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Viernes, 1 de Agosto de 2025
Novedades editoriales

Extracto del libro 'El día en que mis padres desaparecieron' de 'Puntito' Recabarren

Luis "Puntito Recabarren"
Sara Recabarren

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Portada El día que mis padres desaparecieron
Portada 'El día en que mis padres desaparecieron' de Luis "Puntito" Recabarren

En este capítulo, titulado 'El simulacro de ejecución', del libro que Luis 'Puntito' Recabarren escribió junto a su esposa, Sara Recabarren, se relata desde una perspectiva autobiográfica el día en que el autor, acompañado de su abuela Ernestina, va en busca de su tío Mauricio, quien fue detenido por carabineros camino a una manifestación.

La resistencia contra Pinochet se ha intensificado, me doy cuenta. A las personas les cuesta llegar a fin de mes y se suman a las protestas. Las acciones del movimiento de resistencia también parecen ser más organizadas. Ahora realizan apagones regulares durante las manifestaciones, y en poco tiempo, las calles oscuras se han convertido en un símbolo de la lucha.

Una noche de diciembre de 1983, viví el apagón más grande en mis diez años de vida. Lo usual es que solo las luces de un barrio se apaguen brevemente, pero esta vez parecía como si todo Santiago se hubiera ido a negro. A lo lejos, se escuchan las sirenas de los carabineros. A mi alrededor en la calle, la gente golpea sus cacerolas con diversos utensilios de cocina en la oscuridad y gritan consignas como «¡Paco culiao, cafiche del Estado!» y «¡Ahí están, ellos son, fieles perros del patrón!».

—¡Sergio! —grito, pero no obtengo respuesta.

Cuando las sirenas se oyen más cerca, la gente empieza a gritar: «¡Uf, uf, qué calor, el guanaco, por favor!».

Sigo llamando a Sergio al Cojo Henri y al Chico Rojas, pero ninguno de ellos parece estar cerca.

Me siento preocupado y decido irme a casa temprano antes de que llegue la policía. Calculo que deberían ser unos cincuenta pasos hasta la esquina y avanzo con los brazos extendidos. La oscuridad es tan densa que choco con personas en el camino. Después de unos pasos, siento algo frío contra mi mano que debe ser un poste de luz. Agarro el poste con ambas manos y busco el borde de la vereda con el pie. Ahora debería estar en la esquina correcta.

Lo único que me relaja un poco es que mis ojos comienzan lentamente a adaptarse. Las siluetas se forman en la oscuridad, pero los detalles permanecen ocultos. Cuanto más camino, más silencio hay y pienso que es una señal de que voy en la dirección correcta. Todavía mantengo los brazos extendidos moviéndolos hacia los lados y hacia adelante. Detrás de mí, escucho voces que no reconozco. Camino más rápido y suspiro aliviado cuando veo los contornos de la primera casa en nuestra calle.

—¿Luis? —escucho a la abuela Ernestina llamando más abajo en la calle.

—¡Voy! —grito y apresuro el paso.

Cuando casi llego a la puerta principal, la veo. Lleva puesta su chaqueta y su bolso cuelga alrededor de su cuello.

—¿Para dónde va? —pregunto sorprendido.

—Detuvieron a Mauricio —dice en voz baja.

—No teníamos idea de adónde nos llevaban. Parecían ser dos militares los que nos gritaban al bajarnos del bus. Nos ordenaron caminar hacia adelante. Luego ocurrió lo peor.

Escucho que está estresada, aunque hable con voz suave.

—Tú y yo debemos ir a la ¿comisaría? Rita cuidará a Tania.

—Está bien —respondo y tomo la mano de mi abuela.

—¿Cómo sabes que Mauricio fue arrestado? —pregunto mientras caminamos por la calle que acabo de recorrer de camino a casa. Avanzamos de la mano y con la otra mano extendida frente a nosotros para no chocar con personas u objetos.

—El papá de Sergio pasó y dijo que vio a Mauricio siendo detenido.

—Nos apuramos, entonces —digo y camino lo más rápido que puedo. El olor a gas lacrimógeno pica en la nariz.

—Aquí —dice la abuela Ernestina, ofreciéndome un pañuelo—. Úsalo para cubrir tu cara.

Hago lo que me dice. Luego, tomo su mano de nuevo.

