El olor a polvo y pergamino inunda la sala de consultas del archivo judicial. Afuera, la llovizna hace brillar los coches y las ruedas de los tranvías sobre el empedrado húmedo. Las veredas se cubren de reflejos bajo los faroles de gas y las hojas del sauce negro descansan sobre la ventana. Es una mañana fría. Se escuchan sobre la madera del piso del otro lado de la puerta las gotas que caen desde los sombreros y capotes de quienes por ahí circulan y que han sido testigos de la tormenta que ya dura días. Ese goteo incesante retumba como el único sonido vivo en esta sala vacía en la que sólo habitan libros de hojas polvorientas y legajos abiertos sobre el escritorio.
La luz de la lámpara de aceite apenas perfora la penumbra que envuelve el salón. De tanto en tanto, me inclino sobre los documentos, papeles manuscritos de bien conservados expedientes, para ver mejor las palabras, los números, alguna fecha, ya sea porque la luz se empieza a apagar, porque un nombre está emborronado o porque la pluma del escribano se muestra demasiado barroca y enmarañada. A veces, cuando el cansancio me vence, me duermo sobre el escritorio y entre sueños se aparece aquella historia que no termino aun de descifrar.
Truena el martillo del juez sobre el estrado.
—¿Sabe qué fecha es hoy, señor Miller? —pregunta grave el magistrado, mirando al acusado sin perder la compostura.
—No, su señoría. En la cárcel no solemos leer el diario. Alguna fecha ha de ser entre septiembre y octubre de 1854.
—Doce de noviembre, señor Miller, ¿cómo se declara ante la acusación?
—Not guilty, su Señoría… inocente.
—Limítese al español cuando esté en mi Tribunal, ¿me oyó?... —su tono es tajante y poco paciente, su semblante serio y enérgico—. Fiscal, hágame el favor de leer nuevamente el expediente indagatorio del reo y terminemos rápido con esto.
El fiscal comienza a leer, a ratos titubeante, las letras del manuscrito.
“Entre la una y dos de la mañana del domingo veinte del corriente se ha fugado del hospital de Valparaíso el reo rematado James Miller, alias ‘Little Jimmy‘, quien había sido llevado de urgencia al recinto por estarse desangrando. Según señalan testigos, el acusado estaba trabajando en el taller de la penitenciaría cuando se cortó el dedo anular de la mano derecha. Ocurrido el infortunio, una copiosa hemorragia emanó del miembro seccionado, formando charcos de sangre en el piso. Fue atendido con éxito a las muchas horas, pero el dedo en cuestión no pudo salvarse por el tiempo que demoró el coche en llegar al hospital”.
—Vamos al grano, señor Fiscal, ¿en qué momento y cómo se fugó el preso? –el Fiscal apura algunas páginas del documento y continúa.
“Estando el condenado aparentemente durmiendo, se acercó una enfermera a revisar el estado de la curación. Sin mediar provocación, se levantó Miller del camastro donde estaba reposando, agarrando a la mujer fuertemente con sus brazos y le tapó la boca para que no gritase. En su declaración, la enfermera describió cómo el recluso le tomó la mano a la fuerza y la acercó a su boca. Se aseguró de tenerla bien sujeta y silenciada, y en un acto inusitado de violencia y horror, le fue clavando sus dientes en la carne, arrancándole un grito de dolor que ninguno de los soldados apostados en la puerta declaró escuchar.
“Eso es todo lo que recuerda antes de desmayarse. En un arranque de ira o de locura, o ambas, el reo seccionó, desde la falange inferior, el dedo anular derecho de la enfermera, y una vez consumado este acto (que se califica entre los más viles) procedió a sujetar el dedo mutilado de la mujer con sus propios dientes, mientras con sus manos cubiertas de sangre cosía la pieza amputada a su propia mano”.
La primera vez que leí este expediente en los archivos de la Justicia Militar quedé petrificado. Algo tenían las palabras del manuscrito que parecían saltar frente a mis ojos, como si intentasen escapar de su propio encierro. Quise averiguar más sobre el caso, pero el documento donde hallé esta historia era solo un apéndice de un proceso indagatorio mucho más grande que contenía el juicio contra los soldados, a quienes se les acusaba, entre otras cosas, de haber facilitado la fuga.
A partir de estas pocas referencias logré rastrear el historial del protagonista hasta su ingreso en la cárcel de Valparaíso. James Morley Miller tenía treinta y dos años cuando arribó al puerto en el navío que lo trajo de Europa. Soltero, huérfano de padre y madre, ciudadano de Inglaterra. La descripción de su aspecto físico señala una figura de tez clara, pelo castaño y ojos pardos, con un pequeño piquete en el lado izquierdo de su ojo, con una barba cerrada que le daba un aire de dureza, y una estatura de 5 pies y 3 pulgadas, lo que le valió el apodo con el que fue conocido: ‘Little Jimmy’. Cuando le preguntaron por su oficio, respondió: “maquinista”. Sin embargo, testigos posteriores aseguraron de que en realidad escondía un talento mucho más intrigante: el oficio de herrero. De ahí tal vez los hechos que ahora paso a relatar.
La primera vez que cayó preso fue en una subida del barrio Puerto por el delito de robo en los almacenes del consignatario Juan Domingo Tagle, en julio de 1852, tras abrir las cerraduras del local con una llave ganzúa y un poco de pólvora. Fue condenado a ocho años de presidio, de los cuales solo alcanzó a cumplir uno. Se escapó a los meses de ingresar a cumplir su pena, tras haberse cortado un dedo maniobrando un formón en el taller de la casa penitenciaria.
