer llegó a las oficinas de Rinascita, el semanario ideológico del partido, con un extenso artículo titulado “Reflexiones después de los acontecimientos de Chile”. En él, por primera vez, un alto dirigente comunista proponía una alianza histórica con sectores no marxistas, como condición para materializar un proyecto de cambios. Berlinguer planteó, en síntesis, que los militares chilenos habían demostrado que en los países bajo la poderosa influencia de Estados Unidos -y guardando las proporciones, decía, Chile y Italia eran comparables en ese parámetro- no bastaba con acceder al poder político con casi un 50% de los sufragios. Lo que se requería era el mayor apoyo popular posible, una mayoría que, en Italia, no podía construirse sino en alianza con la Democracia Cristiana. Berlinguer finalizaba sus “lecciones” con un llamado a rubricar un gran “compromiso histórico” entre el PC y la Democracia Cristiana italiana. Esa estrategia encontraría un oído receptivo en el dirigente DC, Aldo Moro.

En Francia, Alain Touraine, uno de los cientistas políticos más reputados de ese país, escribió en Le Nouvel Observateur del 1 de octubre de 1973: La sentencia de muerte de la Unidad Popular la dictó su incapacidad para integrar los elementos contradictorios que la componían. Era una especie de federación de movimientos que divergían cada vez más. Desde la primavera de 1972, ya no existía prácticamente una unidad de dirección económica. Por un lado, estaba la tentativa de izquierda en el seno del PS y por otro, la voluntad del PC de dialogar con la Democracia Cristiana. Después del Golpe abortado del 29 de junio, la evolución divergente de las dos tendencias de la Unidad Popular se acentuó. Vivimos, en el mes de junio, un juego institucional florentino en la cumbre y una explosión de fuerzas sociales en la base. En la disgregación general, las FF.AA. asumieron el papel de “defensoras de la Nación”.

Intervinieron tanto para quebrar la izquierda como para romper el sistema político... No puede separarse el análisis del Golpe del análisis de la crisis de la UP misma. Y de su incapacidad para ejercer una gestión económica coherente. 

En Argentina, el Presidente Juan Domingo Perón también se inquietó ante las informaciones que provenían de Chile. Y de la inquietud pasó a la preocupación: empezó a temer un cerco sobre su país. No estaba equivocado. Las primeras acciones conjuntas que emprenderían poco meses después la DINA con su símil argentino, el SIDE (Servicio de Inteligencia del Estado) y la “Triple A” lo corroboraron. El derrocamiento, años después, de su viuda Isabel, que asumió la Presidencia tras su muerte, estuvo en parte prefigurado en Santiago. 

Es probable que el general Carlos Prats haya pensado encontrar algo de alivio en el vecino país. Ignoraba que allí también se incubaba un Golpe con mucha antelación. Pero, las horas posteriores al 11 de septiembre no daban demasiado espacio al análisis. La vida del antecesor de Pinochet al frente del Ejército se había trastocado por completo y estaba a tal punto amenazado, que sólo le quedó tomar la drástica y rápida decisión de partir. Antes, debió desmentir, ante las cámaras de televisión, que encabezaba a fuerzas rebeldes que venían desde el sur, un mito ampliamente difundido, especialmente entre los escasos grupos armados que resistían el Golpe. “Por conciencia de cristiano y formación de soldado, no deseo contribuir al derramamiento de sangre entre compatriotas... “, dijo, en su dramática intervención. Fue, también, su última aparición pública: nunca más daría una entrevista. 

A las cinco de la tarde del viernes 14, Prats se despidió de su familia y también de su esposa Sofía, la que se quedó en Chile acompañando a su hija mayor (Sofía), embarazada de ocho meses. Cargó una pistola distinta a la habitual, más potente, amartillada, lista para ser usada en cualquier momento. La guardó con gesto decidido y se fue con su chofer, Germán López, en dirección al paso fronterizo Las Cuevas. Pero, en algún recodo del camino Prats descendió del vehículo y el coronel René Escauriaza tomó su lugar. Para ser un señuelo perfecto se puso incluso la gorra de Prats. En otro automóvil, Prats, en compañía del mayor Osvaldo Zabala, se dirigió al aeródromo de Tobalaba. Un helicóptero esperaba. Una versión indica que cuando el piloto se mostró dudoso de emprender el viaje hacia Portillo, Zabala lo apuntó con su pistola. 

Lo cierto es que Prats llegó a Portillo a las 7.40 horas del 15 de septiembre. Y de allí se fue en auto a la frontera, donde era esperado por altos oficiales del Ejército argentino, enviados por el general Jorge Raúl Carcagno, comandante en jefe. Un general que acababa de impugnar la “Doctrina de Seguridad Nacional”, el TlAR, y el sistema interamericano de defensa. Antes de despedirse de sus amigos y camaradas de armas, Prats les entregó una carta para Pinochet: El futuro dirá quién estuvo equivocado. Si lo que ustedes hicieron trae el bienestar general del país y el pueblo realmente siente que se impone una verdadera justicia social, me alegraré de haberme equivocado al buscar con tanto afán una salida política que evitara el Golpe. 

Mañana: Las Voces de la Memoria. El Golpe en Valparaíso, de los periodistas Manuel Salazar y Nelson Muñoz.

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