El sonido de pequeños pasos me hace notar a una pareja que está en la acera, a solo unos metros de nosotros. No dicen nada, solo están allí parados en la oscuridad. Tiro de la mano de mi abuela.

—Lo sé —susurra ella.

Cuando llegamos a la siguiente calle, la niebla del gas lacrimógeno se ha disipado un poco. En cambio, siento el olor de la marihuana. Más adelante, hay un grupo de jóvenes. Deben ser ellos los que fuman. Mi abuela Ernestina susurra que debemos apurarnos y no hablar con nadie en el camino. De vez en cuando, una linterna brilla o la luz de un encendedor, pequeñas islas de luz que rápidamente desaparecen como si fueran tragadas por la oscuridad.

Pasamos por el terminal de buses de Santiago, que está desierto, y nos acercamos a la Alameda.

—Dijeron que nos iban a ejecutar —dice Mauricio llorando de una manera que nunca le había escuchado.

Las vitrinas que suelen exhibir sus productos con atractivas luces son solo agujeros negros vacíos. Siento miedo al pensar que estamos tan lejos de casa durante el toque de queda y aún más miedo al pensar que Mauricio podría desaparecer como mis padres. Mi abuela Ernestina debe pensar lo mismo, porque sigue adelante con pasos tan decididos como antes, aunque la comisaría esté a ocho cuadras de distancia.

A medida que nos acercamos, me ciega la luz. Dentro de la comisaría, las lámparas están encendidas. Es el único edificio que tiene electricidad.

Afuera de la estación, dos pacos nos apuntan con sus fusiles. Me entra el pánico cuando nos acercamos. Mi mirada se fija en el cañón del arma, que me mira como dos ojos negros a la altura de mi cabeza.

—Por favor, tenemos que entrar —oigo que mi abuela les dice. Su voz tiembla.

—Es importante —insiste cuando no responden. Los pacos permanecen impasibles. Sus caras son inexpresivas.

Salvo un coche que pasa a lo lejos, el silencio nos rodea.

Mi mirada se desplaza entre los dos rostros rígidos de los hombres, el rostro angustiado de mi abuela y los subfusiles que nos apuntan.

—Mi hijo está aquí adentro. Déjennos entrar —suplica mi abuela.

Solo entonces uno de los hombres habla.

—¿Cómo saben que él está aquí? —pregunta.

—Un testigo vio cómo lo detenían —responde ella.

Observo los cascos redondos de los dos hombres y, una vez más, sus fusiles apuntándonos. Nunca antes había visto armas tan grandes. Los dos hombres intercambian miradas. Luego se hacen a un lado y bajan los fusiles.

—Dieron órdenes de cómo debíamos pararnos y luego escuché el sonido de los fusiles siendo cargados. Luego hubo silencio. Podía oír mis propias respiraciones y sentir el pánico dentro de mí.

Mi abuela Ernestina sostiene mi mano más fuerte y me guía hacia el interior de la comisaría. Unos pocos escalones nos llevan hasta la recepción.

En un banco del gran salón, hay una mujer y un hombre que parecen gravemente heridos. Sangran por la cabeza y sus ropas están desgarradas.

Mi abuela Ernestina nos guía con pasos firmes hacia la recepción donde un funcionario policial está atendiendo.

—¿Qué quieren? —pregunta de manera arrogante, sin mirar a mi abuela.

Aparte del policía y la pareja en el banco, no se ve a nadie más, pero se pueden oír sonidos detrás de las paredes de la recepción. Escucho el tecleo de una máquina de escribir y algunas voces conversando.

Mi abuela explica que su hijo menor ha sido detenido. Habla con voz suave y pienso que intenta despertar simpatía. No lo consigue.

—No está aquí —dice el carabinero sin mirarla y nos insta a abandonar el edificio.

—Hay un testigo que vio a mi hijo ser detenido y llevado en un bus. El testigo anotó la patente del vehículo de Carabineros y pertenece a esta comisaría.

La voz de mi abuela está a punto de quebrarse ahora, pero contiene las lágrimas.

—Sé que está aquí —afirma con voz firme.

—Siéntense, ordena el hombre después de un momento de silencio y señala uno de los bancos de madera.

Hacemos lo que nos dice y lo vemos alejarse.

Detrás de las paredes de la recepción, oigo pasos. Gente que va y viene.

