Hasta el año pasado, octubre representaba un mes más dentro del calendario, se trataba de un mes sin mayores sobresaltos, marcado por el cumpleaños de mi hermana y por esa sensación macabra de que ya queda poco para el fin de año (algo muy relevante para quien, profesionalmente, vive en torno a semestres).
Lo que sin duda nunca representó octubre para mí fue el cáncer de mama. Si bien, siempre supe que era el mes de sensibilización de la prevención de esta patología, y que el 19 de octubre se conmemora el Día Mundial contra el Cáncer de Mama, jamás en la vida pensé que, a mis cortos 39 años, el significado de este octubre cambiaría tanto de un año a otro, que yo cambiaría tanto y que me quede tanto por cambiar aún.
En los últimos diez meses he vivido en torno a citas médicas, inyecciones, exámenes, quimioterapia, preocupación por mis neutrófilos, desconcierto por mi neuropatía, desazón por mi quimiocerebro, reivindicación por la pérdida de mi cabello, desolación por mi depresión, angustia por mi futura mastectomía y tantas otras cosas más; pero también ha sido un mes en que he conocido a tantas personas que me han tendido más que una mano y que me han ayudado a transitar por un camino que me obligó a reconocerme, re-entenderme y rearmarme.
Jamás en la vida pensé que, a mis cortos 39 años, el significado de este octubre cambiaría tanto de un año a otro, que yo cambiaría tanto y que me quede tanto por cambiar aún.
Sí, hace diez meses me transformé en una más de la estadística, esa que dice que el cáncer de mama es el más frecuente y la primera causa de muerte por cáncer en mujeres a nivel mundial. Esa misma estadística que -a falta de datos epidemiológicos del año 2021- indica que durante el 2020 se diagnosticaron en Chile 5.331 casos nuevos de cáncer de mama y 1.674 muertes relacionadas a la patología (Ministerio de Salud). Esa misma estadística que, desde otro foco, entrega datos tan radicales para nuestro país, datos tan objetivos como los que siguen: i) es la primera causa de muerte en las mujeres chilenas; ii) cada día mueren en Chile tres mujeres por esta patología; iii) por cada tres horas, se diagnóstica una mujer por cáncer de mama; iv) es el responsable de uno de cada cuatro diagnósticos de cáncer en mujeres; v) el riesgo de padecerlo aumenta con la edad, de hecho, siete de cada diez nuevos diagnósticos de cáncer de mama se realizan en mujeres entre los 45 a los 65 años; vi) y que la mayoría de los casos de cáncer de mamá se da en mujeres sin antecedentes familiares (Clínica Las Condes).
Ahora bien, siempre he pensado que la estadística es útil porque logra mostrarnos dónde estamos y cómo se comporta un determinado fenómeno, sin embargo, recién ahora entiendo el real alcance de la crítica que siempre realicé a la estadística cuando se ocupa de cosas que le ocurren o afectan a los seres humanos: el real alcance de mis queridas variables intervinientes. Y es que, detrás de cada uno de esos números, hemos personas que no queremos ser tratadas como números, sino como -valga la redundancia- personas. Somos mujeres, y también hombres (porque los hay), a quienes el solo diagnóstico de cáncer de mama y su posterior vivencia trastocó hasta la médula nuestras vidas, sueños, anhelos, proyecciones, problemas, vivencias, familia, hijos/as, amigos/as, en fin… todo, absolutamente todo. Así pues, hago el intento de hacer que esos números se traspasen a mi persona y me encuentro con lo que sigue: si bien, a todas nos puede pasar, lo cierto es que a mis 39 años la estadística no está necesariamente tan a mi favor, salvo en aquel criterio que indica que esta patología es más frecuente en mujeres después de los 45 años.
En efecto, para mí la estadística aplicaba en más ítems de los que me imaginé: soy una de aquellas chilenas que cada tres horas le diagnosticaron la enfermedad y que, dentro de todos los cánceres posibles, soy una de esas cuatro mujeres a las que le diagnosticaron el de mama; todo, sin tener antecedentes familiares. Y de repente, cada vez con más suspicacia, surge la estadística más difícil, esa a la que no quiero pertenecer, y es que día a día trato de hacerme la idea de que no seré parte de ese número cruel que contabiliza sin variables intervinientes a todas aquellas que han fallecido por cáncer de mama, y que son tantas y siguen siendo tantas…, aunque, para ser sincera, día a día la idea de partir pasa por mi mente y me estremece, incomoda, paraliza y agobia (porque esa es la verdad: estremecedora, incómoda, paralizadora y agobiante, pero la verdad).
