“Usted califica el proceso constituyente y las demandas sociales en Chile como algo ‘bueno’. Sin embargo, es innegable que a dos años del estallido y posterior pandemia tanto la economía como su crecimiento, desarrollo y la inversión en el país se han deteriorado, poniendo en juego todo lo avanzado en los últimos 30 años”.
La frase anterior no corresponde a un extracto de una columna de opinión, sino que se trata de la primera “pregunta” de una entrevista hecha durante los últimos días por El Mercurio al economista y cientista político James Robinson, autor de Por qué fracasan las naciones. La segunda pregunta agregó: “¿Cómo se evita que en un año electoral el festival de ofertones populistas no hipoteque las arcas fiscales y la deuda pública, y los más perjudicados sean los de menos recursos? ¿Puede ser el remedio peor que la enfermedad?”.
Estas dos interrogantes –aunque la primera de ellas es derechamente una aseveración– resumen de buena manera un tipo de periodismo que se ha instalado en los últimos años en Chile y que busca, a través de una entrevista, confirmar los prejuicios del entrevistador. Sus exponentes parecen poco interesados en lo que el entrevistado tenga que decir. Lo más importante, a su juicio, es la pregunta, esa monserga tan interminable como carente de claridad y que tantas veces deja a la contraparte abrumada por la cantidad de juicios de valor emitidos.
¿En qué momento las entrevistas se convirtieron en interrogatorios sacados de películas de la CIA? ¿Por qué se plantea –aunque sea apenas el nombre de una sección– que un entrevistado podría terminar llorando tras la entrevista? ¿Desde cuándo el entrevistado se convirtió en el enemigo al que el entrevistador debe someter a interminables pesadeces?
En años electorales este tipo de periodismo revive con inusitada fuerza, al punto que ciertos debates entre candidatos presidenciales terminan convertidos en discusiones de poca monta entre el aspirante al cargo y el entrevistador de turno. ¿Intercambio de opiniones entre los presidenciables? Poco y nada.
Tomás Mosciatti, por estos días en pantalla en el programa semanal El candidato, de Mega, se ha convertido en un fiel representante del estilo. Sus preguntas mezclan en dosis similares aseveraciones sacadas de contexto, juicios generosos en mala fe, entonaciones que denotan una fingida decepción y acotaciones finales breves pero arteras, todo dentro de una sección bautizada como “Sin llorar”.
De esta forma, lo que podría convertirse en un momento de revelaciones interesantes termina siendo un insufrible ir y venir de pesadeces, con patadas en las canillas y escaso juego limpio de ambas partes. En otras palabras, una mala pichanga sin VAR. El entrevistador, que tal como un buen árbitro debería pasar lo más inadvertido posible para permitir el desarrollo del encuentro, se convierte inevitablemente en el foco de la atención.
¿En qué momento las entrevistas se convirtieron en interrogatorios sacados de películas de la CIA? ¿Por qué se plantea –aunque sea apenas el nombre de una sección– que un entrevistado podría terminar llorando tras la entrevista? ¿Desde cuándo el entrevistado se convirtió en el enemigo al que el entrevistador debe someter a interminables pesadeces?
Algunos periodistas parecen olvidar que es precisamente en los momentos en que se pueden desarrollar las ideas cuando los entrevistados entregan respuestas más interesantes. Es entonces cuando se cae en contradicciones y se devela quién está preparado y quién no es más que un charlatán.
El segundo debate televisivo de la contienda presidencial 2021 nos entregó otro incómodo momento. Ocurrió cuando Matías del Río detuvo al candidato Eduardo Artés mientras este último ocupaba sus 60 segundos de introducción para guardar silencio en homenaje a Denisse Cortés, estudiante de derecho fallecida en medio de la marcha de la Resistencia Indígena. De esta forma, lo que pudo haber sido un momento televisivo de alto nivel simbólico terminó convertido en una seguidilla de interrupciones que poco aportaron al debate.
Los ejemplos se suceden con más frecuencia de la deseada. Si se aplicara algún nivel de justicia, algunas de las aseveraciones que anteceden a las preguntas deberían ser analizadas por los mismos sistemas de fact-checking que actúan de forma tan rigurosa con los entrevistados.
No cabe duda de que los meses que anteceden a una elección presidencial son momentos en los que los candidatos deben ser sometidos al mayor nivel de escrutinio público. El periodismo ejerce un rol fiscalizador clave en toda democracia y en esta elección parece estar haciéndolo de buena manera. Las revelaciones sobre el pasado lobista de un candidato, los embrollos financieros de otro que aun no pisa suelo chileno y las eventuales contradicciones presentes en los programas de gobierno son buena muestra de aquello.
Aun así, escaso material ha aportado al debate público la mayoría de estos interrogatorios “sin llorar”, que terminan muchas veces generando el efecto contrario al deseado por sus protagonistas: una suerte de compasión por el entrevistado y vergüenza ajena por quien dispara un arsenal de pesadeces disfrazadas de inocentes preguntas.
Comentarios
ME GUSTA ESTE MEDIO AUNQUE
Comparto plenamente el
Gracias
Comparto plenamente lo dicho
Me carga Matías del Río.
Si no eres capaz de aguantar
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