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Sábado, 20 de Abril de 2024
Neurociencias

Por qué hay gente que no comprende lo que lee

Ricardo Martínez

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Los autoestereogramas se asemejan a los procesos de lectura que 'atrapan' a un lector
Los autoestereogramas se asemejan a los procesos de lectura que 'atrapan' a un lector

Leer es una de las actividades mentales más fascinantes y emocionantes, pero muchas personas nunca logran encontrarle el sentido y menos entender de qué se tratan los textos. Las pruebas estandarizadas como PISA o el SIMCE han detectado esto desde hace ya un par de décadas, pero es la neurociencia moderna la que está dando las mejores respuestas para entender el problema.

Admision UDEC

En uno de los episodios más recordados de El Retrato del Artista Adolescente, el escritor irlandés James Joyce escribió esta sentida secuencia: “Despertó hacia el amanecer. ¡Oh, qué música tan dulce! Su alma estaba húmeda de rocío. Sobre sus miembros dormidos unas frías ondas de luz se habían deslizado. Estaba echado aún, como si su alma yaciera entre unas aguas frías, consciente sólo de la música dulce y vaga. Su mente se iba despertando lenta, hacia un tembloroso conocimiento matinal, hacia una matinal inspiración”.

El texto presenta quizá una de las más recordadas epifanías (ese dispositivo literario en que el personaje de improviso comprende su lugar en el mundo y en dicha revelación se conmueve y la prosa conmueve asimismo a la lectora) de toda la literatura modernista de la primera mitad del siglo XX. Pero hay al menos algo más, el texto de Joyce contiene varias frases y palabras que dicen relación con la luz: “amanecer”, “frías ondas de luz”, “conocimiento matinal”, “matinal inspiración”. 

Cuando usted ha leído aquellas frases y palabras es muy probable que sus pupilas se hayan contraído. Esto es lo que ha propuesto una investigación llevada a cabo en 2017 por los expertos en cognición y lectura de las universidades de Groningen y Aix-Marseille en Europa; Sebastiaan Mathôt, Jonathan Grainger y Kristof Strijkers, publicado por el journal académico Psychological Science.

Estos autores hicieron una prueba en que mostraron palabras escritas asociadas a la luz, como “iluminado”, y la oscuridad, como “oscuro”, a un grupo de treinta participantes (21 mujeres y 9 hombres de entre 18 y 54 años de edad) y midieron la dilatación o contracción de las pupilas de estas personas al leer dichas palabras. Encontraron que, así como el ojo humano dilata o contrae sus pupilas dependiendo del brillo de lo que se está mirando, el efecto resultaba similar cuando se lee una palabra como “sol”.

Leyendo con el cuerpo: la lectura corporalizada

El hallazgo de los especialistas de los Países Bajos y Francia viene a reforzar y apoyar una idea que ha crecido en popularidad entrado el presente siglo XXI: que la lectura es un proceso en que no solo esta involucrada la mente, sino que también el cuerpo. A esa idea se la denomina la corporalización de la lectura e indica que los cuerpos de las personas reaccionan a los temas sobre los cuales se lee. 

Por ejemplo, en su tesis de posgrado para el Magister en Estudios Cognitivos de la Universidad de Chile en 2010 -Aplaudiendo con las manos cerradas: marcadores neuronales del efecto de compatibilidad acción-oración- la cientista cognitiva chilena Pía Aravena presentó a un grupo de participantes oraciones frente a las cuales, tras leer la frase, y sintieran que la habían comprendido, apretaran un botón. Algunos de ellos debían responder teniendo previamente la mano abierta, mientras que otros la debían tener previamente cerrada.

El resultado fue que, cuando leían una frase como “el payaso cacheteó a su compañero”, quienes tenía la mano abierta, la frase les resultaba más fácil de comprender, y, al mismo tiempo, el movimiento de apretar el botón sucedía de modo más fluido. Lo contrario sucedía con quienes tenían la mano empuñada.

O sea, lo que demuestra el experimiento es que la compatibilidad entre lo que se está leyendo y la acción motora que se está realizando, ayuda tanto a comprender lo que se lee, como a realizar la rutina motora.

Descubrimientos como los de los especialistas europeos y la científica chilena tienen el carácter de revolucionarios, toda vez que van en contra de lo que se pensaba de los procesos lectores en la comunidad científica en las últimas décadas del siglo XX. 

Diversos autores como Walter Kintsch, Teun Van Dijk o Morton Ann Gernsbacher, así como gran parte del resto de la comunidad de expertas y expertos en las ciencias de la mente, sostenían hasta hace no poco tiempo, que leer era una actividad abstracta, simbólica, y separada de la percepción y el cuerpo. Algo que ocurría de manera computacional y proposicional (como las proposiciones lógicas del tipo p => q).

