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Viernes, 8 de Agosto de 2025
Novedades editoriales

Extracto del libro 'Así mataron en octubre', el caso de Romario Veloz

Dauno Tótoro

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Portada 'Así mataron en octubre, crónica de tres casos' de Dauno Tótoro.
Portada 'Así mataron en octubre, crónica de tres casos' de Dauno Tótoro.

En este capítulo, el autor reconstruye la escena en que Romario Veloz le cuenta a su madre que asistirá a la fatídica marcha que acabó con su vida y cómo su madre, que intuía lo que podía pasar, acaba enterándose que la persona fallecida era su hijo.  

Domingo 20 de octubre, 1 p.m., La Serena

El domingo 20 de octubre fue diferente para Romario. Ese día algo cambio. Un compañero de su carrera lo había convencido de ir a las protestas. Mery no sabe qué le dijo a su hijo para convencerlo, pero escuchó de lejos la conversación y se enteró de que Romario iría a una marcha.

Allí comenzó lo que entiende como una despedida: «Te juro que me considero tan bruta por no haber entendido los mensajes que mi hijo me estaba dando».

Para ella esa mañana estuvo llena de recados encubiertos. Cada detalle, cada conversación, en retrospectiva, le decían algo, le anticipaban, trataban de prevenirla para que supiera lo que enfrentaría. Así lo siente Mery.

Romario estaba tremendamente comunicativo. Le habló de sus sueños, de la casa que le compraría a su pequeña hija, de que esa casa tenía que dejarla sólo a nombre de ella y de nadie más, porque nadie «le humillaría a su hija» y que él se encargaría de eso, le aseguraría un futuro a su niña.

Él la miró y ella le respondió sosteniéndole la mirada. Así se quedaron largamente observándose hasta que Romario, sin decir nada, dio la media vuelta y se fue. Estaba tan cansada que no alcanzó a darle su bendición con su virgen protectora, Santa Marta. «Santa Marta bendita, cúbremelo con tu glorioso manto, se me olvidó ese día eso», rememora. Esa era una rutina cotidiana para ella, de todos los días. Y por eso siente que esa fue la protección que le faltó. Todavía la hace pensar: «Nunca más volví a ver a mi hijo… nunca más. Ni siquiera fui capaz de ese día, de darle un abrazo… de darle un abrazo, un beso y decirle ‘hijo, cuídate’».

«Mamá, mamá», le dijo entremedio de esas divagaciones. «¿Qué quieres?» le respondió ella, distraída. «Míreme, estoy más bonito» le señaló, con una sonrisa y guiñándole un ojo mientras se miraba en el espejo con picardía. Ella se sonrió. «Todavía te falta» le respondió, para no mostrarse complaciente. Era su técnica para que Romario «no se durmiera en los laureles».

«Mamá, quiero que sepas que la Fran siempre va a ser el amor de mi vida», le dijo de improviso Romario. Ella lo quedó mirando. «Cuidadito que tú me estés diciendo esto porque tienes alguna otra mujer preñada por ahí», le respondió, severa. Que no, que se lo decía porque si tenía otro hijo sería con ella, con la Fran, y que sería hombre, y que iba a ver televisión con él y que le iba a enseñar Dragon Ball, sus dibujos animados favoritos, para que a él también le gustara. «¡Esa tontera le vas a enseñar a ese chicoco para que vea!» le dijo Mery entre las risas de madre sorprendida ante las ocurrencias de su hijo.

Romario estaba inquieto y reflexivo. Extraño. No se quedaba tranquilo y parecía necesitado de hablar con su madre.

«Ya, Romario, mañana seguimos hablando» le decía Mery, defendiéndose de la insistencia de su hijo. Ella se tendió en su cama, mientras él la seguía y entraba a la habitación. Romario comenzó a untarse crema. En cada gesto Mery recuerda símbolos de despedida, como un anuncio de que algo ocurriría. Romario sólo se untaba crema en su brazo izquierdo, e incluso eso ella hoy lo entiende como un símbolo.

