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Viernes, 19 de Abril de 2024
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Series de TV - 'The Romanoffs': aristócratas, mártires y predadores

Juan Pablo Vilches

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The Romanoffs
The Romanoffs

En ocho episodios independientes, el creador de Mad Men, Matthew Weiner, recorre el mundo rastreando la sangre y los modos de una clase que supuestamente se está extinguiendo.

Admision UDEC

En uno de los muchos episodios de la serie Mad Men, su protagonista Don Draper está en California en un viaje de negocios cuando casualmente se encuentra en una piscina con un grupo de millonarios ociosos, jóvenes y otros no tanto, que se comportaban con la despreocupación que se les atribuye a los aristócratas. Haciendo gala de su magistral versatilidad, Draper hace buenas migas con ellos y hasta parece mimetizarse, pues mal que mal, por belleza y talento podríamos decir que él corresponde a lo que suele llamarse “aristocracia natural”, lo que rápidamente es percibido por los acaudalados que parecen acogerlo.

Sin embargo, Draper empieza a experimentar cierta incomodidad con esta gente, una fuerte sensación de no pertenecer y de no querer pertenecer a este grupúsculo de gente hermosa e inútil que parece vanagloriarse de ser el arabesco del mundo. Si la idea era que el espectador empatizara con el personaje, ambos debían sentir que estos seres extraños son como animales mitológicos que deberían ser desplazados para siempre de la realidad moldeada por la moral burguesa y sus revoluciones, y que sin embargo siempre se las arreglan para estar ahí. Como los unicornios y los dragones en las fantasías envasadas que se venden en nuestro mundo desencantado.

Para abordar la decadencia y resiliencia de estos animales mitológicos -los aristócratas- es que Matthew Weiner, creador de Mad Men, concibió y produjo The Romanoffs.

Para abordar la decadencia y resiliencia de estos animales mitológicos es que Matthew Weiner, creador de Mad Men, concibió y produjo The Romanoffs. Lo interesante está en cómo lo hizo: a través de una serie, claro, porque una película no alcanza para lo que se proponía hacer. Sin embargo, esta serie no es una historia alargada en episodios sino una sucesión de ocho historias independientes (le llaman anthology a este tipo de productos), donde se repiten y mencionan ciertos personajes secundarios, pero que en la práctica funcionan como ocho posiciones distintas para captar toda la singularidad de un objeto extraño. En este caso, los vestigios presentes de la familia real rusa, aristocrática por antonomasia, a la que además se le debe agregar el macabro atractivo del martirio. El martirio por ser aristócratas.

¿Era riesgoso? Sí, bastante. Una serie de este tipo, no sostenida por una historia única y un elenco único, corre el serio peligro de ser incapaz de sostener un estándar y, peor aún, de ser abandonada al primer traspié. Y los hay. Por ejemplo, el segundo episodio comete el pecado de hacer escarnio de formas particulares de estupidez –cierta ramplonería suburbana estadounidense y sus puestas en escena– las que sin embargo desbordan su objeto, haciendo que el producto mismo se vea excesivo y ridículo.

Sin embargo, la misma variedad de historias y personajes hace posible que, en su exploración del tópico, Weiner se pasee por diversos géneros y estados de ánimo que de a poco moldean una respuesta –compleja y matizada– de dos preguntas que también empiezan a asomar paulatinamente: ¿qué queda y cuánto queda de la familia Romanoff y el modo aristocrático de ser del que son emblema? ¿Y quiénes son los Romanoffs del siglo XXI?

El primer episodio, por ejemplo, se monta en los paseos parisinos de Éric Rohmer para contar una ligera fábula donde una anciana –que es o cree ser– una Romanoff (Marthe Keller) se desvive por un sobrino estadounidense (Aaron Eckhart), encantador e inútil que se niega a tener descendencia y perpetuar los castigados genes de la familia. 
Acá tenemos dos rasgos que se empiezan a repetir en los episodios siguientes. El primero de ellos es la reiterativa aparición del tema de la descendencia y la trascendencia, ya sea en tramas sobre maternidades reales o falsas, o sobre adopciones o sobre un niño enfermo de –era que no– hemofilia, o incluso en la forma de una obra artística que perpetúe la memoria de la familia y su tragedia.

