15.20 horas, La Moneda, ala surponiente
Mientras el ala oriente de La Moneda es despejada por las fuerzas del general Javier Palacios, al otro lado, en el poniente, el teniente Hernán Ramírez y su pelotón de la Escuela de Suboficiales hallan abierta la puerta de Teatinos. Se acercan con cautela, temiendo una celada. No hay tal: la han dejado así los carabineros que se escurrieron siguiendo las órdenes enviadas por el general Yovane.
Los militares entran y corren hacia el sector sur, repartiéndose los tres pisos y el altillo. No hay nada en las oficinas: en esa zona, el palacio parece desierto. Pero cuando se acercan hacia el costado de Morandé, ven a un hombre alto, de fina barba, que conserva su elegancia pese al polvo en su ropa, y que con un cigarrillo en la mano les pide que no disparen.
El teniente Ramírez lo reconoce de inmediato: es el ex ministro José Tohá. Lo saluda caballerosamente -lo llama “ministro”- y se deja conducir por él hasta la oficina donde están los demás.
En otro despacho, los soldados hallan a los detectives Quintín Romero y José Sotomayor, que permanecen con sus armas de servicio. Tras rendidos, los llevan a donde ya son prisioneros los hermanos Tohá, los ministros Briones y Almeyda, el fotógrafo Silva y el funcionario Espinoza. Comparten con ellos unos cigarrillos.
La aparición de los militares ha sido casi un alivio. En los minutos previos, se han asomado a los pasillos y han visto unas fugaces cabezas que emergían y se escondían entre las puertas; luego sabrán que han sido los dos detectives aislados durante el bombardeo. La posibilidad de un tiroteo enloquecido ha sido alta y temible.
El teniente Ramírez conserva su amabilidad, aunque no abandona su tono marcial e imperativo. Mientras deja al grupo civil a cargo de tres soldados, avanza con sus hombres hacia el centro del palacio. Allí hace contacto con las tropas que comanda el general Palacios
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La Moneda está finalmente dominada.
15.30 horas, Cuerpo de Bomberos de Santiago
A las 15.30, el mayor Hernán Padilla llama al Cuerpo de Bomberos de Santiago. ¡Por fin! Los voluntarios están impacientes en las compañías cercanas al centro.
Apenas pasadas las 10, el mando ha tomado contacto con el Ministerio de Defensa, que les ha dicho que no deben actuar hasta que los autorice el enlace, el mayor Padilla. Y ahora están ya… angustiados, viendo cómo se elevan las gruesas columnas de humo de La Moneda.
Así que en cuanto reciben la autorización, tres compañías parten hacia el palacio. Las informaciones sobre la magnitud del fuego, y el hecho de que también comienza un incendio en tres oficinas del tercer piso de la Intendencia, obligan a sumar de inmediato otras cuatro compañías, además de una unidad de escaleras.
En el libro de incidentes del Cuerpo de Bomberos de Santiago quedará el siguiente registro:
“El trabajo en el incendio del palacio de La Moneda se organizó con el material movilizado ( ... ), en forma de evitar que el fuego se propagara más allá de lo que tenía comprometido a la llegada del Cuerpo, y que era todo el amplio sector comprendido por el frente de la calle Moneda (excepto la primera oficina del lado oriente) y el de la calle Teatinos hasta más o menos 25 metros de distancia de la esquina de la Plaza de la Libertad, incluidas las edificaciones que existían dentro del palacio circundando el patio cercano a la entrada por calle Moneda y el bloque que atravesaba de oriente a poniente, al ala norte del patio de Los Naranjos, excepto el Gran Comedor, denominado también Salón Toesca”.
“Se logró detener el fuego, que se propagaba desde el frente de la calle Moneda, por el entretecho, hacia Morandé 80 y por Teatinos hacia el frente que da a la Plaza de la Libertad, sectores que resultaron parcialmente dañados”.
“En consecuencia, no sufrió daño alguno la zona del edificio comprendida desde Morandé 80 hacia el sur y la que tiene frente a la Plaza de la Libertad, desde Morandé hasta Teatinos”.
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A pesar de la devastación emocional y simbólica en que se encuentra el centro de la ciudad, los bomberos no tienen mucha demanda adicional esa mañana. De las compañías que van a La Moneda, dos se separan para acudir al incendio auto provocado de la sede del Partido Socialista de calle San Martín.
