María y Eva
La serpiente domesticada
Lorenzo de Ferrari, un pintor genovés del barroco tardío es uno de los pocos artistas que representó a Adán y Eva después de su expulsión del paraíso. Quizá el único.
Eva ocupa el centro de la mirada y está decúbito, desnuda del ombligo hacia arriba. Adán es un hombre joven y fornido, viene de trabajar la tierra y en sus manos sostiene un azadón. Se está secando el sudor de la frente en un gesto un tanto exagerado, como si quisiera llamar la atención sobre el esfuerzo que hace para sostener a su familia. Un guiño literal a la maldición del Eterno sobre “trabajarás con el sudor de tu frente”
En esta curiosa representación Eva recibe a su marido como la esposa perfecta, mostrando con una sonrisa lo bien que cuida del hogar. La tentación de la serpiente ha quedado atrás y a su alrededor una ovejita bebe de una pequeña laguna, los pollos y vacas del patrimonio familiar pastan en tranquilidad, y a los pies de la joven madre juegan dos querubines regordetes, Caín y Abel, en perfecta armonía. Como si no fuera suficiente tanto esmero, en su otra mano Eva sostiene un anticucho de pollo listo para ser echado al fuego.
En el fondo es un cuadro triste. Como lectores de la biblia sabemos que tanta felicidad no durará y que, de hecho, el detalle del pollo no cuadra con la historia prediluviana en que todos eran vegetarianos. Adán tiene una expresión difícil de leer; no se le ven los ojos y quizá se esté quejando, o reprochándole algo a Eva. El gesto de ella parece responderle con una combinación de afecto y sabiduría:
— Cariño, tengo la casa impecable, a los chicos comidos y la cena casi lista. ¿Qué más quieres…?
Para el antropólogo holandés Simón Pieters, Eva tiene mucha más enjundia que esta domesticidad impuesta como castigo por el Eterno: hay una afinidad entre ella, “introductora del pecado en el mundo”, y las mujeres que la inquisición condenó a la hoguera por practicar la brujería más o menos en la misma época en que se pintó el cuadro de Ferrari. Pieters pone como ejemplo el texto hebreo del capítulo 3 del Génesis: el verbo para designar la acción de la serpiente es nasha, “inducir a error”, que significa también “practicar la magia”, “interpretar y leer los signos”.
Existe una rica literatura dedicada al análisis comparado de las religiones, los mitos y sus símbolos, y en el caso de la biblia tenemos esta presencia demonizada de la serpiente que nos llena de preguntas. ¿Su función en el relato es arruinarle el plan al Eterno?, ¿o su verdadera falta es precisamente librar a Eva de su inocencia y hacer de ella una mujer consciente de sí misma? Recordemos que antes de la tentación Eva es apenas un complemento, un juguete creado por el Eterno de la costilla de Adán, quien está solo y no tiene otro pasatiempo aparte de ponerles nombres a las cosas.
Si la serpiente es la criatura que simboliza la magia y la lectura de signos, entonces el castigo impuesto en su contra por el Eterno es radical y también enigmática. “Sobre tu vientre irás y polvo es lo que comerás, y pondré enemistad entre ti y la mujer”.
La serpiente acecha siempre en los bosques y huertas, en los intersticios de las casas, amenazando con morderle el talón a la mujer débil, desprevenida o derechamente mala, induciéndola a caer en las prácticas prohibidas de “practicar la magia” e “interpretar y leer los signos”. La serpiente, a su vez, estará expuesta a morir pisoteada por la mujer buena, la que obedece y sigue el recto camino de la domesticidad y de la maternidad como medio único de realización. Así se establece un contrapunto entre la Eva desobediente del génesis y María de Nazaret, bendita entre todas las mujeres.
Existe una rica literatura dedicada al análisis comparado de las religiones, los mitos y sus símbolos, y en el caso de la biblia tenemos esta presencia demonizada de la serpiente que nos llena de preguntas. ¿Su función en el relato es arruinarle el plan al Eterno?, ¿o su verdadera falta es precisamente librar a Eva de su inocencia y hacer de ella una mujer consciente de sí misma? Recordemos que antes de la tentación Eva es apenas un complemento, un juguete creado por el Eterno de la costilla de Adán, quien está solo y no tiene otro pasatiempo aparte de ponerles nombres a las cosas.