La fría luz fluorescente hace que la habitación parezca aún más espeluznante de lo que había imaginado que sería una comisaría. En una pared cuelga una imagen de Pinochet en su uniforme militar.

Los minutos pasan, pero todo sigue igual. Me concentro en el sonido de la máquina de escribir y siento cómo mis párpados comienzan a pesarme. Apoyo la cabeza en el hombro de mi abuela y me duermo, aunque me despierto con los gemidos de dolor de una mujer con la que compartimos banco.

No sé cuánto tiempo hemos estado en la comisaría cuando la abuela Ernestina me despierta.

—Ahí viene —dice mientras me sacude. Miro a mi alrededor y veo una figura acercándose por el corredor. La abuela se levanta y extiende sus brazos hacia Mauricio.

A medida que se acerca, veo que su cabello está desordenado, sus zapatos desatados y tiene grandes manchas en los pantalones. Avanza hacia nosotros cojeando. Puedo ver que ha estado llorando. Su brazo izquierdo cuelga de manera extraña.

—¿Qué te hicieron? —susurra la abuela Ernestina cuando se detiene frente a nosotros.

—Me dislocaron el hombro. Tenemos que irnos de aquí —responde Mauricio.

Cuando pasamos frente a los pacos, se ríen.

Nos apresuramos en alejarnos del edificio iluminado y, una vez más en la misma noche, me siento ciego en la calle. Después de caminar un rato, Mauricio se detiene y dice que necesita ayuda con sus zapatos. La abuela Ernestina se agacha y le ata los cordones.

—¿Te arrestaron en 5 de Abril? —pregunta cuando termina de atarlos.

—Sí —responde Mauricio y cuenta cómo él y sus amigos fueron detenidos camino a la manifestación y cómo después del arresto los empujaron dentro de un bus.

—Nos golpearon con la culata de un rifle para botarnos.

Me imagino a Mauricio tumbado en el suelo del vehículo con una venda atada con fuerza alrededor de su cabeza.

—Me meé encima cuando uno de los hombres se paró sobre mí con todo su peso y presionó contra mi vejiga —solloza mientras continuamos nuestro camino a casa en la oscuridad. Escucho con atención cada palabra mientras relata el miedo que sintió.

—No teníamos idea de adónde nos llevaban. Parecían ser dos militares los que nos gritaban al bajarnos del bus. Nos ordenaron caminar hacia adelante. Luego ocurrió lo peor.

—¿Qué pasó? —pregunta la abuela Ernestina mientras le acaricia la cabeza para que su cabello despeinado no le caiga en los ojos.

—Dijeron que nos iban a ejecutar —dice Mauricio llorando de una manera que nunca le había escuchado.

—Me sentí paralizado, mientras mis rodillas temblaban sin control. Nos agarraron y dijeron que nos pusiéramos en fila y rezáramos nuestra última oración.

—¿Qué pasó después? —pregunto tomando la mano de Mauricio.

—Dieron órdenes de cómo debíamos pararnos y luego escuché el sonido de los fusiles siendo cargados. Luego hubo silencio. Podía oír mis propias respiraciones y sentir el pánico dentro de mí.

Ahora Mauricio llora tanto que la abuela Ernestina sugiere que nos detengamos un momento. Cuando se calma un poco, le pide que continúe.

—Intenté mantenerme fuerte, pero el cuerpo me traicionó. Me sentí tan avergonzado cuando me di cuenta de que me había meado encima otra vez.

—A cualquiera le hubiera pasado lo mismo en una situación así. No te preocupes —lo consuela.

 

Sobre el autor: El 29 de abril de 1976, Luis Emilio Recabarren, de poco más de dos años, fue secuestrado junto a sus padres y un tío por la DINA cuando se bajaban de una micro en el centro de Santiago. A las pocas horas, su abuelo paterno salió a buscarlos y, como el resto de sus familiares, nunca volvió. El único sobreviviente fue aquel niño, Puntito, abandonado por agentes del Estado afuera de la casa de su abuela Ana González de Recabarren. Huérfano a temprana edad, Luis creció bajo el cuidado de su abuela materna Ernestina y su abuela paterna Ana.

El libro completo publicado por Penguin bajo el sello Ediciones B puede adquirirse en el siguiente enlace. 

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