El anarquismo fue una corriente de gran influencia en la gestación de la conciencia de lucha proletaria en el Chile de fines del siglo XIX, aunque su crédito ideológico y sus organizaciones fueron ignoradas o minimizadas por la historiografía popular, más proclive a las corrientes socialistas rivales, de signo marxista y/o leninista. Pero, relevantes fundadores del socialismo chileno, entre otros Eugenio González Rojas, rector de la Universidad Chile en los años 60 y ministro de Educación en la efímera República Socialista (1932), hicieron sus primeras experiencias políticas en las filas del anarquismo.
En las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX, la mayor presencia obrera se concentraba en las salitreras del territorio que fue peruano y boliviano hasta la guerra de 1879. Como la industrialización aún era incipiente en las ciudades del sur, Santiago incluida, las organizaciones pioneras de impronta anarquista y socialista incluyeron en sus filas a pequeños industriales, llamados entonces genéricamente artesanos. Las ideas anarquistas, al igual que las socialistas utópicas y científicas, arribaron -principalmente- con los emigrantes europeos, además de los libros y revistas.
Activos militantes españoles, franceses, alemanes y más de un estadounidense, entre otras procedencias, se instalaron como sombrereros, panaderos, marroquineros, sastres, almaceneros, a fin de ejercer sus oficios originales en el mercado de trabajo de su época.
El hambre y la miseria de peones y obreros -y de todos los pobres- se consideraba tan natural como el paisaje, al igual que ríos, montañas y campos. El 29 abril de 1888 hubo una manifestación de 6.000 personas frente a la estatua de San Martín, en la Alameda, contra un alza de medio centavo en el boleto de los tranvías de la Compañía Ferrocarril Urbano de Santiago, entre cuyos accionistas principales se encontraba el Agustín Edwards de esa época.
El presidente de la empresa era Eduardo Matte Pérez -antepasado del actual Eliodoro Matte Larraín y sus hermanos- graficó lapidariamente la condición paisaje del otro, del pobre, cuando dijo "que los rotos anden a pie si no pueden pagar el nuevo precio del pasaje". Este abogado, que vivió entre 1847-1902, hablaba sin ambages. Tras la derrota del presidente José Manuel Balmaceda en la guerra civil cantó su tan citada frase de victoria en el diario El Pueblo del 19 de marzo de 1892: "Somos los dueños de Chile", dijo. "Dueños del capital y del suelo; lo demás es masa influenciable y vendible". Así de claro.
Las fracciones rivales de la clase propietaria tuvieron por esos tiempos severas diferencias de opinión, principalmente sobre el destino y manejo de los nuevos fondos provenientes del salitre, más lucrativo que el trigo como principal producto de exportación. Las partes no pudieron resolver este conflicto en el ring civilizado previsto para estos conflictos, o sea, el hemiciclo del Congreso.
Al precio de 10.000 muertes, la guerra civil de 1891 resolvió esta rivalidad que pasó a la historia oficial como un enfrentamiento entre dos poderes del Estado, el Legislativo -que sublevó a la Marina para iniciar la subversión- y el Ejecutivo, el Presidente Balmaceda defendido lealmente por el Ejército, que a la postre resultó derrotado.
La situación política posterior a la guerra comenzó a abrir espacio a los reclamos de los otros, sobre todo en los ámbitos intelectuales de la época, sin que dejara de existir represión a las ideas y a la acción organizadora de los pobres.
EL PARAGUAS FUE EL PARTIDO DEMOCRÁTICO
Los cambios en el paisaje político legitimaron poco a poco la presencia creciente del reclamo de los otros, todavía de incipiente organización. Así entró en escena la cuestión social, que fue el nombre genérico otorgado por los políticos a las reivindicaciones de los pobres. "Si las clases dirigentes de Chile quieren la tranquilidad del país ¿para qué obligan a las clases trabajadoras a pedir por la fuerza lo que se les puede conceder de buen grado?" se preguntaba Mirabeau en El Liberal Democrático de Iquique.
La cuestión social transitó en la política chilena desde fines del siglo XIX a comienzos del XX. Casi un siglo después, el historiador Mario Garcés la explicó en estos términos: "La distancia entre ricos y pobres, que tantos autores reconocieron al cambiar el siglo, se fue tensando, confrontando, reconociendo, haciéndose más evidente y expresándose en diversos campos de la vida social. En una palabra, la distancia entre ricos y pobres se fue politizando".
El historiador Gabriel Salazar postula que frente a la creciente dificultad de "desenvolver la autonomía popular en un sentido estrictamente empresarial" y ante "la crisis progresiva del Estado portaliano ( ... ) el bajo pueblo se halló, a comienzos del siglo XX luchando por el sociocratismo político".
El historiador Julio Pinto Vallejos cree que "esa politización más o menos autónoma de la acción popular, esa proyección programática e invasora de un terreno hasta entonces reservado casi exclusivamente a la oligarquía, era en efecto un fenómeno bastante nuevo y marcaba una gran diferencia con la tradicional efervescencia 'peonal'. Allí pudo radicar, a final de cuentas, la verdadera esencia de la 'cuestión social'".
Existen variados matices de opinión, que coinciden en la gravitación histórica de la cuestión social, cuyo gran paraguas protector fue un partido burgués, el Democrático, llamado también Demócrata.
En esa organización política militaron prácticamente todos los luchadores sociales de la época, desde los precursores anarquistas Alejandro Escobar y Carballo, Magno Espinoza y Luis Olea, hasta el fundador del partido Comunista, Luis Emilio Recabarren.