Un libro es aquello que su autor deja afuera, ya sea porque se lo exigen o porque él mismo lo hace para darle al lector un espacio activo de interpretación. En el caso de la biblia, todo lleva a pensar que el texto está lleno de omisiones forzadas como también de otras de carácter deliberado, que forman parte, como diría Umberto Eco, de una estrategia narrativa. Con los personajes femeninos de la biblia esta doble naturaleza de lo omitido habría definido el lugar de las mujeres en la sociedad judeocristiana.
La biblia es un libro de hombres, y las mujeres, muchas sin nombre, son en su mayoría madres. Al frente tienen a un padre amoroso, un padre castigador. La paternidad, desde la perspectiva bíblica, es hacer cumplir la ley del padre, la primogenitura, el patrimonio, al patriarca que cuida su clan. Es tentador juzgar esta división de roles desde nuestra comodidad. No somos nómades ni vivimos en un mundo encantado.
El problema es que la ley del padre se tragó la verdadera naturaleza de la maternidad desde su aspecto biológico esencial, que es dar vida y cuidarla. En la biblia apenas quedan chispazos de dicha función a través de personajes como Ziporá. La mayoría de las madres de la biblia son solo un útero cuya función es dar un hijo hombre al padre para que se cumpla su ley de jerarquía, propiedad y perpetuidad.
Eva y María son el principio y el fin de este mandato. La primera, madre de todo lo viviente, es condenada a sufrir dolores de parto y a obsesionarse con el hombre. Su condena es la de todas las mujeres; la del hombre es sobrevivir con el sudor de su frente. María es la imposibilidad y la impotencia de todas las mujeres, la condena a medirse a través de María como un ideal por definición inalcanzable, pues para ser madres deben dejar de ser vírgenes y exponerse a la sangre y al dolor del parto.
A estas mujeres el Eterno les permite tener un grado importante de agencia y salirse con la suya en una serie de transgresiones e incluso faltas graves: coludirse con el marido para mentirle a la autoridad (Sara y Abraham), saltarse el principio de la primogenitura (Rebeca), robarle al padre sus objetos sagrados (Raquel), tener sexo con el suegro disfrazada de prostituta (Tamar), comandar ejércitos (Débora) o asesinar a un huésped (Jael). Todas estas mujeres cumplen con la ley del padre, porque no podían hacer otra cosa: tienen hijos varones para un patriarca, o con la finalidad de crear una descendencia que dará a luz al mesías. Matan para que la nación (el gran padre, la patria) florezca. A las mujeres que están en los bordes, como Dalila, Ziporá o Vashti, apenas se le da espacio. Pero ahí están, esperando ser encontradas, esperando a tener voz propia.
Sin embargo, el Eterno necesita de las mujeres para su plan y las selecciona de acuerdo con ciertos criterios. De ahí la matriz narrativa de la mujer estéril que atraviesa todo el libro, desde Sara hasta Elisabet, y que se invierte con María de Nazaret, la virgen que expulsa a la serpiente y trae al mundo al Mesías. María es estéril, en un sentido superior. Es demasiado joven para engendrar, por eso necesita del ángel. Las otras, son demasiado viejas.
A estas mujeres el Eterno les permite tener un grado importante de agencia y salirse con la suya en una serie de transgresiones e incluso faltas graves: coludirse con el marido para mentirle a la autoridad (Sara y Abraham), saltarse el principio de la primogenitura (Rebeca), robarle al padre sus objetos sagrados (Raquel), tener sexo con el suegro disfrazada de prostituta (Tamar), comandar ejércitos (Débora) o asesinar a un huésped (Jael). Todas estas mujeres cumplen con la ley del padre, porque no podían hacer otra cosa: tienen hijos varones para un patriarca, o con la finalidad de crear una descendencia que dará a luz al mesías. Matan para que la nación (el gran padre, la patria) florezca. A las mujeres que están en los bordes, como Dalila, Ziporá o Vashti, apenas se le da espacio. Pero ahí están, esperando ser encontradas, esperando a tener voz propia.
La madre y el hijo concebido con la ayuda de un ángel, para satisfacer la ley del padre, relegó al silencio a la otra cara de la maternidad: la relación madre de hija.
