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Viernes, 19 de Abril de 2024
Rumbo al Premio Nacional de Periodismo 2021

Una respiración en la nuca

Ascanio Cavallo

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El cura Poblete y Agustín Edwards.
El cura Poblete y Agustín Edwards.

Este extracto corresponde al capítulo 11 de 'La historia oculta de la transición', publicada inicialmente en una serie semanal en la revista HOY y luego por las editoriales Grijalbo y Uqbar.

Admision UDEC

La instantánea desavenencia entre la Oficina y el subsecretario Belisario Velasco quiebra la unidad de la línea de investigación del gobierno en el crimen de Jaime Guzmán. Paradójicamente, ello ampliará su eficacia, pero los involucrados todavía ni lo sospechan.

La tensión más persistente se produce entre Velasco y Jorge Burgos, aunque su origen no es la seguridad interior, sino una disputa política. Cuando el Presidente Aylwin formaba su gabinete, en el verano del 90, Krauss propuso designar a Burgos como subsecretario del Interior. Pero Aylwin lo vetó: todavía estaba fresco el episodio del Carmengate, cuando Burgos denunció una presunta manipulación del padrón electoral y renunció a la Subsecretaría del PDC con una dura carta a Aylwiri.

A insistencia de Krauss, Aylwin lo aceptó sólo como jefe de gabinete de su ministro y desde que Velasco llegó a la Subsecretaría de Interior, el episodio del veto ronda sus relaciones; Velasco sospecha que Burgos ansía su cargo, y éste recela del papel de aquél en la pérdida que sufrió.

Y ahora, en la segunda mitad del 91, la desconfianza se extiende hacia el trabajo de seguridad, entre otras cosas porque la Oficina deberá funcionar con los fondos reservados del Ministerio del Interior, que Velasco administra en forma exclusiva.

Además, a los hombres de la Oficina les parece que el subsecretario se ha inclinado a considerar el clima de alarma pública como exageración de la prensa, y especialmente de derecha, sin tener en cuenta que los homicidios violentistas ya pasan de diez en un año y que las cifras de atentados están aumentando.

En verdad, Velasco ha venido construyendo sus redes laboriosamente, después de hallar un Ministerio sin archivos y la nula colaboración de los servicios militares de inteligencia. Lo ayudan sus viejos nexos con la izquierda, creados en los 70, cuando fue miembro de un equipo clandestino de la DC dedicado a facilitar la salida del país a militantes en peligro.

En contraste con esas ventajas, durante sus dos primeros meses de funcionamiento, la Oficina depende casi exclusivamente de las informaciones que le entrega Investigaciones. Sus miembros buscan contactos autónomos, pero los resultados son aún magros.

En las cárceles, aprovechando la creciente hostilidad entre los remanentes del FPMR-Partido, ya extinguido como tal, y el FPMR-A, y las fragmentaciones de este último, consigue algunas cosas: nombres secundarios, chapas, direcciones. Hasta que recibe un dato que incluye una propuesta.

Un oficial histórico del FPMR, que se ha retirado a medias del aparato operativo. Estaría dispuesto a colaborar con dos férreas condiciones: que sus antiguos camaradas de combate no sean asesinados; y que, de enviarlos a la cárcel, se lo haga bajo cargos y circunstancias que les permitan una libertad y una reinserción rápidas. No pueden contar con él para nada que esté fuera de esos propósitos. Está convencido de que la lucha del Frente es inútil y desea evitar que sus compañeros entreguen la vida a una causa perdida.

La Oficina acepta el trato. El hombre se llama Agdalín Valenzuela y pasa a ser denominado con el código F1.

En la primavera de 1991, su primera información hiela la sangre de los jefes de la Oficina: tres comandantes manejan toda la estructura operativa del Frente. Si se llega a ellos, todo se acaba. Nombres de guerra: Salvador; El Chele, Ramiro.

F1 no aporta casi nada sobre sus identidades reales. Tras penosas indagaciones, la Oficina se entera de que Ramiro podría ser hijo de una jueza de algún tribunal de la Quinta Región; cuando consiguen empadronar a las familias de los jueces, pasan por encima de los hermanos Hernández Norambuena sin siquiera sospechar que uno de ellos es Ramiro, de El Chele dicen que se mueve en Las Condes y podría ser de raíz judía; y Salvador es un negro misterio.

Las indagaciones se focalizan en los chilenos que vivieron su exilio en Cuba; luego, en los que tuvieron instrucción militar; y al fin, en los que combatieron en Nicaragua. Favorece la tarea una circunstancia adicional: en Nicaragua lucharon también militantes socialistas que han regresado a Chile y llevan normalísimas vidas laborales. Saben poco del Frente, pero recuerdan a sus camaradas de armas.

Paradójicamente, la Oficina llega primero a la identidad de Salvador. Su destacado papel en Nicaragua lo hace más familiar para los que compartieron los nidos de artillería del Frente Sur. Galvarino Sergio Apablaza es un guerrero notorio. De las identidades de Ramiro, Mauricio Hernández Norambuena, y El Chele, Juan Maco Gutiérrez Fischmann, sólo habrá noticias oficiales confirmadas en 1992 y 1996.

El 9 de septiembre de 1991 vuelve a cambiar todo. Al anochecer, tres sujetos siguen a un ejecutivo de 33 años, que va desde sus oficinas en Providencia 2019 hasta su estacionamiento en calle Coyancura, a dos cuadras.

Lo han vigilado varias veces, controlando su rutina. Pero la semana anterior, la decisiva, el ejecutivo ha ido a un seminario vespertino, alterando sus hábitos, y los hombres del FPMR han estado por desechar la operación. Se han dado, por pura exasperación, una última oportunidad para esta tarde.

