En 1978, en el pueblo de Dawson City, Canadá, fueron descubiertos por accidente 533 rollos de película que llevaban casi cincuenta años conservados en el hielo acumulado en una piscina, sobre la cual se había habilitado una cancha de hockey. De hockey sobre hielo, naturalmente.
Las películas halladas databan de 1904 a 1922, y llegaron a Dawson –localidad canadiense de la zona del Yukon, en la frontera con Alaska–, cuando este asentamiento de mineros y prospectores de la fiebre del oro desatada en 1896 (sí, la misma de Chaplin y La quimera del oro) se había convertido en una ciudad y precisaba de una infraestructura de entretenimiento permanente para la población que decidió quedarse a vivir allí. Incluso cuando se acabó la fiebre y una sola empresa consolidó toda la extracción de oro.
¿Cómo fueron descubiertos esos rollos? ¿Cómo llegaron al fondo de una piscina en 1929? ¿Por qué había una piscina en un pueblo fundado por buscadores de oro? ¿Cómo se fundó ese pueblo? ¿Por qué es importante todo esto?
El documental que nos ocupa, dirigido por el estadounidense Bill Morrison, se esmera en responder todas estas preguntas, pero no como si fuera un cuestionario o una lista de supermercado, sino como los diversos lados y vértices de un mismo objeto; es decir, un solo fenómeno histórico que abarca la historia local de Dawson, en lo económico, social y cultural, y que esa historia es también la historia de parte del siglo XX, aun cuando el poblado que la contiene está literalmente al fin del mundo.
La gran respuesta comienza con una larga explicación sobre la materialidad de las cintas encontradas: el nitrato, la versión antigua del celuloide, que tenía la molesta propiedad de arder espontáneamente, por lo que sus manipuladores, exhibidores, proyeccionistas y –también– el público, literalmente jugaban con fuego al acercarse a ella para hacer negocios, entretenerse y soñar.
Causante de muchos y mortales incendios en tiempos en que abundaban las salas de proyección construidas con madera, este material –sin embargo– fue perfectamente conservado por el hielo de la piscina, al igual que los mamuts y otros animales de las grandes glaciaciones llegaron hasta nosotros gracias al permafrost. Y por ello, la película no es muy sutil al sugerir que el hecho de que estemos viendo esas imágenes tiene algo de milagro.
Las imágenes conservadas son principalmente películas de Hollywood de la época muda, enviadas a Dawson para el consumo local, y confinadas allí porque no había otro lugar cercano donde mostrarlas y porque los estudios no querían gastar ni medio dólar en llevarlas de vuelta a California. Así, diversos edificios de este fin del mundo almacenaron sucesivamente estas latas, las que contenían películas románticas, dramas, cintas de acción y las noticias de época con que la periferia vislumbraba lo que pasaba y lo que entretenía en las lejanas metrópolis de América y del mundo.
Bill Morrison, entonces dispone de este material –ya traspasado a un soporte más seguro, lo que también es parte de la historia– para alternarlo con fotografías de época y reconstruir así el devenir de Dawson desde que era un campamento indígena hasta el siglo XXI.
El documental entonces adopta la forma de un diálogo de imágenes: por un lado, están las fotos de época, cuyo autor y trayectoria también son narradas en esta historia; y por el otro, están las imágenes en movimiento de las latas encontradas. Las imágenes fijas son objeto de paneos, acercamientos y alejamientos, como en los documentales de Ken Burns; en tanto, al movimiento propio de los personajes de las películas se les suma el deterioro de la propia materialidad, que se convierte en un personaje más de lo que vemos, o una sombra más bien, que ocupa un espacio con la misma vivacidad de una llamarada. Una que es también un indicador, algo triste, del paso del tiempo.
A lo largo de la historia nos enteramos de Jack London fue a parar a Dawson y salió de ahí empobrecido pero cargado de las historias que le darían la celebridad. Desfila también un actor oriundo del pueblo y que se convirtió en estrella de Hollywood, pero que fue asesinado en un caso no aclarado hasta hoy; o un empresario exhibidor de películas que inició en Dawson un imperio de cines que cubrió todo EE. UU.
Por la riqueza del oro y por la energía de quienes lo buscaban, ese lugar fue –pese a su lejanía– un engranaje para nada marginal de la maquinaria capitalista de la producción y el entretenimiento, de la cual también fue una víctima, o al menos activo en depreciación que debió cambiar su rostro cuando se empezó a acabar el oro.
En su reconversión como destino turístico, la película nos cuenta cómo fueron encontradas las cintas bajo el hielo, cómo fueron restauradas y cómo pasaron a convertirse en parte del patrimonio americano-canadiense. Cuando las cintas dejan de ser un recurso para contar su propia historia, el documental se detiene en ellas mismas, en la vida que capturaron y en el tiempo que destruyó la imagen para crear una nueva imagen, tal como hizo Morrison en una aclamada obra anterior (Decasia, 2002).
En un extraño ejercicio de mistificación, el director trata un proceso químico explicable científicamente como la irrupción accidental –o milagrosa– de una belleza ajada que parece destruir la imagen, pero en realidad le da nueva vida y nuevo sentido. Y ahí podemos deducir que Morrison en realidad no está mistificando nada, sino que nos está exponiendo la superioridad del celuloide sobre el soporte digital, hoy hegemónico en el mundo del cine: el celuloide tiene vida después de la muerte, porque la descomposición también es vida. Lo que no se puede decir de la ilusión formada por ceros y unos que hoy copa nuestra realidad.
La narración en esta película queda a cargo de unos intertítulos (no hay voz en off), acompañados por una música que sugiere frialdad, soledad y distancia, como la que se usa en los documentales sobre cosmología. Y si lo pensamos bien, las imágenes encontradas pueden leerse también como el resplandor de estrellas que se apagaron hace mucho tiempo, en la más atroz soledad.
Acerca de…
Título: Dawson City, Frozen Time (2016)
Nacionalidad: EE. UU.
Dirigida por: Bill Morrison
Duración: 121 minutos
Se puede ver en: MUBI (plataforma pagada)
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