Él la miró y ella le respondió sosteniéndole la mirada. Así se quedaron largamente observándose hasta que Romario, sin decir nada, dio la media vuelta y se fue. Estaba tan cansada que no alcanzó a darle su bendición con su virgen protectora, Santa Marta. «Santa Marta bendita, cúbremelo con tu glorioso manto, se me olvidó ese día eso», rememora. Esa era una rutina cotidiana para ella, de todos los días. Y por eso siente que esa fue la protección que le faltó. Todavía la hace pensar: «Nunca más volví a ver a mi hijo… nunca más. Ni siquiera fui capaz de ese día, de darle un abrazo… de darle un abrazo, un beso y decirle ‘hijo, cuídate’».

Domingo 20 de octubre, 2 p.pm., La Serena

En Mery creció la angustia: algo que no podía explicar comenzó a consumirle el cuerpo y el pensamiento. El pecho se le apretó.

Almorzó algo sencillo; arroz con atún, comida que nunca olvidará. Se dirigió a su habitación para descansar. Pero cuando se sentó en la cama sintió que todo se removía: se le presentó una turbia revelación, sintió como si alguien le metiese la mano en el cuerpo y le arrancase el corazón. «Dios ¿qué me quieres decir?» preguntó al aire, alterada.

Un muerto… ¿un muerto? ¿En esa marcha, donde los padres llevaban a sus hijos sobre los hombros, donde los manifestantes tocaban cacerolas, en esa misma marcha donde Romario le mostró la tranquilidad con la que transcurría, y en La Serena, donde «nunca pasó nada malo»?

Con ese sentimiento llamó a su hijo para increparlo por su decisión de haber bajado a marchar: «Romario, ¿qué estás haciendo allá? ¡Esa guerra es de chilenos!», le dijo. Él respondió calmado, «mamá, esto está piola», para luego cortarle; había mucho ruido y no se escuchaban bien. Cacerolas, gritos, saltos, bocinas, autos pasando. Era imposible hablar por celular en ese momento.

A los pocos minutos Romario le envió un video «chiquito» donde ella pudo ver la marcha; atrás iban hombres, mujeres y niños tocando cacerolas; al medio iba su hijo con profesionales de la salud y sus compañeros de universidad, y al frente, más gente aporreando ollas y sartenes. Todo parecía tranquilo y alegre, en una procesión que avanzaba llena de colores y de manera calmada por la Carretera Panamericana. No tenía precisamente el rostro de una guerra.

«Pero no me calmé… no me calmé», recuerda Mery. A pesar de esas imágenes no pudo tranquilizarse. En ese momento comenzó a revisar las páginas de internet, porque su hijo no volvió a contestarle: «Yo no sé si se le apagó su teléfono, yo no sé qué pasó, pero lo llamé mil veces y ya no me contestó más».

Angustiada y sin respuesta, revisó sus redes sociales, buscó en sus grupos de WhatsApp. Necesitaba una explicación a su propio malestar, algo que le diera sentido a eso que la mantenía intranquila y alterada.

En eso estaba cuando llegó un mensaje de audio al WhatsApp de la colonia ecuatoriana de La Serena que decía, tajante y violento: «Acaban de matar a un extranjero que estaba indocumentado, por andar robando en el mall, quién lo manda». Era la voz de Roberto Dueñas, antiguo periodista de farándula nacional venido a menos que conducía programas radiales de la ciudad.

«Por favor, averigua quién es», le suplicó. La nueva respuesta no tardó en llegar. «‘Me acaban de decir que es un ecuatoriano’, me dijo… y ya me morí yo… ya me morí yo…».

