En la reciente premiación de los Globos de Oro, El poder del perro obtuvo las estatuillas a Mejor película (drama), Mejor dirección (Jane Campion) y Mejor actor de reparto (Kodi Smit-McPhee), lo que coloca a esta producción australiano-neozelandesa en una posición bastante promisoria en la competencia para los Oscar de este año.
Esto, que muchas veces no dice nada sobre la calidad de una película, en esta ocasión sí nos da pistas de lo mucho que puede ofrecer al espectador ávido de buenas (y nuevas) historias, y a un género tan azotado y sobrecargado como el western.
En efecto, el espacio de la Montana donde transcurre esta historia (aunque en realidad está filmada en Nueva Zelanda por un tema de costos) está tratado con la grandiosidad y reverencia propia de este género; el que da por supuesto que de una u otra forma la conducta de estos extraños seres –los blancos trasplantados en el Oeste– está directamente influida por las montañas, desiertos y ríos que el altísimo supuestamente puso a su disposición.
En efecto, esto transcurre en el terreno del western. En el alejado estado de Montana en 1925, con el siglo XX llegando tarde y mal a desplazar a todos los siglos que le antecedieron, condensados en esa particular forma de salvajismo glorificada y romantizada por más de cien años de arte cinematográfico.
Y con su soledad y grandiosidad, el espacio del western fue y sigue siendo propicio para dotar a sus hechos con el peso de los mitos –bíblicos o de los otros–, como la historia de los hermanos asimétricos que anima a esta película.
Y con su soledad y grandiosidad, el espacio del western fue y sigue siendo propicio para dotar a sus hechos con el peso de los mitos –bíblicos o de los otros–, como la historia de los hermanos asimétricos que anima a esta película. Phil (Benedict Cumberbatch) y George Burbank (Jesse Plemons) son dos rancheros relativamente acaudalados, que llevan 25 años trabajando juntos y que sin embargo se toleran más de lo que se entienden, manteniéndose juntos por lazos de hermandad no establecidos por ellos.
Como Caín y Abel, o como Atreo y Triestes, sus diferencias en talento y personalidad reflejan dos formas habitar el mundo, donde Phil es un brillante estudiante en Yale que decidió asilvestrarse como vaquero en su estado natal, mientras que George es un hombre promedio que anhela algo de ternura y civilización en el agreste entorno que le tocó en suerte.
Su breve cortejo y expedito matrimonio con Rose (Kirsten Dunst) rompe el precario equilibrio con su hermano Phil, lo que se exacerba con la llegada al rancho del hijo de Rose, Peter (el mencionado Smit-McPhee), un adolescente alto, muy delgado e inconveniente afeminado para convivir con la cohorte de palurdos que trabajan con los Burbank.
Lo que sigue es un despliegue virtuoso y sutil de una guerra feroz –y sutil a la vez– que se desarrolla en la casa de los Burbank, la que apenas se distingue del agreste entorno en el que está situada, pues en una y en el otro campea la crueldad.
Dentro de las cuatro paredes, la crueldad es apenas una frase dicha al pasar, un acorde de banjo, un conejo diseccionado o el vistazo complacido de ver a un enemigo ahogándose en alcohol.
Dentro de las cuatro paredes, la crueldad es apenas una frase dicha al pasar, un acorde de banjo, un conejo diseccionado o el vistazo complacido de ver a un enemigo ahogándose en alcohol. Es una crueldad dosificada –y por lo tanto tolerable a lo largo del tiempo– que la directora nos presenta con habilidad y economía; mientras que en exterior la crueldad entre humanos palidece al lado de la crueldad con los animales, detalle que hace verosímil todo el conjunto, pero que habíamos perdido la costumbre de ver en las pantallas.
Dunst está particularmente bien como la superada víctima de esta crueldad sibilina, y aterrada por una energía potencial de violencia –percibida también por el espectador– que echa una sombra sobre todo lo que ocurre en la pantalla, como si estuviéramos viendo el preludio de un desastre, solo que no sabemos cuál será.
Película de emociones y conductas soterradas, lo que no puede ser más coherente con otro de sus tópicos clave: la homosexualidad. La homosexualidad en una época y un lugar que la relegaban al subsuelo de las abominaciones, y que sin embargo se cuela hacia el exterior para que la vea quien la sepa ver. Y que la directora deja entrever de manera progresivamente explícita, partiendo con un gesto tan sencillo como una mano puesta en la montura de un muerto.
Con estas cartas sobre la mesa, lo que ocurre entonces es como un póker donde unas pocas cartas están a la vista, mientras que las demás no, lo que permite un juego ambiguo entre predadores y presas, donde solo muy tardíamente se nos revela quién es la presa, quién es el predador y por qué.
Escrita en 1967, la novela El poder del perro recrea y magnifica una experiencia de juventud de su autor, Thomas Wallace, quien creció en Montana en la década de los 40 y quien tuvo un tío político como Phil. La versión de Campion traslada la compleja relación de Peter y Phil a la pantalla como una epopeya bíblica (el título de la novela y la película es de un versículo de los Salmos), pero que transcurre en silencios, soledades y conversaciones más bien breves de gente hosca.
Con esos elementos, lo que se logra es una película adulta, un western donde no se dispara una sola bala porque el peso del asunto está en otro lado: el drama psicológico de presencias y temores que cautiva con sus imágenes, interesa por sus personajes y sorprende con su desarrollo y desenlace. Tan concentrado y parco como lo que se vio anteriormente.
Acerca de…
Título: El poder del perro (2021)
Título original: The Power of the Dog
Nacionalidad: Nueva Zelandia, Australia
Dirigida por: Jane Campion
Duración: 2 horas y 8 minutos
Se puede ver en: Netflix
Nota de la redacción: Esta columna estará en pausa hasta marzo.
Comentarios
Excelente reseña, sin embargo
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