Y cuando ya no creen, resulta: Cristián Edwards, gerente de diarios regionales de El Mercurio e hijo del propietario del principal diario chileno, va a buscar su auto a solas. Cuando mete la llave en la chapa, se hace la penumbra.

Envuelto en un saco de dormir, es arrojado al piso de un utilitario y en la calle Carmen Silva, ya vendado, lo cambian a un auto, que da vueltas por quién sabe dónde, hasta que varias manos lo bajan y lo conducen a empujones hacia lo que percibe como una habitación pequeña. Un par de días después lo llevan a un cubículo de madera, estrecho y hermético.

Al día siguiente, la secretaria de Cristián Edwards se inquieta por la demora de su jefe. Comienza a llamar por teléfono, pero nadie lo ha visto.

-Se debe haber ido a Valparaíso -la tranquilizan-, al aniversario de El Mercurio de allá.

La secretaria no se conforma. Cristián Edwards es soltero, solitario, callado, taciturno, pero exageradamente responsable. No se iría sin avisar.

Al mediodía envía a un auxiliar al departamento del jefe: están la bolsa del pan, los diarios. En la tarde, va al estacionamiento: está el auto de la empresa.

Antes de irse, abre la correspondencia. Ve un sobre marcado para "Agustín Edwards" y lo deja en el lote destinado a las oficinas centrales de Lo Curro. Cuando lo vuelve a tocar, halla una dureza extraña. Intrigada, lo abre: es el carnet de Cristián Edwards y una nota que no entiende.

El 11 es feriado. La Concertación no ha conseguido derogar el asueto del aniversario del golpe. La UDl condecora a Pinochet y los manifestantes de izquierda vuelven a enfrentarse a la policía en la ciudad.

En El Mercurio sólo trabaja el turno. Y, odiándolo como sólo se odia a los turnos, el editor de redacción. Juan Pablo Illanes, se distrae en los ventanales cuando entra Felipe Edwards:

-¿Has visto a Cristián?

-No. ¿No iba a la ceremonia de Valparaíso?

-No sé. ¿Crees tú? No hay ni rastros. Tal vez se haya ido a la residencial...

Pero Felipe Edwards, intranquilo, lleva la inquietud hasta el fundo de su padre en Graneros:

-Es un secuestro-, anticipa Agustín Edwards, que por años ha considerado demasiado vulnerable a su familia y demasiado desaprensivos a sus hijos.

Esa tarde la familia inicia las averiguaciones. Mientras los ejecutivos de El Mercurio son convocados de regreso a sus oficinas, aparece la carta, redespachada por la secretaria. Es, en verdad, incomprensible. Con un lenguaje seudorreligioso, que se encomienda al Señor y simula plegarias, habla de una "empresa común" que ha de terminar bien.

En la noche la familia decide avisar a la policía y al gobierno. Especialistas de lnvestigaciones y Carabineros, un abogado del Ministerio del Interior, un oficial de Ejército, el gerente  general de El Mercurio, Jonny Kulka, e Illanes, se reúnen con Agustín Edwards para analizar los datos.

En la mañana siguiente, el ministro Krauss informa por teléfono al Presidente Aylwin, que se encuentra en Isla de Pascua. Luego preside la reunión donde participan Kulka e Illanes, el general (R) Horacio Toro y el general Sergio Lübjens, director de Inteligencia de Carabineros. La primera decisión es compartida por todos: nada debe saberse hasta tener más certezas sobre la naturaleza de los hechos. Krauss se compromete a solicitar en los tribunales una prohibición de informar, que esa misma tarde llegará, con rasgos crípticos, a todas las salas de redacción.

En el intertanto, un emisario de la familia Edwards visita al empresario Manuel Cruzat, que en 1984 fue la primera víctima de un secuestro político con fines económicos. En cuanto ve la carta, Cruzat sentencia:

-Son los mismos. El Frente. Tengan cuidado: no los menosprecien.

En la vorágine, Krauss solicita ayuda al FBI; el agente David Schuimp y un ayudante llegan desde Uruguay, pero no son expertos en secuestros, sino en coordinación de policías. Ambos se instalan en una oficina del cuartel central de Investigaciones.

Lo primero que les inquieta es la austeridad del secuestrado. Cristián Edwards gana un buen sueldo, es soltero, tiene pocas necesidades, y sin embargo carece de bienes visibles. ¿Tendría dinero en efectivo? En la pizarra donde traza sus análisis, Schuimp anota una pregunta: "Where is the money?". Quedará allí hasta que se vaya del país.

Por su lado, la familia Edwards pide auxilio a una compañía de seguros de Suiza, que accede a enviar a un especialista cubano-norteamericano, Hugh Bichino, que ha trabajado en la ClA y negociado unos 40 secuestros y conocido en detalle otros 100.

La recomendación es la misma: negociar.

Bichino impone dos criterios iniciales: la negociación la llevará un ínfimo comité de la familia, no más de tres personas, y el intermediario ha de ser alguien ajeno, que pueda dar confianza a todos. El comité se constituye con Agustín Edwards, Juan Pablo Illanes y el asesor jurídico Enrique Montero. La sugerencia de un sacerdote como mediador proviene de un oficial de la DINE: en la liberación del coronel Carlos Carreño, en 1987, fue crucial el cura Alfredo Soissa-Piñeyro. Ya está un poco quemado, pero...

(*) Periodista de la Universidad de Chile, 64 años, crítico de cine, analista político y gestor de comunicación estratégica. Fue director del diario La Época y de la revista Hoy. Trabaja en El Mercurio, La Tercera y Tironi y Asociados. Tiene más de 15 libros publicados.



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