«¿Robando en el mall?», se preguntó Mery. No asoció los hechos a su hijo. Jamás se lo imaginaría robando. Tampoco parecía que una marcha como la que vio en el video de Romario iba a terminar en saqueos. Pero siguió su agitación. El mensaje agresivo y despreciativo que se compartía por los grupos de WhatsApp sólo aumentaba la preocupación, no tanto por una posible coincidencia con su hijo, sino por la llegada de la muerte como elemento. Un muerto… ¿un muerto? ¿En esa marcha, donde los padres llevaban a sus hijos sobre los hombros, donde los manifestantes tocaban cacerolas, en esa misma marcha donde Romario le mostró la tranquilidad con la que transcurría, y en La Serena, donde «nunca pasó nada malo»?

Pero la lóbrega intuición que crecía dentro de Mery le decía que algo malo iba a pasar. Preocupada llamó a un miembro de su comunidad: «Oye, y quién es ese que mataron en el mall». Del otro lado del teléfono le respondieron desmintiendo a Dueñas: «Lo que son capaces de hacer por limpiarse, ese que murió no estaba en el mall, era allá en la plaza, frente al terminal de buses».

La congoja se agudizó y se hizo punzante. El terminal de buses queda un poco más al norte que el mall, a la altura de la ruta 5 que atraviesa las faldas de La Serena antes de que la ciudad se pierda en el mar. Y un poco más hacia el norte también había grabado Romario el video que le había enviado. Su hijo estaba más cerca de los hechos de lo que creyó en un primer momento.

«Por favor, averigua quién es», le suplicó. La nueva respuesta no tardó en llegar. «‘Me acaban de decir que es un ecuatoriano’, me dijo… y ya me morí yo… ya me morí yo…».

«¡Es mi hijo!», le gritó Mery. «No, negra, cómo se te ocurre», le respondieron tratando de calmarla. Otra llamada, otro amigo, otro compatriota. «Averigua el nombre de esa persona», le imploró. «¿Cómo lo hago, negra? Está indocumentado», le respondieron.

Era extraño eso, al menos no calzaba con su hijo, que siempre estaba con su carné chileno, con su tarjeta de la Junaeb, la del banco y con la imagen colorida de su virgencita de Santa Marta guardada en su billetera.

Estaban solos en la casa. Ella subió corriendo las escaleras para ir a buscar su celular, lo tomó y bajó a encontrarse con su hijo mayor. De pronto él levantó la vista del teléfono y la miró con un rostro en el cual se mezclaban el espanto y la sorpresa, «casi se le salieron los ojos». Antes de que Tohuel pudiera decir algo, Mery recibió una llamada: «Ese niño que mataron se llama Romario Veloz», dijo una voz desde el otro teléfono. «Y ya no me acuerdo más».

Pero no se volvió a calmar, sino todo lo contrario: lloró y lloró sin parar. Bajó corriendo las escaleras para hablar con su hijo mayor: «Tohuel, a tu hermano le pasó algo», le dijo,

«¿Por qué?», le preguntó él, extrañado por la afirmación de su madre. «¡Porque me acaban de arrancar el corazón! Tohuel, tú que conoces un millón de gente, busca, busca, pregunta dónde está, yo sé que alguien te va a decir con quién está, cómo, cuándo, dónde y no me importa si es que estaba asaltando el mall, no me importa, sólo quiero saber».

Estaban solos en la casa. Ella subió corriendo las escaleras para ir a buscar su celular, lo tomó y bajó a encontrarse con su hijo mayor. De pronto él levantó la vista del teléfono y la miró con un rostro en el cual se mezclaban el espanto y la sorpresa, «casi se le salieron los ojos». Antes de que Tohuel pudiera decir algo, Mery recibió una llamada: «Ese niño que mataron se llama Romario Veloz», dijo una voz desde el otro teléfono. «Y ya no me acuerdo más».

 

Dauno Tótoro e licenciado en Historia de la Universidad de Chile. Editor del periódico digital La Izquierda Diario. Magíster de Escritura Narrativa de No Ficción de la UAH. Desde el 2011 ha participado activamente en movimientos y organizaciones por verdad y justicia ante crímenes de Estado. Obtuvo Mención honrosa en la categoría de poesía, del premio nacional Roberto Bolaño el año 2006. Prontamente publicará su primer libro de poesía “La primera despedida”.

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