Ese vetusto edificio se encuentra ya dominado por las llamas, ante lo cual los voluntarios se limitan a contener la propagación del fuego hacia otras propiedades. Estarán en esa tarea, cansadora y tediosa, hasta poco después de la medianoche.
15.30 horas, Indumet, Cordón San Joaquín
También están impacientes los carabineros de la Escuela de Suboficiales, que desde hace ya rato oyen en las radios institucionales que desde Indumet se ha disparado contra carabineros de la Prefectura Pedro Aguirre Cerda. En algunos buses, estacionados en Alameda para servir de apoyo al cerco sobre la Universidad Técnica del Estado, los policías reclaman por la inactividad, cuando hay compañeros luchando en la zona sur.
Al fin, el mando ordena que varios de esos buses, además de una sección de tanquetas Mowag Roland, se dirijan a controlar la situación de Indumet. Para el momento en que llegan ya ha caído el primer policía, Manuel Cifuentes.
Una de las tanquetas se adelanta y empuja el portón hasta que lo derriba. Desde el galpón principal disparan contra el carro varios obreros atrincherados.
Cuando el carabinero Ramón Gutiérrez trata de entrar, lo tumba una bala en la cabeza; otro, Fabriciano González, se acerca a ayudarlo y una ráfaga lo alcanza de lleno. González cae, llamando a su esposa. (Morirá tres días después. Gutiérrez será rescatado y obrevivirá).
Paradójicamente, el impacto de la caída de los dos carabineros es más fuerte entre los obreros que disparan que entre los uniformados que avanzan. Algunos temen a las represalias; otros toman brusca conciencia del alcance de las acciones.
Cuando una segunda tanqueta se asoma a las puertas de la industria, los obreros dejan de disparar. Hay un segundo de confusión, hasta que una voz ordena:
-¡Bótenlas todas!
Las armas vuelan hacia el fondo del galpón. Muchos de los obreros corren hacia un gran foso en el cual se ha estado preparando la instalación de una fundición. Allí buscan grasa y polvo para frotar las manos y borrar las huellas y el olor de la pólvora. Los operarios que están cerca del portón enarbolan un paño blanco y gritan a los carabineros que ninguno de ellos está disparando.
Los uniformados ordenan a los obreros salir del foso y el galpón y reunirse en el patio. La mayoría obedece. Pero las cosas no son tan simples. El grupo socialista que se ha ido a través de Plansa ha dejado a un tirador en el techo de esta última, como un modo de retardar la ocupación de Indumet. Y ahora, cada vez que los carabineros intentan asomarse al patio, cumple su tarea con implacable eficacia.
Los obreros quedan en el medio de dos fuegos durante casi 30 minutos.
La balacera cesa, finalmente, cerca de las 17 horas, cuando el tirador de Plansa deja su posición. Los carabineros ingresan al patio y al galpón de Indumet y comienzan el registro de los obreros y la recolección de las armas abandonadas al fin de la refriega.
La Prefectura Pedro Aguirre Cerda envía más buses para hacerse cargo de un número de prisioneros que está fuera de todos sus cálculos.
15.30 horas, Universidad Técnica del Estado, Avenida Ecuador
Una patrulla de la Infantería de Marina llega hasta la puerta del edificio de la rectoría de la UTE, donde flamea una bandera chilena a media asta. Saluda, evidentemente, al Presidente muerto, y los marinos no están dispuestos a tolerar ese tipo de manifestaciones.
-O la suben, o la bajan -instruyen.
En el campus de la UTE, formado por varios edificios y jardines discontinuos, permanecen unos mil estudiantes, profesores y funcionarios, además del rector comunista Enrique Kirberg. Han comenzado a reunirse desde las primeras horas, no tanto por las clases, sino porque este día debía ser especial: al mediodía hablaría allí el Presidente Allende, en el marco de la “Semana contra el fascismo y la guerra civil”.
Kirberg y unos pocos dirigentes habían sido informados de que el Presidente podría anunciar el plebiscito.
Los estudiantes y profesores de la universidad más “roja” del momento han mostrado su voluntad de permanecer “en su puesto”, siguiendo la consigna de Allende y del PC.