La segunda vez ocurrió en la capital, a comienzos de septiembre de 1854. Los policías lo encontraron tratando de escapar por un portillo de la quincha de un bodegón en la intersección de Alameda con Santa Rosa después de una trifulca. Fue juzgado por los delitos de fuga, robo y lesiones graves en contra de una funcionaria del hospital de Valparaíso. El juez que resolvió su caso dictaminó una pena de quince años de prisión, que debía cumplir hasta 1870 en la Penitenciaría de Santiago.
Durante tres años, James Miller no figuró en ninguno de los expedientes de la Justicia Militar, ni en ningún otro, hasta que en 1857 un sumario criminal contra Antonio Bustamante, teniente coronel de la cárcel lo trajo de vuelta. El expediente señalaba que el viernes 22 de mayo de ese año, James Miller y otros siete reos se fugaron burlando las medidas de seguridad que se suponían infranqueables. Responsabilidades más, responsabilidades menos, las versiones difieren sobre lo acaecido salvo por un detalle que todos confirman: un reguero de sangre que se extendía desde el interior de la celda del reo, impregnando las chapas de cada cerradura hasta llegar a la calle.
Las responsabilidades indirectas de la fuga recayeron sobre el teniente coronel, precisamente porque meses antes había sido advertido por uno de los guardias de que ‘Little Jimmy’ era un célebre herrero y que con él “no había cerradura segura”. Según el teniente coronel, a partir de entonces se tomaron los resguardos necesarios, sobre todo después de cada oportunidad en que el reo trabajara o maniobrara herramientas en el taller del penal. “Se revisaba a cada reo, uno por uno, y se castigaba severamente a quien se sorprendiera con algún elemento extraño”. A ‘Little Jimmy’ jamás le encontraron algo.
¿De dónde entonces habían sacado los presos los instrumentos para abrir las puertas? La respuesta a esa pregunta la entregó un testigo que ejercía en ese tiempo la tarea de enfermero y que fue clave en los hechos que relato. Su declaración está llena de vacíos y contradicciones:
“Dijo el testigo que llegó el reo Miller con una herida abierta en la muñeca de la mano derecha. Que la sangre era abundante. Que los reos habían estado trabajando con alambres y limas. Que le pidió a un soldado que fuese a buscar más vendas mientras él trataba de parar la hemorragia. Que estando solos en la habitación sacó el prisionero un elemento de fierro que confundió con un arma. Era una ganzúa. Que hizo lo que el reo le pidió por miedo a las represalias (…)”.
El enfermero abrió cuidadosamente la herida de la muñeca, siguiendo las instrucciones de ‘Jimmy’, quien “no hizo ningún ruido y solo se quejó en silencio mientras mordía un atado de gasas entre los dientes”. Con sus manos temblorosas, el enfermero fue introduciendo el metal afilado por el antebrazo, empujándolo con fuerza hasta quedar alojado bajo la piel. La sangre se fue coagulando hasta formar una masa oscura y espesa. Cuando volvió el soldado con las vendas, Little Jimmy observaba cómo el enfermero cosía la herida con un grueso hilo negro, asegurándose de que todo permaneciera velado.
Esa misma noche, ‘Little Jimmy’ esperó con paciencia a que todo estuviese perfectamente calmo en la cárcel de Santiago. No había más ruido que el de las maderas que componían parte de su panóptica estructura y de la lluvia que caía en el exterior. Se sentó en un rincón de la celda y empezó a deshacer la costura de su brazo con la misma frialdad que hacía las demás cosas. Su respiración se agitó, sus manos temblaron con cada puntada liberada y un sudor frío le recorrió la espalda. Eso fue todo. La sangre comenzó a brotar de nuevo y a correr por su brazo palpitante, gota a gota, chorreando por el codo y cayendo sobre el piso, formando un charco. Extrajo la ganzúa de debajo de su piel, rozando los músculos del brazo, tirándola de un orificio en la muñeca no más grande que un real. Se mordió los labios para no emitir sonido y cerró los ojos, pensando en cualquier cosa, menos en la muerte. Hasta que estuvo hecho.
Con la herramienta en sus manos, todo lo que seguía era simple. La ganzúa, manchada de su propia sangre, fue abriendo cada una de las seis puertas que se anteponían entre su él y su destino. Liberó a los compañeros que lo estaban esperando y se dirigieron disimuladamente hacia la gran puerta de fierro que daba hacia la calle. La lluvia le lavó los brazos y supo entonces que nadie los podría encontrar.
Salí del archivo con la mente todavía atrapada en los recovecos de los expedientes. Avancé por la vereda, y pronto vi venir el tranvía de sangre que bajaba por la Alameda. La multitud se apretujaba para subir. Un empujón me obligó a retroceder y, sin querer, el diario que llevaba en la mano se me cayó al suelo. Me incliné a recogerlo y, al intentar sostenerlo de nuevo, una página se rompió. Me quedé con el recorte entre los dedos, mojado, arrugado, mientras la gente subía y bajaba apresurada, entrando y saliendo del tranvía.
Mis ojos se fijaron en el recorte, y por un instante todo lo demás desapareció: la lluvia, el golpeteo de los cascos de los caballos sobre los adoquines, el chirrido del tranvía, la gente que avanzaba apresurada. Leí, con la respiración contenida:
“21 de julio de 1867. Se busca ladrón que perpetró asalto en el consulado francés de calle Cochrane. El malhechor habría sustraído seiscientos pesos en pañuelos de seda i otras especies”.
La descripción incluía un rasgo que lo hacía reconocible para la policía:
“El sujeto tiene un piquete en el lagrimal izquierdo i la falange de su dedo cortada”.








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