Entonces irrumpieron una serie de investigadores, como Rolf Zwaan que echaron por tierra esta idea al señalar, a inicios de la primera década del presente siglo, que leer no solo es comprender mentalmente el texto, sino que sumergirse en él. Zwaan llama a esto el “efecto de transporte de la literatura” o la idea del “experimentador inmerso”. Cuando se lee no solo se comprende, sino que se “vive” (de manera vicaria) lo que el texto está diciendo.

Todo el desarrollo y el impacto de las teorías de la comprensión lectora que han llevado a cambios en los currículos escolares en gran parte del planeta en los últimos treinta años, así como al desarrollo de pruebas estandarizadas como IALS, ALL, PIRLS, PISA o el mismo SIMCE en Chile, se han concentrado en promover y testear que el estudiantado escolar -y también universitario- haga tres cosas: localizar información en los textos, interpretar el contenido del los textos y, finalmente, evaluar la forma y el fondo de los textos. 

Abundan preguntas sobre encontrar el nombre de un personaje, o dar cuenta de las metas de una acción relatada en un cuento, o evaluar si la manera en que se presenta un texto asociado a una imagen está bien lograda.

Pero poco y nada se trabaja en los currículos y las pruebas sobre este impacto corporalizado de la lectura. Poco y nada se le da espacio a la manera como la lectora o el lector de, por ejemplo, un relato breve del chileno Roberto Bolaño o de la argentina Mariana Enriquez experimentó -vivió- lo que en él se relataba.

No entiendo lo que leo

Las personas que son buenas lectoras, que se devoran sagas de miles de páginas como El Señor de los Anillos, Juego de Tronos o Harry Potter, tienen un secreto que atesoran bien. Estos libros las hacen volar y viajar a mundos mágicos. En un momento cuando están leyendo ya no se dan cuenta de que están leyendo y empiezan a habitar (vicariamente) en esos mundos construidos por palabras, como descubrió el especialista en lectura literaria Paul Werth en los ochenta y noventa y que se presenta en su libro Text Worlds: Representing Conceptual Space in Discourse publicado póstumamente en 1999.

Gran parte del resto de las personas no alcanza a hacer esto, como señalaba el poeta coyhaiquino Tristán Sade, “me saco el empaquetado uniforme, / medito sobre la existencia humana / y trato de estudiar un poco (a veces)”, tratando de juntar las letras, de amasijar las palabras, de entender las oraciones. Gastan gran parte de su esfuerzo en simplemente decodificar lo que el texto dice, sin la posibilidad de pasar al nivel de transporte al nivel de inmersión

Esa lectura no transportante es un poco como las personas que no podían entender los autoestereogramas (imágenes bidimensionales que permiten una percepción tridimencional), como el de la imagen que acompaña a este reportaje.

Los autoestereogramas fueron muy populares a mediados de los años noventa y consistían en imágenes extrañas que, cuando se veían a la distancia adecuada y las personas lograban cruzar la vista sobre ellos, revelaban una figura en tres dimensiones. Se podía ver una esfera tridimensional o la forma de una dona o así. Pero había personas que nunca podían ver y experimentar esa imagen tridimensional. Esas personas no sabían de lo que se estaban perdiendo.

De acuerdo con lo que propone Stanislas Dehaene en su seminal libro El cerebro lector, traducido al español en 2014 por Siglo XXI, las preguntas básicas sobre la lectura son cosas como: “¿Por qué nuestro cerebro de primates puede leer? ¿Por qué tiene una inclinación a la lectura, aun cuando esta actividad cultural fue inventada sólo hace unos pocos miles de años?”. Y las respuestas a dichas preguntas han costado una enormidad en ser levantadas, porque, si bien, como señalaba hace algunos años la especialista argentina en historia de la alfabetización, Berta Braslavsky, hemos avanzado mucho en desarrollar modelos para explicar cómo leemos y cómo entendemos, pero, la comprensión de lo que le ocurre al cerebro -y al cuerpo- cuando lee está aún en pañales. 

En el momento más memorable de La historia sin fin de Michael Ende el señor Koreander resume todo lo que se ha dicho acá: “Hay seres humanos que no pueden ir a Fantasía, y los hay que pueden, pero se quedan para siempre allí. Y luego hay algunos que van a Fantasía y regresan. Como tú. Y que devuelven la salud a ambos mundos”.

El trabajo de los próximos años consistirá en entender por qué algunas personas no pueden emprender ese viaje y ante un libro por leer, como El Quijote o Formas de volver a casa se quedan atrapados en tratar de decodificar las palabras y las oraciones, y jamás logran alzar el vuelo y sumergirse en los mundos ocultos tras las letras.

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Gracias por ese articulo que aborda un tema muy relevante y que a la vez suena liviano por el hecho que estamos hablando solamente de la capacidad de soñar y viajar. En el sistema actual en el cual cuesta encontrar puertas de salida para retomar aire el hecho de saber que podemos con nuestra mente hacer que nuestro cuerpo pueda viajar es simplemente fantástico.

Gracias por esta buena lección, un abrazo

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