Sólo el núcleo socialista, dirigido por el profesor Ulises Pérez -que se encuentra sancionado por la directiva de Altamirano- ha decidido que no es prudente permanecer en el lugar, y se ha retirado en varios autos llevando los equipos de radio, para irse a las casas de seguridad y en unos días más iniciar un bolsón de resistencia en la población José María Caro. No lograrán salir de esas casas durante casi una semana.
Los estudiantes han presenciado el bombardeo de La Moneda desde los edificios de las facultades, y cerca de las 13 horas el dirigente de la Federación de Estudiantes, el comunista Ociel Núñez, ha llamado a la resistencia contra e! golpe a una enfervorizada asamblea que no tiene los medios para intentarlo: ni armas, ni defensas, ni planes.
Y ahora, junto con la visita de los marinos, los estudiantes ven que los buses de carabineros están instalándose en las calles de acceso, mientras otras decenas de policías ocupan los techos de la vecina Villa Portales.
Un par de horas más tarde irá un mayor de Ejército a advertir a los dirigentes estudiantiles que si no desalojan antes del toque de queda de las 18, tendrán que quedarse hasta el día siguiente, sin desplazarse por los espacios externos de los edificios.
-Tenemos orden de desalojar a las 12 de la mañana -dirá el oficial-o Si todavía están aquí, vamos a traer buses y los sacamos a otros puntos para que vuelvan a sus hogares...
La mayoría se quedará.
15.45 horas, La Moneda, Calle Morandé
En contraste con la impaciencia que han mostrado por salvar La Moneda de las llamas, algunos de los bomberos no parecen tan preocupados por la suerte de sus ocupantes. Los voluntarios del carro que se instala cerca de Morandé 80 arman sus mangueras por encima de los cuerpos de los prisioneros tendidos en la vereda, como si fuesen meros obstáculos.
Uno se ofrece al general Palacios para identificar a los que han disparado; el general lo mira con un gesto de desdén y lo hace retirarse. Más tarde, otro se acerca y le susurra que el hombre alto del grupo de médicos ha sido ministro de Allende y se llama Jirón. Un tercero insulta al “Negro” Jorquera. Y todavía otros, arriba, en el segundo piso, se disputarán la puerta del Salón Independencia para ver el cadáver de Allende.
¿Qué se puede pedir? A fin de cuentas, en estos precisos momentos, ellos son también los bomberos de un país enfermo.
Afuera, el tiroteo comienza a declinar.
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El general Palacios decide trasladar a los prisioneros a la vereda oriente, junto a los muros del Ministerio de Obras
Públicas.
Además de los bomberos, ha pedido que concurra al palacio un equipo de peritos de Investigaciones, para examinar a Allende; y luego, recordando que necesitará testimonios gráficos, ordena que una patrulla vaya a buscar a un fotógrafo al diario El Mercurio, a tres cuadras de distancia.
Arriba evoluciona un helicóptero artillado, buscando a los francotiradores del Ministerio. Lo ha enviado Leigh, a petición de Pinochet, para silenciar el fuego hostil de esas ventanas, pero llega cuando ya es tarde. Un segundo, que va como refuerzo, se retira en pocos minutos, ante su absoluta falta de utilidad.
15.45 horas, Ministerio de Obras Públicas
Los tiradores del GAP deciden cesar el fuego e iniciar el repliegue. Ya es evidente que, con La Moneda rendida, no hay nada que hacer. Ni siquiera alcanzan a ver al helicóptero que merodea cerca de la azotea, buscándolos.
No esperaban este desenlace; seguros de que el Presidente lucharía hasta el final -el suicidio no estaba en las ideas del GAP-, pensaban que podrían resistir hasta el día siguiente, caso en el cual alguna o muchas unidades militares leales se unirían al gobierno, además de que el Aparato Militar se fortalecería en la zona sur. Y ahora resulta que en me- nos de ocho horas todo ha terminado.
De los ocho miembros del GAP que entraron al Ministerio, sólo cinco han combatido; otros dos han permanecido escondidos en una oficina y un tercero se perdió de vista ya en el garaje de la Intendencia. Los tiradores “embarretinan” las armas en oficinas y ductos de ventilación. Lo más complicado de esconder es la ametralladora .30 y el lanzacohetes RPG-7, con su mochila de tres cohetes; Isidro García los deja en el casillero de un funcionario.
Luego se lavan arduamente las manos, rompen todos sus documentos, echan en los baños las credenciales de la Presidencia, y retienen sólo sus cédulas de identidad.
