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Martes, 12 de Agosto de 2025
[Una voz en la ciudad]

Más rápido, más estresante

Terencio

Tuve una epifanía: “el mismo día que se invente y aplique la teletransportación estaremos en una reunión a las tres con siete minutos y treinta segundos y nos estresaremos porque la próxima reunión la tendremos a las tres con ocho minutos en punto”.

Hace algo como una década, una década y media, atrás, yo figuraba en una reunión a las tres de la tarde en Irarrázaval con Pedro de Valdivia. Se suponía que dicha reunión duraría una hora cuando mucho y se estaba ya extendiendo, alcanzando las cuatro y media.

¿Cuál era el problema?

Que a las cinco de la tarde yo debía figurar en otra reunión de un tema nada que ver en el Barrio República.

Salí corriendo de la reunión a las 16:35 y me subí a mi papú (aka, “tocomocho”) y pisé el acelerador a fondo pisteando como un campeón y puteando cada luz roja que me retrasaba de llegar a las cinco. Entonces soñé que sería ideal que se inventara luego la teletransportación: para llegar de una; para evitar los tacos.

Y entonces tuve una epifanía: “el mismo día que se invente y aplique la teletransportación estaremos en una reunión a las tres con siete minutos y treinta segundos y nos estresaremos porque la próxima reunión la tendremos a las tres con ocho minutos en punto”.

Sí, en la medida en que aumenta la velocidad, aumenta el estrés.

No quiero sonar “ludita” [ese movimient0 anti-tecnológico que surgió en los primeros días de la primera Revolución Industrial], pero me da la impresión de que todos los avances tecnológicos suelen demandarnos más que antes a nuestra atención, memoria, velocidad.

¿Cuántas veces no me ha pasado que le pido un Uber a mi hija de 18 años a distancia y voy viendo con sudor en la frente cómo se acerca el Uber en la aplicación hasta el punto en que ella está y sufro porque no se puedan encontrar? ¿Cuántas veces me ha sucedido que no se han encontrado?

Hace muchos meses el escritor Francisco Ortega consultó vía Twitter, “odio llegar a la hora y tener que esperar. ¿Cuánto es lo educado por aguardar antes de mandarse a cambiar?”. Le contesté que antes eran como dos horas.

Recuerdo vivamente uno de esos eventos. Yo tenía como dieciséis años, eran mediados de los ochenta. Quedamos de juntarnos con Javier A. en la esquina de Tobalaba con Providencia, ahí mismo donde ya estaba Elkika. La junta era a las tres de la tarde de un sábado. Y daban las tres y cuarenta y cinco y no daba visos de llegar. Me encaminé al teléfono público de la esquina del frente, donde estaba el Banco del Estado y llamé a su casa —en aquellos días uno tenía memorizados centenares de teléfonos fijos—. “Salió hace rato”, fue toda la respuesta.

La cosa es que Javier A. llegó a las cinco veinte.

Yo me angustiaba y me pasaba todo tipo de rollos, pero eso no era nada de inhabitual en aquellos años.

Hoy lo habría llamado a su smartphone a Javier A., e incluso es posible que me haya “compartido ubicación” desde su WhatsApp, para que nos encontráramos con una precisión de segundos y metros.

Pero, ah, si se le acabara ahora la batería del celular y no pudiera contactarlo sería un drama incluso mayor que las dos horas veinte de retraso de mediados de los ochenta.

Una vez leí en el primer libro que cayó en mis manos sobre Big Data que una persona procesaba más información del entorno moderno hoy de lo que lo hacía un vasallo medieval hace un milenio.

Y mi pregunta es para qué tanto, o como dijo un amigo que hice en Nogales en la Quinta Región en unas vacaciones hace un cuarto de siglo: “pa’ qué eso”.

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