Ese vacío enorme solo lo podemos encontrar en algunas representaciones, como el cuadro conocido como La Virgen, el Niño Jesús y Santa Ana, de Leonardo da Vinci (1503). La madre de María no está en el texto bíblico sino en los llamados libros apócrifos, contemporáneos a los evangelios, pero no aceptados dentro del canon religioso.
En el texto lo más cercano es Rut y Noemí, quizás el único libro basado en el amor genuino y desinteresado. Pero Rut y Noemí no son madre e hija de sangre, Rut es la hija que se busca una madre y la encuentra en su suegra Noemí, a quien decide cuidar. En cambio, buscar en la biblia a la madre que cuida a la hija es una tarea inútil.
Las últimas figuras femeninas de la biblia corresponden al Apocalipsis. Libro denso en imágenes y símbolos cuya interpretación no ha cesado en dos mil años. Criaturas con muchos ojos, ángeles y serafines, híbridos de caballo y langosta, con cabellos de mujer y rostro de hombre. En medio de este bestiario de fin de mundo aparecen tan solo tres mujeres, o más bien tres figuras femeninas que más que personajes, son símbolos
La primera es Jezabel, a quien ya vimos en la galería de villanas del Antiguo Testamento. El autor la trae a colación como un reproche a una de las siete iglesias cristianas de Asia.
“Conozco tus hechos y tu amor y fe y ministerio y aguante, y que tus hechos recientes son más que los de antes. No obstante, sí tengo esto contra ti: que toleras a aquella mujer Jezabel, que a sí misma se llama profetisa, y enseña y extravía a mis esclavos para que cometan fornicación y coman cosas sacrificadas a los ídolos”.
La segunda mujer está “envuelta en el sol, la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre la cabeza”. Está encinta y llora a punto de parir. Un dragón la acecha para devorar al hijo, pero este es poderoso y “apacentará todas las naciones con vara de hierro”.
La tercera mujer es la peor de todas:
“Sentada sobre una bestia escarlata, llena de nombres de blasfemia, que tenía siete cabezas y diez cuernos. Esta mujer estaba vestida de púrpura y escarlata, y adornada de oro, piedras preciosas y perlas. Tenía en su mano una copa de oro llena de abominaciones y de las impurezas de su prostitución. En su frente estaba escrito un nombre, un misterio: Babilonia la grande, la madre de los inmodestos y de la abominación de la tierra”.
Y así concluye el libro de las revelaciones, mencionando tan solo a tres mujeres: dos prostitutas y una santa.
¿Cuál es la alternativa o el camino para otra realidad u otras formas de relacionarnos? La propia biblia nos da luces al respecto, pocas, pero significativas, como la relación entre Rut y Noemí, madre e hijas adoptivas, quizás la relación de amor entre mujeres más hermosa que nos ha llegado hasta hoy. Tenemos a Séfora, la sanadora invisible, a María Magdalena, la maestra silenciada, a Vashti, la esposa insumisa, a la reina de Saba y a la mujer anónima del Cantar de los Cantares, que nos muestran la importancia de la belleza y el bienestar, la libertad sexual y la libertad de movimiento. Incluso de las asesinas o supuestas traidoras como Jael, Jezabel, Dalila o Herodías podemos aprender algo sobre nuestra propia libertad y nuestro derecho a defendernos.
Epílogo
Un soleado día a comienzos de julio de 2019 tomé el tren hacia la sede de la Universidad Autónoma de Barcelona en Bellaterra. Me tocaba defender mi proyecto de titulación, Las mujeres de la Biblia, frente a una comisión compuesta por tres profesores del Máster de Edición. Estaba un poco nerviosa, pero todo salió bien. Al terminar la presentación, dos de los tres profesores me cuestionaron algunos aspectos formales del libro, la tapa, los márgenes del texto. El tercer profesor, en cambio, se molestó con los otros dos en plena defensa, argumentando que esos detalles eran irrelevantes a la luz de un proyecto que perfectamente podía convertirse en un libro real.
Días después de la defensa me reuní en un café de la calle Elisabets con Enrique Murillo, otro profesor del máster, pero que no formó parte de la defensa. En este ambiente más distendido conversamos sobre la posibilidad de presentar Las mujeres de la biblia a una editorial española una vez que estuviera terminado.