Soy una de aquellas chilenas que cada tres horas le diagnosticaron la enfermedad y que, dentro de todos los cánceres posibles, soy una de esas cuatro mujeres a las que le diagnosticaron el de mama; todo, sin tener antecedentes familiares.
Lo cierto es que hasta mis 39 años mis preocupaciones y, por qué no decirlo, mi vida giraba en torno a cosas comunes, a lugares comunes como lo hablaba hoy con un ex estudiante muy querido: en el qué haría siempre después; básicamente, se podría resumir en qué haría el fin de semana, el próximo mes, semestre, año, siguientes años; dónde iría de vacaciones, dónde me gustaría estar trabajando de aquí a…, cómo me visualizaba como pareja, mamá, hija, amiga, profesional de aquí a… en fin, tantos después. Y, al mismo tiempo, mi cabeza se llenaba de cuestiones asociadas a todo lo que no había logrado, a todas aquellas cosas, méritos, felicitaciones y tantas credenciales que, a mis cortos años, no había conseguido. Y de repente, a punta de un diagnóstico estremecedor y un tratamiento que no da tregua, me di cuenta de lo más importante: tener tiempo; y es que, como dice un sabio dicho que circula en internet y cuyo autor/a no tengo idea (entre tantas cosas que leo, pensé que era un filósofo, pero por más que lo busqué solo me aparecieron memes), cada vez me hace más sentido: “Tu tiempo vale más porque cada vez te queda menos”. Finalmente, entendí que mi única unidad de medida era y es el tiempo y es que, como dice Kokaly (2022) tan certeramente: “de un momento a otro, las cosas perdieron el volumen que tenían, otras se amplificaron y otras se simplificaron; es como mirar un reloj de arena que se dejó sin cuidado desde hace mucho, y que cuando se le vuelve a observar se advierte que una porción del contenido original, previsto, desapareció; no se trasladó al otro extremo siguiendo la física, simplemente desapareció momentáneamente”.
Ahora bien, y a pesar de todo, la verdad es que el cáncer de mama para mí no resultó nunca ser un juego. De hecho, siempre fui muy crítica de aquella política pública que recomendaba algo así como “después de los 40 años, hazte el examen”. De esta forma, y aprovechando las limitadas posibilidades que me da pagar una Isapre —lo que cada vez me cuesta más, entre que los planes estén en UF, que durante el 2022 y 2023 la Superintendencia de Salud haya determinado que estas entidades podrán subir el costo de sus planes en hasta un 7,6% y que, además, la misma superintendencia haya informado que las propias aseguradoras definieron ajustar el valor de la prima GES en más de 1 UF por beneficiario, algo histórico—, durante los dos años de pandemia pedí anualmente mis horas para hacerme mi mamografía (como todos los años, en los últimos 5 años). Pero la cosa no resultó como esperaba, y eso que tenía y tengo el bendito “privilegio” de atenderme en la salud privada (previo pago de todas las UF antes detalladas), en ambas ocasiones me llegó un correo de la clínica donde me haría el ansiado examen indicándome que, por causas de la pandemia, las prioridades habían cambiado y que, por tanto, mi bendita hora ya no se podría realizar.
Solo tres meses después en que fuera cancelada mi hora para mi última mamografía, y mientras jugaba con mi hija de once años en un caluroso domingo de diciembre, sentí una protuberancia en mi mama derecha, fue como que de un día para otro salía una pelota entre mi axila y la parte superior de mi pechuga. Lo que siguió fue una búsqueda implacable por lograr encontrar, otra vez, una hora con alguien que me pudiera ayudar. Así, y nuevamente desde la salud privada, logré concretar en una semana más una hora médica con un ginecólogo y, una semana después de ello, mi pareja logró hacer lo mismo con un gineco-oncólogo.