Es así como llegamos al tercer episodio, una ficción dentro de la ficción en que se filma una serie sobre los Romanoff antes de la Revolución, y que está ambientada en un hotel delineado con las líneas y movimientos de El resplandor, y los colores de Suspiria. La protagonista del episodio es una estrella estadounidense que llega a salvar la serie (Christina Hendricks) para terminar en un retorcido duelo psicológico con la directora (Isabelle Huppert), exactriz y descendiente de los Romanoff que se siente impelida a contar la historia de su estirpe. Desconcertante y disparejo, este episodio tiene el mérito de desplazar el peso del apellido a la estrella que interpreta a la emperatriz, manifestando explícitamente que entre los nuevos Romanoff se encuentran los ídolos de Hollywood, con su banalidad y su efímera belleza. Candidatos sempiternos a ser víctimas de algo.

Weiner [...] de a poco moldean una respuesta –compleja y matizada– de dos preguntas que también empiezan a asomar paulatinamente: ¿qué queda y cuánto queda de la familia Romanoff y el modo aristocrático de ser del que son emblema? ¿Y quiénes son los Romanoffs del siglo XXI?  

El otro rasgo reiterativo son los Estados Unidos de América. En seis de los ocho episodios, los descendientes de los Romanoff son estadounidenses, y en los seis son miembros de la clase media-alta, blanca y hegemónica de ese país. En los episodios cuarto y quinto –el centro de la serie–, Nueva York y California respectivamente son escenarios de tramas costumbristas donde personajes bien definidos e interesantes (interpretados por Amanda Peet y Diane Lane, respectivamente), los que sin embargo se ahogan en vasos de agua. Una de las historias podría situarse en el mundo de Woody Allen, mientras que la otra cae de lleno en el subgénero de la suburbia, con su parroquialismo y su reacción histérica ante la menor perturbación a una pretendida dicha que se cree merecida. 

El quinto episodio es un esfuerzo para convencernos de que los Romanoff del siglo 21 son los Esados Unidos empujados por una burguesía mayoritariamente blanca, banal y obsesionada con imitar el lujo aristocrático; además de históricamente ignorante e inconsciente de la conducta predatoria del país que permite ese estándar de vida. Por eso no es ninguna casualidad que el sexto episodio pretenda esbozar –con un final arriesgadísimo– que una eventual revolución contra las formas más radicales de explotación del siglo XXI comenzará precisamente en México, donde todo es comprensible a simple vista gracias a sus muralistas.

Acercándose al final de la serie, Weiner ya parece convencido de que la victimización eterna a la que parece condenada la familia y su mito pesa menos que la pulsión animalesca de ser y de trascender. El séptimo episodio –tal vez el más logrado de todos– transcurre en Rusia y se monta en las diatribas de Andréi Zviágintsev (Leviathan y Nelyubov) contra su propio país, un infierno frío y corrupto donde los Romanoffs de esta historia despliegan una inaudita crueldad –porque pueden hacerlo– sin siquiera darse del todo cuenta de lo que están haciendo. Es una obra de cámara que monta de a poco la sensación de una trampa para la pareja protagonista, y desde esa inquietud que parece resquebrajar la pareja surge una solución inevitable y horrorosa, a partir de algo tan corriente como una transacción.

El episodio final cierra el círculo. Empieza en París, los personajes de la primera historia aparecen fugazmente y parte importante de la trama gira en torno a un tesoro familiar de los Romanoff. En el primer episodio era un huevo de Fabergé; en el último, unos llamativos aros que vendrían a ser el Macguffin de una trama copiada de Hitchcock y sus “extraños en el tren”, pero con narraciones dentro de narraciones y una breve pincelada a los colores y movimientos del hongkonés Wong Kar-Wai. Impredecible y sórdida, este final termina con la serie en alto y con la inquietante contradicción de sentir simpatía por otro predador implacable que se despide de nosotros luciendo sus aros como en una pasarela.

Hay que decirlo, la serie no fue exitosa ni bien recibida por la crítica, y a los pocos meses de su exhibición se anunció que no habrá otra temporada. Sin embargo, y obviando la disparidad de las historias y algunos excesos, esta exploración del ser aristocrático y de lo que queda de este, también esboza apuntes lúcidos del devenir de los siglos 20 y 21 , y de ciertos indicios de que la historia tal vez no se repita, pero sí rimará. Aunque sea un poco. Esta ambición, diluida y desperdigada a lo largo de los episodios, es una buena razón para ver la serie. 

 

Acerca de...

Título: The Romanoffs

Exhibición: Una temporada de ocho episodios (2018)

Creada por: Matthew Weiner (Mad Men)

Exhibida originalmente por: Amazon Prime Video

Se puede ver en: Prime Video

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