La idea quedó dando vueltas, Carlos y yo avanzamos un poco en la investigación y la escritura de algunos borradores, pero finalmente el proyecto no prosperó y tuvimos que regresar a Chile en septiembre de 2019. Pocas semanas después, el país se vio sacudido por una revuelta social de proporciones y, a los seis meses, el mundo entero entró en cuarentena por el Covid19.
Cuando retomamos el proyecto en 2023, el mundo ya no era el mismo. Todo ha cambiado, la economía, la política internacional, nuevas guerras, una de ellas en los antiguos escenarios de la biblia. No obstante, el espacio que ocupamos las mujeres en lo público y en lo privado no ha cambiado demasiado. Lo que sí ha cambiado son el discurso y el imaginario, lo simbólico y nuestras conversaciones.
En los últimos años la cantidad de libros sobre la mujer, el feminismo, el patriarcado y la maternidad ha inundado las librerías y la Web. En este escenario, con Carlos comenzamos a leer y releer de otra manera los distintos pasajes de la biblia en los que aparecían mujeres; cruzamos nuestras lecturas y fuimos decidiendo, orgánicamente, qué historias y desde qué mirada íbamos a elaborar el libro. Decidimos, desde el primer momento, que no sería una escritura académica, sino vital. Por ello, este libro es principalmente narrativo, pues importa más la historia que se narra y lo que significa para nuestro inconsciente, antes que la explicación de las diferencias canónicas entre una versión de la biblia y otra.
Emprendimos esta tarea con el convencimiento de que nuestra mirada, aunque agnóstica, respetaría el propio texto, lo que decía y lo que omitía. Para aquellos aspectos omitidos u oscuros, recurriríamos a fuentes y estudios académicos serios, pero diversos: estudios de teólogos y teólogas, algunas feministas y otras no tanto, católicos y protestantes, historiadores del arte, arqueólogos, etc. Carlos hizo una lectura desde los objetos culturales derivados de la biblia en obras pictóricas, películas, obras musicales, además de los estudios históricos, que son su pasión. Mi mirada se centró en la interpretación textual, el mito y algunos textos feministas.
Uno de los que más que marcó fue el de Victoria Sau: El Vacío de la Maternidad (1995). En él, Sau afirma que la maternidad, tal como la conocemos, no existe. Para ella, la maternidad es una impostura en el contexto de las sociedades patriarcales, pues las madres son una función del padre, existen como ventrílocuas de él y de sus leyes. Nuestra cultura judeocristiana, principalmente herencia de textos semitas y griegos, mató a la madre universal. Primero hizo desaparecer a la madre Tierra y luego convirtió a Dios (Zeus) en madre, dando a luz a sus propios hijos. Finalmente, un tribunal dictaminó que el asesinato de Clitemnestra por su hijo Orestes no era un matricidio, pues dicha mujer no era importante, no había dado ninguna semilla, solo era un útero.
Asesinada la madre simbólica del mito, la madre real, la biológica, pasaría a ser una impostora: la madre entrañable había sido asesinada. Por eso, todas somos huérfanas de madre, incluidas nuestras propias madres.
Es una tesis que se presta para malentendidos, pero que me permitió comprender a las mujeres de la biblia desde una vereda más amable. Una perspectiva, aunque radical, que también me hizo comprender aquello que nos resulta incomprensible: el abandono de las madres.
Con Carlos nos encontrábamos en plena escritura de este libro cuando cayó la bomba de Alice Munro. En pleno 2024, el mundo se enteró de que la gran escritora canadiense, galardonada con el nobel de literatura, había optado por defender a su marido abusador en vez de defender a su hija abusada. Recordé tantas historias similares de madres y mujeres que han mirado hacia el lado sabiendo del abuso de alguna de sus hijas, sobrinas o hermanas. Otra vez nos encontramos, en pleno siglo XXI, con el abandono de las madres. Munro no es la excepción.
La hija de Munro, huérfana de madre en vida, fue capaz de hablar solo cuando la madre falleció de verdad. Tarde, pero pudo hablar. Las mujeres de la biblia no tienen nunca esa posibilidad. Tamar, por ejemplo, fue violada por su hermanastro y vengada por su hermano, quien le recomienda guardar silencio. Lo mismo que Betsabé después de que el rey David la viola. La Niña Sin Nombre de la biblia que la historia decidió llamar Salomé no fue violada de manera explícita, sino simbólica, y transformada por la fantasía masculina en villana-manipuladora. Su madre, lejos de protegerla, la expone. Y qué decir de las hijas de Lot, desprovistas de nombre propio y cuya historia quedó en nuestro imaginario como las mujeres lascivas que engañaron a su padre para que este las fecundara. Un doble incesto contra dos hermanas que también eran huérfanas de madre.