Entonces tienen una idea luminosa y audaz. Si los militares los encuentran en los pisos altos, es obvio que estarán perdidos. La única esperanza es confundirse con los 200 o más trabajadores del Ministerio que han estado en los subterráneos. Incluso más: salir entre los primeros.
Cuando llegan al primer piso, los funcionarios ya se agolpan ante la puerta. El general Palacios ha ordenado evacuar el edificio, y los soldados van a cortar las cadenas cuando aparece un trabajador que tiene las llaves.
En la puerta, los soldados comienzan a verificar las identidades y las credenciales de los que evacuan el edificio.
El grupo del GAP sale sin problema alguno; en la calle ven que el único funcionario que les prestó alguna ayuda al comenzar la refriega -moviendo muebles y objetos para cubrir ventanas- está siendo registrado por un grupo de soldados. Detrás, las patrullas militares comienzan a subir para revisar piso por piso, seguros de que hallarán a los francotiradores arriba, o huyendo por las azoteas, o tratando de pasar a otros edificios.
Jamás imaginarían que los adversarios más odiados de la jornada se van por la puerta principal. (El Servicio de Inteligencia Militar lo descubrirá días después, cuando cruce las nóminas de funcionarios con los nombres de las credenciales que han anotado los soldados. Entonces se iniciará la cacería).
16.15 horas, La Moneda, Calle Morandé
Hay algo de sus prisioneros que al general Palacios le cuesta entender: ¿por qué tantos médicos? Uno, Guijón, estaba junto al cuerpo de Allende; otro, Arroyo, ha diagnosticado a un GAP; otro, el cardiólogo José Quiroga, presta primeros auxilios a una mujer herida en Obras Públicas y hasta refuerza el vendaje en la mano del general. El doctor Arroyo le dice que otros más están tendidos en el suelo.
-Bueno, que se levanten -dice Palacios, con más sorpresa- para que nos ayuden a curar a nuestros heridos.
A los doctores que ya rodean al jefe militar se unen el cirujano Víctor Hugo Oñate, el cardiólogo Hernán Ruiz y el
anestesista Alejandro Cuevas. No tienen mucho que hacer: sólo pequeñas curaciones. Arroyo insiste en que hay más. Pero Palacios se irrita ante la evidente falta de colaboración:
-Ah, no, ésos se jodieron.
Poco después, Arroyo vuelve a la carga, y el general cede. En ese momento se paran los doctores Jirón, Soto y Bartulín. Podrían haberse integrado otros tres médicos: “Coco” Paredes, Jorge Klein y Enrique París; e incluso, quizás, el egresado de Medicina Ricardo Pincheira.
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La razón por la que no lo hacen es oscura: ¿imaginan que su desempeño político los pone en peligro si se identifican? ¿Se niegan a auxiliar a militares? ¿O, más simplemente, no oyen las instrucciones?
Tampoco los instan los otros médicos: ¿no los consideran parte del equipo asistencial? ¿O creen que su condición profesional no los ayudará en nada?
Estas dudas resultan todavía, casi 50 años después, escalofriantes. Sus protagonistas no lo saben, pero ellas marcarán la frontera entre la vida y la muerte.
Es un hecho que el equipo médico parece exagerado para las necesidades de La Moneda. La explicación técnica, que el general Palacios no puede conocer en esos momentos, se remonta a una mañana de junio de 1970, pocos meses antes de la elección presidencial, cuando Allende sufrió un agudo incidente coronario en pleno centro, mientras caminaba con el senador radical Hugo Miranda.
Aquella tarde, su hija Beatriz convocó al cardiólogo Óscar Soto, de 31 años, que ya gozaba de una notable reputación y que le daba confianza política. Soto atendió a Allende durante una noche de angustia que se mantuvo en estricto secreto, mientras la campaña presidencial entraba su recta final.
Ese día su círculo íntimo supo que el candidato y luego Presidente cargaría con alto riesgo de infarto. Soto comenzó a acompañado en todas sus actividades, hasta que se hizo evidente que no daba abasto para cubrir la agenda del Jefe de Estado y las de sus visitantes. Entonces se incorporaron el nefrólogo Patricio Arroyo, el cirujano Arturo Jirón y más tarde el generalista Danilo Bartulín, que se haría cargo de todas las necesidades del personal de La Moneda e incluso de la casa de Tomás Moro.