Solo tres meses después en que fuera cancelada mi hora para mi última mamografía, y mientras jugaba con mi hija de once años en un caluroso domingo de diciembre, sentí una protuberancia en mi mama derecha.
Día martes, 08:00 am., otro día inusualmente caluroso del mes de diciembre para Viña del Mar, y yo entraba a la primera consulta concretada. Frente a mí, el médico, un señor con años a cuestas me lograba transmitir que tenía experiencia. Angustiada, le comento de mi descubrimiento y él, en una suerte de “no la escucho, y si lo hago, me da lo mismo porque yo soy el médico”, en vez de revisar de lleno mis mamas y protuberancia, se enfocó en lo que había “de la cintura para abajo”; por más que le expliqué que ese no era el problema, insistió en la relevancia de hacerme el papanicolaou, entendí que no perdía nada, ya que igual debía hacérmelo y que, por último, después revisaríamos la pechuga, ¡pero no! Tuve que recordarle a lo que había ido, otra vez. Acto seguido, y sin seguir el debido protocolo para hacer el examen a mis pechos remató con una frase que, hasta el día de hoy, textualmente recuerdo: “no siento nada extraño, pero puede ser algo, no lo sé. Vaya a hacerse una mamografía y una eco mamografía… ahhh..., pero no hay horas de aquí a cuatro meses, vea usted cómo lo soluciona y cuando tenga los resultados, me viene a ver”. Me sentí, literalmente, como en el final de una tira cómica de Condorito, ¡PLOP! Pero bueno, persistí y milagrosamente, a pesar del irrisorio mensaje de buena suerte del médico y confiando en mi sistema de salud, conseguí hora para la tan necesaria mamografía (nuevamente en el sector privado); con la eco mamaria la cosa fue distinta, llamé a todos lados, dentro de lo que mi tan maravilloso plan de salud me podía conceder, y la respuesta fue siempre la misma: de cuatro a cinco meses más.
Una semana después de semejante respuesta, con mi protuberancia más presente que nunca, una mamografía realizada y decenas de llamadas para encontrar hora para la famosa eco, fui a la cita con el gineco-oncólogo. La experiencia fue diametralmente diferente: no solo el protocolo para examinarme se cumplió, sino que desde ese día entendí que me había transformado (sin siquiera tener una pista de aquello) en una paciente oncológica, pero con el beneficio de que la cosa se mueve (Isapre): los ojos del doctor se agrandaron, sus manos comenzaron a marcar números con desenfreno en un intento por comunicarse con alguien que pudiese ayudarme y, en medio de esa inusual escena, escuché atenta (y la textualidad, nuevamente, hace eco): “Hay algo aquí que no me gusta, efectivamente tienes algo, es irregular y me preocupa, déjame llamar a mis colegas porque esto es urgente, tú no puedes esperar, necesitas hacerte los exámenes”. Pasé del no pasa nada al pasa todo, de la posible negligencia al ser prioritaria.
Lo que siguió me quedará grabado de por vida… días de no entender, búsquedas incansables en Internet, miedo y pena profunda como nunca antes había sentido, la muerte encima de mí. A solo tres semanas de esa primera sensación de transformarme en una posible paciente oncológica y a dos días de la navidad, tenía un diagnóstico provisorio; y después de un eterno mes y medio, uno certero: carcinoma ductual infiltrante multifocal de la mama derecha, positivo para estrógeno y progesterona. ¡¡¡O sea, CTM!!!
Y desde ahí la historia cambió, la realidad se volvió difícil de afrontar y mi planeado y preocupado futuro no funcionó. El cáncer de mama me alcanzó, y las preguntas de la vida se modificaron radicalmente: ¿Qué se hace necesariamente ahora? ¿qué más puedo hacer?, ¿hay un después?
“Hay algo aquí que no me gusta, efectivamente tienes algo, es irregular y me preocupa, déjame llamar a mis colegas porque esto es urgente, tú no puedes esperar, necesitas hacerte los exámenes”. Pasé del no pasa nada al pasa todo, de la posible negligencia al ser prioritaria.