La historia de las mujeres de la biblia es, básicamente, la historia de las madres y el escenario de diversos tipos de maternidad. Madres simbólicas como Noemí, Ester o Débora. Madres que desearon serlo, como Rebeca, Raquel o Ana. Madres que no necesariamente lo desearon, sino a quienes les tocó y lo aceptaron agradecidas, como la madre Sin Nombre de Sansón, Elisabet o la propia María. Madres como nuestra primera Tamar, cuyos hijos serían su salvación, la seguridad social de la época; o como su opuesto, Agar, la madre abandonada por todos y que, en su desesperación, no le queda más alternativa que abandonar también al hijo. Maternidades míticas como Eva, la madre de todo lo viviente, o como Sombra y Ornamento, quienes no tuvieron niños, sino que dieron a luz oficios masculinos. Madre-maligna como Herodías, quien usó a su hija para propósitos perversos. Madre-buena, aunque no biológica, como Noemí, quien aconseja a Rut para fines nobles.
La mayoría de estas madres amaron a sus hijos, los cuidaron nueve meses en sus úteros, los amamantaron y, si enfermaban o morían, sufrían enormemente. No estamos hablando de una ausencia materna en un sentido literal, sino de una invisibilidad, de una ausencia. Ausencia de nombres, porque el dueño de los nombres que perduran es del Padre.
Si no existe la maternidad, entonces somos hijos de un padre cuya máxima expresión de amor es dar a su hijo en sacrificio, tal como fue sacrificado Jesús y como estuvo a punto de ser sacrificado Isaac. “Todos somos hijos de Abraham”, me comentó un amigo, hijo de un revolucionario de los años sesenta del siglo pasado, a propósito de la opción de su padre por la revolución en desmedro de sus hijos y de su familia.
Nosotras también somos hijas de Abraham, no de Sara, no de Rebeca ni de Raquel, y muchos menos de Agar. Aunque en la biblia existan historias con nombre de mujer, como Rut o Ester, ambas expresan la síntesis de lo mismo: la primera da a luz a un primogénito que será patriarca y que formará la línea que conducirá al Mesías. La segunda, Ester, es una madre para Israel, igual que Débora, pero en el plano político. Madres de naciones cuyos hijos mueren, donde las mujeres dan a luz soldados y los hijos de las otras naciones no importan. No es esa la maternidad que queremos. Ni siquiera tenemos que ser madres en el sentido literal para saber cuál es la maternidad que queremos.
¿Cuáles son las historias que nos podrían dar una pista, aunque sea pequeña, para vislumbrar alguna alternativa a este abandono de los hijos, a esta ausencia de las hijas, a esta presencia materna inconclusa? Si bien la afirmación de que la maternidad no existe es una metáfora, tiene elementos reales. Es cosa de observar un poco nuestro entorno y constatar, casi sin excepción, que prácticamente todas las mujeres tienen o han tenido un profundo conflicto con sus madres, sus hijas, sus suegras.
¿Cuál es la alternativa o el camino para otra realidad u otras formas de relacionarnos? La propia biblia nos da luces al respecto, pocas, pero significativas, como la relación entre Rut y Noemí, madre e hijas adoptivas, quizás la relación de amor entre mujeres más hermosa que nos ha llegado hasta hoy. Tenemos a Séfora, la sanadora invisible, a María Magdalena, la maestra silenciada, a Vashti, la esposa insumisa, a la reina de Saba y a la mujer anónima del Cantar de los Cantares, que nos muestran la importancia de la belleza y el bienestar, la libertad sexual y la libertad de movimiento. Incluso de las asesinas o supuestas traidoras como Jael, Jezabel, Dalila o Herodías podemos aprender algo sobre nuestra propia libertad y nuestro derecho a defendernos.
Tal vez sea una cuestión de énfasis y nos convenga mirar con más atención la relación entre Eva y la serpiente, y de todo aquello que, a pesar de la censura, permaneció en el texto bíblico como sinónimo de inclusión y amistad.