A comienzos de 1973 se sumaron el cardiólogo Hernán Ruiz y el cirujano cardíaco Gastón Durán. Tras el tancazo se agregaron Guijón, Oñate, Cuevas y Quiroga, y la enfermera Carmen Prieto, como cuadro médico permanente del palacio.
En el implícito de sus contrataciones estaba la posibilidad de ataques armados a la sede de gobierno; la imagen del golpe de Estado flotaba también en estas decisiones. El policlínico de La Moneda fue mejor equipado y hasta se añadió una pequeña sala para cirugías de emergencia. Con toda la dignidad médica que pudiese envolverlo, este era otro dispositivo de guerra, un refuerzo que suponía hechos de sangre en el centro del poder político del país.
La segunda explicación para la aglomeración de médicos en La Moneda en esta mañana del 11 es operativa. Los doctores
han desarrollado un eficiente sistema de alerta temprana, y esta mañana todos han sido notificados de la emergencia.
Con ese singular sentido del deber profesional, han llegado todos los que se enteraron, y a primera hora tuvieron su revisión de rigor: el quirófano, la clínica, los equipos. Saben que su preparación es precaria; ni siquiera conocen los proyectiles que pueden usarse en un combate en serio. Pero ahí han estado: al pie del cañón.
El general Palacios estima que, tratándose de profesionales, no merecen quedar prisioneros. Cuando un bombero le advierte quién es Jirón, lo separa del grupo y lo deja junto a Guijón.
Se acerca a los demás, ordena retirarles sus cédulas de identidad y les dice que pueden irse a sus casas. Contraría con ello al oficial Jaime Núñez, que ha reconocido al doctor Arroyo como antiguo médico del Ejército y lo increpa por estar en ese lugar.
-No se quiten sus batas de médicos, para que no los detengan -les dice Palacios. Los doctores advierten el peligro que corren, y le piden un vehículo.
-Ah, no, ese es problema de ustedes.
Un oficial de Carabineros, al que se acercan pensando en un furgón policial, se encoge de hombros. Tres de los siete médicos llevan sus batas. Ellos irán al frente, cubriendo a sus compañeros, en la espectral caminata que emprenden hacia Alameda.
16.30 horas, Ministerio de Defensa
El grupo de altos funcionarios apresado en el ala sur poniente de La Moneda sale del edificio, escoltado por soldados, y es conducido a pie hasta el Ministerio de Defensa. No hay incidentes en el trayecto: la balacera parece haber cesado completamente.
En el edificio los recibe, en un cómodo living, el general Nuño, que les da el pésame por la muerte del Presidente. Caballeroso y cordial, Nuño les anuncia que los jefes militares han decidido que, por su seguridad, pasen esta noche en la Escuela Militar.
-Creo que mañana podrán volver a sus casas.
Por ahora, se les hará un breve examen médico para garantizar su buen estado, para lo cual deben ir a otro piso. Allí las cosas cambian bruscamente; pero no por los soldados, sino por los médicos.
Un trato insultante y despectivo hace pensar a Jaime Tohá, por primera vez, que el golpe no es lo que ha sugerido la actitud del general Nuño. En los ascensores que los llevan al subterráneo, ya con clara condición de prisioneros, recibirán los primeros culatazos de soldados. Desde la Academia de Guerra Aérea llama el general Leigh. Después de confirmar que retirará el helicóptero reservado para la familia de Allende, el jefe de la FACh entra en la tensión que suscita la muerte del Presidente y propone lo que el historiador James Whelan llamará “una orden espantosa”, que Pinochet aprueba y que transmite uno de los operadores de radio:
-Por cada miembro de las Fuerzas Armadas que sufran, que sean víctimas de atentados, a cualquier hora o cualquier lugar, se fusilará a cinco de los prisioneros marxistas que se encuentran prisioneros. Cambio.
Pero luego, en un tono más político, el mismo Leigh subraya la necesidad de que el cadáver del Presidente sea examinado por los cuatro jefes de Sanidad de los cuerpos armados, además de un médico legista de Santiago, “con el objeto de evitar que más adelante se nos pueda imputar, por los políticos, a las Fuerzas Armadas de haber sido las que provocaron su fallecimiento”.