Sobre el ¿qué se hace necesariamente ahora?, la verdad es que no había mucha elección, dejar de hacer el 90% de las cosas que hacía regularmente y atender a lo que el comité oncológico determinara, la resolución fue implacable: primero, cirugía para la instalación del catéter; segundo, quimioterapia; tercero, una mastectomía radical de la mama derecha; cuarto, radiación; quinto, terapia hormonal; sexto, reconstrucción… y todo esto si el cáncer no avanza y decide ponerse mala persona.
A la fecha, y a diez meses de comenzar con esta historia, solo he pasado por los pasos 1 y 2. El querido y odiado catéter que me pusieron fue un real salvador para enfrentar los seis meses eternos en que me sometí a ocho ciclos de quimioterapia cada 21 días (mi vida cada 21 días), en los que lo mínimo que perdí fue el pelo, porque hasta el alma la perdí. La primera semana de noviembre me someteré a mi tan ansiada y necesaria mastectomía radical de la mama derecha con conservación de piel y pezón y extracción del ganglio centinela más expansor… nuevamente mi cabeza dice: ¡¡¡CTM!!!
En sencillo, me sacarán toda mi mama y, con ella, los dos tumores que siguen estando ahí a pesar de los ocho ciclos de quimio, también extraerán los ganglios que están más cerca de los tumores (por eso centinelas), intentarán dejarme la piel y pezón (depende de si en la cirugía estos están libres de cáncer, sino es así, se saca todo y no sé qué pasa), y me dejarán con una prótesis provisoria (expansor) que inflarán mes a mes para hacer “espacio”, mientras comienzo con el paso cuatro: la radioterapia; luego, y si todo va bien, comenzaré con mi terapia hormonal, que durará como diez años, para, entre medio, hacerme mi reconstrucción que contempla varias cirugías. Uf!!! y yo que hasta octubre del año pasado pensaba en qué haría el fin de semana, dónde iría de vacaciones, dónde trabajaría el próximo semestre.
Sobre el ¿qué más puedo hacer? La cosa ha sido diferente. Ha sido entender lo sustancial, ha sido comprender que todo lo que me proponga está dentro de esa ínfima dimensión de aquello que, hasta ahora, sigue siendo controlable. Así las cosas, entendí lo que era importante y lo que no lo era (a veces me pierdo, pero es parte de); asimilé que la vida está hecha de pequeños momentos y que es necesario percatarse de aquello en vez de estar siempre pensando en lo que viene después; me di cuenta de lo que efectivamente significaba tenerlo todo, y es que -aunque suene cliché- lo tenía todo. Sentí hasta los huesos la fragilidad de la vida y la necesidad de acompañar a mi pequeña de 11 años en sus siguientes años, pero a acompañarla de verdad; conocí mi enfermedad más allá de la guerrera que va a la guerra, o la luchadora que libra una batalla (lenguaje bélico que siento no me ayuda), y la entendí sin romantizarla llamándola por su nombre y calificativo: el infame cáncer de mama. Comencé a vivir bajo mis reglas y no bajo lo que se espera y, en ese camino, empecé a realmente disfrutar el tener tiempo y disfrutarlo como quiera, con quien quiera y a la hora que quiera; entendí que la culpa no me servía y que, dentro de todo y más, soy quien soy con todo lo malo y con todo lo bueno.
Y mientras las reflexiones más profundas ocurrían, pasaron cosas que no esperaba. Así descubrí, por ejemplo, que la quimioterapia no fue tan dura como lo pensé y volví a las aulas universitarias a impartir mis queridas clases con mis estudiantes maravillosos/as.