El partido Democrático nació como una escisión del Partido Radical, impulsada en 1885 por Avelino Contardo y Malaquías Concha, animadores de un grupo llamado Radical Democrático, de posiciones avanzadas y tendencias obreras muy alejadas del pensamiento radical oficial de la época. El 6 de noviembre de 1887 se constituyó como Partido Democrático (PD).
LA DIVERSIDAD FLORECE
El PD abrió un espacio para el mundo popular, legitimó la cuestión social, la metamorfoseó en cuestión política y fue el nido en que se gestaron los movimientos anarquistas y socialistas de un período rico en luchas populares, el fin del siglo XIX y el comienzo del XX.
La apatía por la lucha social que se registra actualmente hace ver increíble tanta movilización, creación de periódicos y espíritu de lucha en las duras condiciones de un pasado en que los defensores de la causa popular alcanzaron cierta autonomía con el PD para dar sus batallas sin renunciar al aparato institucional.
En la segunda mitad de los 90 del siglo XIX fueron fundadas las primeras agrupaciones de carácter socialista, el Centro Social Obrero, la Agrupación Fraternal Obrera, la Unión Socialista y el Partido Obrero Socialista Francisco Bilbao.
El PD emergió con fervor popular y un signo reformista. Su proyecto inicial fue coherente con las aspiraciones anarquistas y socialistas, privilegió la acción reivindicativa y social e ingresó al Congreso, pero con los años se involucró en las transacciones, componendas y negociaciones que caracterizan todavía el quehacer político popular en la sociedad chilena, donde los protagonistas olvidan su clientela original, se pronuncia poco la palabra trabajadores a cambio de mucho discurso por el modelo de crecimiento económico impulsado tras la salida negociada de la dictadura militar.
En el seno del PD se fortalecieron las corrientes socialista y anarquista, cuyos límites ideológicos fueron originalmente difusos entre ambas. Las primeras propuestas socialistas tampoco se diferenciaban demasiado del liberalismo popular del programa demócrata. En ese caldo, se robustecieron las tendencias radicales influidas por el anarquismo y por el socialismo, sin una cortina ideológica muy precisa separando al socialismo marxista del socialismo libertario o anarquismo.
Las figuras claves de la vinculación anarquista con las masas trabajadoras fueron tres personas; Alejandro Escobar y Carvallo, Magno Espinoza y Luis Olea, cuya trayectoria de lucha también reivindicó -posteriormente- el socialismo marxista, hoy sustituido por el pensamiento social demócrata.
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Los planteamientos progresistas de la época, compartidos por los partidos Demócrata, Radical y Liberal-Democrático o Balmacedista, coincidían en la instrucción gratuita y obligatoria para el pueblo, la creación de escuelas y talleres nocturnos en todo el país, igualdad civil para la mujer, separación de la Iglesia del Estado, promoción de una cultura laica, y protección y fomento de la industria nacional, con una impronta de proyecto país.
Las corrientes más radicales levantaban, además, reivindicaciones más específicas para las clases trabajadoras, como el término del sistema de pago en salitreras con fichas -no con dinero contante y sonante- convertibles en alimentos únicamente en las pulperías de las oficinas (compañías), cuyos precios monopólicos expoliaban brutalmente el salario.
EL TEMA DEL PODER
En todo este período de gestación del pensamiento político proletario hubo rupturas de los líderes más radicalizados de las corrientes socialista y anarquista con el partido madre, el PD, pero muchas veces fueron pasajeras, porque en definitiva se mostraban temerosos, reacios, a abandonar para siempre el primer nido aglutinador de la inquietud política popular.
Sólo en los primeros años del siglo XX comenzó a dibujarse una propuesta específicamente socialista, diferenciada del anarquismo por su adhesión a la lucha política parlamentaria y alejada del PD, al reivindicar la autonomía de las clases populares y un programa revolucionario, aunque fuera nominal.
En ese entorno fue que Luis Emilio Recabarren fundó en 1912 el Partido Obrero Socialista, que más tarde sembró pánico entre la oligarquía. La politización obrera gestada por la cuestión social levantó definitivamente un discurso cuestionador del orden establecido. Y Recabarren pudo agitarlo en la caja de resonancia del hemiciclo parlamentario, el ring civilizado en que los representantes de los diferentes intereses de las clases sociales -y sus diferentes fracciones- confrontaban sus criterios de acceso y manejo del poder.
Pero los anarquistas siempre estuvieron en otra. El Parlamento nunca les interesó para nada. Su estrategia mundial fue derribar el régimen capitalista a través de la huelga general, liquidar al Estado opresor e instaurar una sociedad sin clases, un comunismo autárquico inspirado en la Comuna de París de 1871. Por definición, los anarquistas están en contra del poder en cualquiera de sus formas, sean burocracias sindicales o cargos parlamentarios.
"El anarco sindicalismo fue la corriente más importante del movimiento obrero latinoamericano durante las dos primeras décadas del siglo XX. Por consiguiente, no puede comprenderse la historia del movimiento obrero sin estudiar la teoría y la práctica del anarquismo", escribió el historiador Luis Vitale.
Mañana la Tercera parte: Cronología de un sueño
(*) Ernesto Carmona Ulloa es periodista y escritor. Autor de los libros Yo Piñera, Morir es la noticia, Chile Desclasificado, ¿Qué es el anarquismo y Los dueños de Chile, entre otros.
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