La pintora y grabadora nacional Roser Bru falleció este 26 de mayo a los 98 años de edad. De origen español, se embarcó junto a su familia en 1939 en el barco Winnipeg, que trajo a Chile a cientos de exiliados de la Guerra Civil Española, política gestionada por el poeta Pablo Neruda.
Bru estudió en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile entre 1939 y 1942, y participó a fines de la década de los 40 en el Grupo de Estudiantes Plásticos junto con otros artistas como José Balmes, Gracia Barrios y Guillermo Núñez. Fue parte del grupo fundador de la escuela de Arte de la Pontificia Universidad Católica de Chile, donde hizo clases.
Entre los múltiples premios que recibió están haber recibido la Orden de Isabel la Católica, por parte de los reyes de España y el Premio Nacional de Artes Plásticas en 2015.
Bru fue además parte de la camada de artistas contrarios a la dictadura y de las pocas que pudo exponer sus obras, aún frente al manto de censura de la época.
En 1987 expuso Cuerpo Calado, un conjunto de obras que mostraban también su crítica frente a la violencia del régimen en esos años, enfocado en la expresión de este ambiente en cuerpos de mujeres.
El texto curatorial, que presentaba las obras, fue escrito por el poeta Raúl Zurita. En INTERFERENCIA reproducimos este documento, que plasma la intención de la autora en su sobras y describe, con pasión y poesía, el arte de Roser Bru.
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Probablemente entre el sueño y el recuerdo no existía más diferencia que una cierta intimidad, un matiz, un sesgo diferente en el dolor que hace siempre que nos despertemos de los recuerdos con la equívoca certeza de que hubo algo en ellos, una zona oscura que no alcanzamos a dominar y que sin embargo es ella más que otras la que habla y determina nuestro presente. Recordar es así una especie de puesta en escena en la cual al final nos damos cuenta de que son siempre ausentes los que hablan por nosotros, fantasmas, retazos de un ejército interminable de caídos, de muertos, de víctimas, las que toman nuestra mano y nos dan la única garantía posible de que efectivamente estamos vivos. Eso es también la obra de Roser Bru.
Trasplantada ella misma a Chile, a bordo del “Winnipeg” que trajo a los refugiados de la Guerra Civil española, Roser Bru constituye uno de los ejemplos más vivos, más emocionantes, lúcidos y abismales de lo que un artista puede hacer cuando enfrentado a la realidad de un mundo escindido diariamente, opta por buscar en la opacidad de la memoria aquellos signos, emblemas y borraduras que aquí van dibujando los trazos de nuestra presencia.
Así, desde esa figura inmemorial que Roser Bru dibuja a partir de fotografía del miliciano caído, el Homenaje a Robert Capa, hasta esa otra figura igualmente inmemorial de Frida Kahlo, toda esta obra va configurando un escenario en el cual los cuadros, los dibujos, las pinturas, representan el encuentro de una evocación y de una pérdida, de una memoria y del olvido, de una locuacidad y de un silencio, que, en el dramatismo de su mutuo sostenimiento nos hace parte de su tramado. Estos cuadros que recuerdan, nos transforman a nosotros- los espectadores- en un recuerdo más de ellos.
Porque precisamente la abismante naturaleza de esta pintura nos lleva a comprender de golpe que no es uno el que recuerda sino que más bien son los recuerdos los que lo recuerdan a uno y lo ponen frente a un cuadro. Convocados entonces por estas pinturas nostros, en el lado de acá, vamos uno por uno acompañando el desafío de aquellos cuerpos y rostros que caídos, muertos, irredentos, nos hablan desde el más allá de la pintura, de un universo sepulto que se levanta a la par de nuestros ojos.
De ese modo Roser Bru, nos dibuja la mirada. Guiados a través de una obra cuya temática final se retira para transformar nuestra propia memoria en su soporte , solamente podemos contemplar estos cuadros porque ellos nos permiten la piedad. Mirar es así, también aquí apiadarse, es decir, comprender que todo ese cúmulo de recuerdos, memorias, silencios, heridas, que cada uno transporta pertenecen a lo más profundo, desgarrado y misterioso de un mundo que no nos pertenece. Que no nos mira si no nos compadecemos primero de nuestra propia fragilidad, de la incertidumbre de nuestros propios pensamientos, de lo equívoco de nuestra memoria. Por eso se dice que esta pintura está arrasada de humanidad.
Arrasada de una herida permanente donde los signos de la amenaza, de los desaparecidos, de los muertos, confabulan desde esta pintura un destino en el cual nosotros también, inexorablemente, nos iremos colocando del lado de sus difuntos. Es esa cuota diaria de muerte, de desgaste, la que sella en los cuadros de Roser Bru ese tinte de lo indefinible. La muerte secreta, como en estos retratos de Frida. Ahora, en Cuerpo Calado, Roser Bru nos dice que también morir es una forma de mirar; un alumbramiento.
Así, cerrándose sobre sí misma, la obra de Roser Bru nos revierte al final de un periplo esta última muestra nos señala sus consecuencias extremas. El cuerpo femenino, retorcido bajo la tramoya de una historia en la cual no ha sido contado, retoma los signos de su propia pertenencia y transforma toda esta obra, desde sus primeros inicios hasta ahora, en una gestación y en un parto. El parto es aquí- al recoger temáticamente la figura de Frida Kahlo el parto una suicida, es decir, de alguien que al igual que estos cuadros, acumuló en sí mismo todo ese universo de fallas, mutilaciones, sospechas tardías, que le otorgan precisamente al acto voluntario de morir el sentido último de la voluntad de vivir-.
Es exactamente esa voluntad que en la falla de la memoria une la vida con la muerte, el sueño con el recuerdo, el nacimiento con la trizadura y la pérdida, la que le otorga a esta obra- en su sentido más profundo- un imperativo moral. Contemplamos estos cuadros, “calamos” su superficie, porque ellos nos implican. Nos implican con el mismo estremecimiento con que podemos ver un cuchillo entrando en un vientre henchido. Borrosos, como las figuras suturadas que emergen en estos dibujos, siempre habrá un recuerdo en este mundo que nos dirá que nosotros somos ese vientre y ese cuchillo.
De allí la lección de esta pintura. Nadie ha mirado más por todos nosotros que Roser Bru y nadie tampoco ha hecho de esa mirada un gesto más profundo, más humano ni más lúcido. El estremecedor sueño de esta obra, sus recuerdos, sus imágenes, su piedad, nos compromete a todos en este mundo de vigilias.
Raúl Zurita
Santiago, marzo 1987.
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deseo seguir recibiendo tan
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