Y mientras las reflexiones más profundas ocurrían, pasaron cosas que no esperaba. Así descubrí, por ejemplo, que la quimioterapia no fue tan dura como lo pensé y volví a las aulas universitarias a impartir mis queridas clases con mis estudiantes maravillosos/as. Entendí y viví con alegría –a pesar de mi angustia, desconcierto y temor– la inmensa oportunidad que me dio la vida de conocer al tremendo y, por sobre todo, humano equipo de médicos, enfermeras, técnicos y administrativos que integran el Centro Integral de Oncología de la Clínica Ciudad del Mar, quienes no solo han hecho todo lo que está a su alcancé para que yo pueda salir de este cáncer en términos físicos, sino que también psicológicos. Comprendí, asumí y apliqué que en el pedir ayuda no hay nada de malo, que no molestas y que es tremendamente necesario; así, la busqué y la he recibido no solo de parte de mi hermosa familia y amigos/as (que incondicionalmente siempre han estado, están y estarán), sino que también de nuevas amigas y amigos, y de tantos desconocidos que, sin siquiera saber, se transformaron en parte de mi vida; Y, entre tantas otras cosas, entendí la necesidad de que mi pequeña de ojos dulces disfrute a su mamá más allá de los años venideros, sino que la disfrute en el aquí y en el ahora, sin culpas y tiempos esporádicos y que, mientras eso pasa, puedo seguir siendo yo: con todo lo malo y con todo lo bueno, lo no aprendido en estos últimos diez meses y lo aprendido también; lo importante, es que cada cosa que haga la disfrute a concho sin importar nada.
Y en se disfrute con tintes nuevos, poco convencionales y desconocidos, descubrí a quienes se transformaron en verdaderas compañeras de vida: Mis Remadoras Rosa Arriba Quinta Región. Somos 15 mujeres (antes éramos 16, pero hoy Denisse nos acompaña con sus risas y talento desde otra dimensión), algunas en remisión, otras en tratamiento y otras con un camino más arduo. Me uní a ellas hace solo un par de meses, intentando buscar ese apoyo que solo logras tener cuando te reflejas en otro; en este caso, encontré a un grupo de mujeres con las que no solo me rehabilito físicamente (remamos para prevenir el linfedema, uno de los efectos secundarios más habituales de la cirugía en contra del cáncer de mama), sino que logro realizar mi rehabilitación psicológica, y es que pucha que es importante esa parte del tratamiento oncológico, al que solo algunas tienen un acceso eficiente, tema que debiese ser central en las políticas públicas de este país (nuevamente, me transformo en una bendecida gracias al, a estas alturas, abusivo pago de mi querida Isapre). La diferencia abismante es que acá la rehabilitación es gratuita desde el cariño y las ganas, pero es muy costosa desde los implementos que debiésemos tener para generar nuestra rehabilitación física como debiéramos; así, y como muchas y muchos, las rifas, bingos, lucatones, búsqueda de patrocinadores y auspiciadores se transforman en la tónica del día.
Así, y como muchas y muchos, las rifas, bingos, lucatones, búsqueda de patrocinadores y auspiciadores se transforman en la tónica del día.
Y finalmente queda la interrogante: ¿qué viene después? A diferencia de todas las veces en que me hice esta misma pregunta (y pucha que han sido varias), hoy la respuesta es extremadamente compleja y sencilla a la vez. Desde que tengo 15 años que he planificado mi vida, desde el qué iba a estudiar, cuántos hijos iba a tener, en qué momento sería mamá, profesional, doctora, pareja… y el plan se cumplió previo arduo trabajo para que así fuera, lo único que cambió fue el orden en que lo planifiqué. Ahora, y después de vivir durante diez meses como paciente oncológica por cáncer de mama, lo único claro que tengo es que el próximo mes debo hacerme mi mastectomía radical de la mama derecha, y luego radioterapia, para seguir con la terapia hormonal y darle con la reconstrucción y, si es que todo sale bien, continuar haciéndome chequeos esporádicos que me dirán que el infame no ha regresado.
Pero mientras escribo estas líneas me pregunto: además de todo lo que tiene que ver con el tratamiento contra el cáncer, ¿qué viene después?; y, la verdad, es que no lo sé, y más importante aún, por primera vez entiendo que no pasa nada si no lo sé, lo único claro que tengo es que este aprendizaje forzado que me dio el infame cáncer de mama servirá para algo, una nueva forma de ser, pensar, estar… aun trabajo en ello, lo único que tengo claro es que el disfrute tiene que estar a la altura de mis reales deseos y no de la mera necesidad de estar, hacer, llegar y cumplir con lo que debiese ser.
