Hace poco más de una semana, el Tribunal Federal de Australia aprobó la extradición a nuestro país de Adriana Rivas, exagente de la DINA y exsecretaria de Manuel Contreras, para que la justicia chilena determine su participación en la desaparición de siete personas. Rivas era una agente operativa de la brigada Lautaro, que se desempeñó en el cuartel de exterminio ubicado en Simón Bolívar 8800, del que se supo más recientemente gracias –entre otros testimonios– a la confesión de Jorgelino Vergara, cuyo proceso fue registrado en el documental El mocito (Marcela Said y Jean de Certeau, 2011).
Tras un exitoso circuito que incluyó un paso por el Festival de Cine de Berlín, de Guadalajara y de la Habana (entre muchos otros), El pacto de Adriana –cinta sobre la exagente– fue estrenada en Chile en 2017. En ese momento Adriana Rivas ya llevaba cinco años refugiada en Australia, tras violar en 2012 la orden de arraigo que le impedía salir del país por las causas pendientes, y ahora, que su retorno al país es cosa de tiempo, vale la pena revisar este documental de Lissette Orozco –sobrina de Rivas– con sus particularidades y sus aciertos. Y, lo decimos desde ya, estos son muchos.
Uno de ellos, el primero, es que se trata de un relato en primera persona. Si bien el título sugiere un protagonismo de Rivas, más importante que ella, sus crímenes y sus pecados, es la historia de descubrimiento y autodescubrimiento de la propia cineasta, quien empezó a registrar –por pura intuición, en sus propias palabras– los ires y venires del proceso en contra de su tía, por ahí por 2009.
El proceso de producción duró cinco años, y el producto final parece bastante fiel a la dinámica de este periodo: un comienzo guiado por una voluntad algo difusa, que de a poco parece aquilatarse en torno a la versión de Rivas y la esperable confrontación de esta con la de otros testigos y otras voces hasta generar una crisis en la propia cineasta; sobrina y documentalista a la vez, que poco a poco descubre que esta vez no podrá servir a los dos amos.
Llegado ese momento, el comienzo del documental cobra cabal sentido. Adriana Rivas era para Orozco la “tía Chani”, tal vez la más potente de las figuras maternas que se hicieron cargo de ella ante la ausencia de su madre. Las fotos familiares de la infancia de Orozco nos retrotraen a los años 90, donde esta numerosa familia de clase media y de derecha se revolucionaba cada vez que la Chani venía de visita desde Australia, con regalos para todos. Todo parecía girar en torno a ella, por su personalidad avasallante, su agudeza y por sus logros profesionales como parte de las fuerzas armadas. Hasta que en 2007 comienza el juicio en su contra y se le impide salir del país y se descubre de qué fuerzas armadas estamos hablando.
En principio, Orozco registra conversaciones presenciales con una tía que sufre el desgaste de todo proceso judicial, y que de a poco empieza a alejarse de la imagen imponente que había forjado en su niñez. Visto de esta manera, el desarrollo de esta historia puede ceñirse al patrón del derrumbe de un ídolo, un proceso doloroso e incómodo que el documental sí registra, pero también dejando espacio para el crecimiento que ello implica para quien transita por él. Si consideramos que la realizadora tenía algo más de 20 años cuando comenzó este proceso, el documental resultante es también –y probablemente sin pretenderlo al inicio– una crónica de tránsito a la adultez.
El drama privado del desmoronamiento del ídolo corre en paralelo con la creciente conciencia que la realizadora va adquiriendo de los alcances públicos del juicio de su tía. La doble dimensión público-privada de sus indagatorias queda en evidencia en aquellas escenas en que entrevista a terceros –como el propio Jorgelino Vergara y el periodista Javier Rebolledo– donde, y esto no es casual, hay un doble registro. Por un lado, están las tomas centradas en estas personas, cuyo conocimiento devela la verdad sobre Rivas, pero por otro lado están los planos generales donde –junto a estas mismas personas– están los miembros del equipo de filmación y la propia Lissette Orozco, quien intuyó y decidió que su propia reacción ante lo revelado también es parte de este asunto. La más importante, tal vez.
Esto, porque progresivamente nos damos cuenta de que el título del documental no es gratuito, sino que enuncia el muro final con que se encuentra la realizadora. Si bien ella logra que Rivas le dé sus razones para permanecer en la DINA el tiempo que estuvo, finalmente choca con el obstáculo del silencio y la negación, el que en buena medida imposibilita la sanación de las heridas del país. El principal acierto de este documental es que nos muestra en primera fila cómo operan los infames pactos de silencio de los represores de la dictadura, y cómo estos son más fuertes que cualquier lazo o cualquier cariño. Es tan radical el conflicto entre quien quiere saber y quien quiere callar, que el final del documental deja entrever que esta es también la historia de una ruptura.
A diferencia de muchos documentales que abordan la dictadura y sus traumas, El pacto de Adriana prácticamente no utiliza material de archivo, salvo algunas fotos viejas de la familia. Orozco explicó esa decisión con su voluntad de hablarle a su generación, a los jóvenes como ella, que como ella están enterándose gradual y accidentalmente de lo que pasó en este país, y para ello considera que es más funcional estar en el presente y mirar desde el presente. Tiene sentido, porque es en el presente donde todavía se ven las cicatrices.
Acerca de…
Título: El pacto de Adriana (2017)
Nacionalidad: Chile
Dirigida por: Lissette Orozco
Duración: 93 minutos
Se puede ver en: Ondamedia
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