Más que la razón, nos habitan las emociones, y las emociones están arraigadas en las historias que incorporamos, que in-corpo-ramos: están en nuestros cuerpos. Por eso es tan difícil romper el ciclo del abuso y de sentirnos insuficientes. Por eso es tan difícil perdonar a nuestras madres y tan común que las mujeres, incluso las más feministas, tengan un conflicto, grande o pequeño, con su madre, suegra, hermana. Es una historia antigua, que nació con Raquel y Lea. Mientras ellas peleaban por el amor de sus hijos y de su marido, el marido, el patriarca, hacía su vida y tomaba decisiones.
¿Qué relatos nuevos necesitamos para refundarnos, hombres y mujeres, y así incorporar nuevas experiencias para las futuras generaciones? ¿Deberíamos romper con la biblia, con el génesis y abrazar otras historias como la de Lilit, o la historia de los pueblos originarios de América? Podemos hacerlo, pero sería también una impostura. Las mujeres de la biblia son parte de nuestro inconsciente, de nuestra cultura, somos eso, somos ellas y el reflejo de esa ausencia. La relación entrañable entre una madre y su hija.
Todas las mujeres somos huérfanas de madre. Todas las mujeres de la biblia lo son, y todas las madres importantes de la biblia son madres de hombres. Eva no tiene madre, pues nace del hombre. El hombre, a su vez, nace del barro (la primera Madre, nuestra Tierra) por obra del Dios-padre. Eva, que es madre de todo lo viviente, es condenada a no tener descendencia, pues su descendencia y su nombre no le pertenecen. Su descendencia está maldita. María, que dará a luz al Mesías, es fecundada por un espíritu, no por José, pero, aun así, en los evangelios, la línea genealógica de José es la que importa, aunque él no haya ni siquiera puesto la semilla.
Me llamo María, igual que mi madre, mi abuela y mi bisabuela. Tenemos todas el mismo nombre, que es casi lo mismo que no tener ninguno. Todas somos María, madres de hijos que no son nuestros, madres que deben dar sus hijos en sacrifico al padre, ya sea Dios, la nación o un ideal revolucionario, ya sea un patrimonio personal, del clan, de la tribu o de la patria. Todas somos la mujer infértil, la que no pudo ni podrá tener hijos y que está condenada a la infelicidad, por no cumplir la ley del Padre. Todas somos hijas de madres impostoras, porque la verdadera nos ha sido arrebatada. Para avanzar sin tanto dolor en nuestros cuerpos y corazones es absolutamente necesario perdonar a nuestras madres: la que nos hizo daño es la impostara, la que nos cuidó y nos amamantó, en cambio, es la madre verdadera.
Alice Munro, la que abandonó a su hija, es la impostora, la que debemos matar simbólicamente, la que su hija enterró. Alice Munro, la creadora de historias de madres e hijas, la que muestra la verdad, debió sufrir en silencio y pesadillas recurrentes, a esa, la perdonamos porque merece nuestra compasión.
Con Carlos no nos pusimos de acuerdo en esta mirada, de modo que, mientras escribíamos sobre María, decidimos ir a visitarla donde es madre y señora: en el cerro san Cristóbal de Santiago de Chile. Subimos a la cumbre usando distintos medios de locomoción: primer en auto, luego caminando. Nos gusta caminar juntos, se ha transformado en un hábito que nos permite conversar sin apuro y ver la vida desde otra perspectiva. El día está despejado y desde el mirador podemos contemplar el valle en su amplitud, desde las grandes montañas todavía nevadas hasta el horizonte donde en algunas horas se pondrá el sol.
Subimos los últimos peldaños. A nuestro alrededor parejas de distinto tipo se sacan fotos. Los niños corren observados no solo por sus madres. Hay padres desempeñando un rol activo en el cuidado.
La Virgen del Cerro San Cristóbal resplandece en la noche, iluminada por potentes focos. Su túnica es blanca, su gesto protector, tiene una corona de doce estrellas, igual que Ishtar, igual que tantas diosas de la antigüedad. De entre el borde de su túnica emerge una criatura serpenteante. Es la serpiente, de eso no cabe duda. Pero ¿está derrotada?, ¿sometida?, ¿esperando su momento para salir? No hay forma de saberlo.
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