Y entre medio de las tantas cosas que en este momento pasan por mi mente, me detengo y pienso en el porqué decidí escribir estas líneas. Finalmente entiendo que las razones son miles, pero se van entrelazando en dos cosas particulares. Por un lado, porque quiero que esta sociedad sea más consciente del real significado del cáncer de mama más allá de un solo mes que se supone que es rosa, y que a veces tiene tintes tan lejanos al rosa, incluso oscuros cuando así la enfermedad lo requiere; porque quiero que se discuta que, a pesar de que el cáncer de mama en octubre pareciera ser prioritario y la mamografía el principal examen para detectarlo, pasando las semanas del famoso mes rosa el discurso mediático vuelve a olvidar; y mientras olvida, el cáncer de mama sigue estando ahí los 365 días del año, así como también el apoyo y ayuda incondicional de nuestras familias, amigos/as, compañeros/as y diversas corporaciones, organizaciones, grupos de apoyo y tantas personas que, sin pedir nada a cambio, siguen con nosotras en este camino. Porque quiero que el GES funcione para todas mis compañeras de la misma forma que funciona para mí; porque quiero que cuando la cosa se pone más difícil no tengamos que hacer rifas, lucatones e intentar salir en medios de comunicación, porque necesitamos de la ayuda de tantos para pagar un tratamiento diferente que nos mantenga con vida porque está fuera de la cobertura GES y de la Ley Ricarte Soto; porque quiero que nos dediquemos a sanar y solo a sanar, pero con el respeto a lo que somos.
Porque quiero que el GES funcione para todas mis compañeras de la misma forma que funciona para mí; porque quiero que cuando la cosa se pone más difícil no tengamos que hacer rifas, lucatones e intentar salir en medios de comunicación.
Y, por otro lado, porque quiero que las cosas las hablemos como corresponde, sin eufemismos ni metáforas, porque no es posible que sigamos hablando del “cuco” para no hablar del cáncer de mama y que, cuando lo hacemos, usemos ese lenguaje bélico que en nada nos aporta. Aún recuerdo mi primer año como estudiante de doctorado en lingüística, instancia en que aprendí, desde una teoría profunda, cómo el lenguaje crea realidades y cómo los seres humanos le vamos dando significado a nuestro mundo a través del lenguaje. Podría citar a tantos autores/as que me servirían de argumentación para apelar a que la forma en que hablamos de cáncer, a juicio personal, no es la más acertada, pero en vez de eso me remitiré a las palabras de Alejandra, paciente oncológica desde el año 2016, que hoy atraviesa una metástasis ósea: “Me parece muy importante recalcar que no siempre es rosa, que creo que hay días que tienen más negro que de rosa, que detrás sufre la familia y sufrimos nosotras también de la misma forma. Es tan necesario hablar de las muertes que ocasiona el cáncer, porque cada vez que hablamos de cáncer, nos vemos como luchadoras y nos dicen que estamos librando una batalla, pero si yo muero el día de mañana no significa que la batalla la perdí, o que no hice todo por ganarla. Hoy día nos tenemos que hacer el examen, el mes rosa no es solo octubre, nosotras vivimos el cáncer todo el año”.
Con todo y un profundo respeto, estas líneas solo buscan -desde mi vivencia, y solo desde ella- abrir la necesaria discusión sobre el cáncer de mama, más allá de la relevancia absoluta que tiene la prevención, dejando de lado los eufemismos y metáforas. Se trata de líneas que con total humildad encuentran su razón de ser en un intento por hablar del cáncer de mama más allá de la estadística, de los médicos, tratamientos, aprendizajes forzados, lenguaje bélico y reencuentros. Es mi historia, buena, mala, más o menos, aprendida, seudo-aprendida, lo que sea. Es mi intento por comenzar a hablar desde mis lógicas, principios, sueños, miedos, dolores y procesos ganados y perdidos teniendo cáncer de mama. Buscan, en simples y sentidas palabras, decir que cuando no hablamos de cáncer o lo disfrazamos (porque es práctico, necesario, triste y terrible) invisibilizamos a quienes lo padecemos, y no es posible que sigamos como sociedad invisibilizando una realidad que es incómoda, pero que está presente. Y es que: ¿si me pasó a mí, por qué no a ti?, y, si te pasó, ¿qué viene después?
Comentarios
Gracias mi querida Sofía por
Un abrazo grande y lo mejor
Eres un ejemplo de valentia y
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