Una preocupación parecida mostrará más tarde el general Bonilla, que sugerirá al Estado Mayor de la Defensa abrir un sumario militar para investigar las circunstancias de la muerte de Allende. Después de esa propuesta, Bonilla sale de Peñalolén hacia
la Escuela Militar para preparar el encuentro de los comandantes en jefe.
Entre tanto, el tema de los prisioneros inquieta a Carvajal, que nota que el Ministerio no tiene capacidad para acumular a la gente que está siendo capturada. Tras anunciarle a Pinochet que pedirá a Brady que indique más unidades para llevar detenidos, le da la nómina de los funcionarios apresados en La Moneda.
-Gracias -dice Pinochet- Después nos encontraremos en el lugar convenido.
-Conforme -dice Carvajal.
-Patricio, yo creo que a las 5.30 pe-eme voy a partir al lugar de reunión. Me dicen también que hay un problema. Frente a la embajada de Cuba se está juntando gente. Sería conveniente mandar fuerzas allá. Voy a hablar con Brady. ¿Sabes algo tú?
-Comprendo. No, no sé nada, pero se le dio instrucciones a Carabineros para que se preocuparan de que no se formaran
concentraciones. Voy a recomendarles especialmente que disuelvan esta concentración frente a la embajada de Cuba.
-Patricio, otra cosa. Aquí está Urbina conmigo, y algunos generales, para que tú sepas también...
-Comprendido. Ya llegaron Carabineros al área próxima a la embajada de Cuba.
-Manda un escuadrón con bombas lacrimógenas y esta gente se despeja. No acepten por ningún motivo que se formen grupos, porque estamos en estado de sitio.
-Conforme -dice Carvajal-. Lo vamos a enviar inmediatamente.
-Otra cosa, Patricio -se acelera Pinochet-. Es conveniente emitir una proclama radial recordando que hay estado de sitio y, en consecuencia, no se aceptan grupos. La gente debe permanecer en sus casas. Los que se arriesgan van a tener problemas y pueden caer heridos, y no hay sangre para salvarlos.
16.45 horas, Academia de Guerra Naval, Playa Ancha
El teniente segundo de la Armada Tomás Schlack recibe en su helicóptero al almirante José Toribio Merino, al contralmirante Sergio Huidobro, jefe de la Infantería de Marina, y al abogado y contralmirante Rodolfo Vio, auditor general de la Armada. En un segundo aparato, el teniente segundo Víctor Tapia saluda al médico y contralmirante Miguel Versin, director de Sanidad, y a los infantes que actuarán como escoltas de Merino.
Merino ocupa el asiento del copiloto y pregunta por las condiciones del tiempo.
-Buenas, aunque con nubosidad baja-, dice el piloto, graduado en Pensacola, Florida.
El almirante le ordena dirigirse a la Escuela Militar.
Schlack ha comenzado esa jornada antes del alba. Como parte de la tripulación del crucero Prat, recibió del comandante Maurice Poisson la orden de despegar de la nave para apoyar las operaciones de tierra en Valparaíso.
Desde las 6.30 ha estado volando sobre Valparaíso y Playa Ancha, informando a las tropas de tierra acerca de aglomeraciones y movimientos de gente. Y luego se le ha ordenado ir a recoger al almirante Merino.
Los dos helicópteros se elevan desde Playa Ancha y enfilan hacia el sector de Lo Prado, sobrepasando la Cordillera de la Costa. Los ocupantes no pueden hablar entre sí; el ruido del motor lo invade todo, y únicamente Merino tiene intercomunicador con Schlack. Y lo ocupa una sola vez:
-Pase sobre La Moneda, teniente, lo más bajo posible.
Desde lejos divisan las columnas de humo que se levantan desde el palacio. El piloto advierte que no pueden descender más allá de los 450 metros, porque aún hay disparos en el centro y el helicóptero no tiene ninguna clase de blindaje.
No es necesario tomar este riesgo. Pero el almirante no se lo perdería por nada del mundo. Aunque ha estado en desacuerdo con el empleo de la Fuerza Aérea, lo incitan una cierta curiosidad profesional y la sensación de que se trata de una visión histórica.
Los helicópteros se dirigen luego al oriente, a la Escuela Militar.
El doctor Versin tendrá que partir, en cuanto aterrice, en un auto del Ejército hacia el Hospital Militar.
Por antigüedad, es el presidente del Comité de Directores de Sanidad de las Fuerzas Armadas, un organismo dedicado usualmente a analizar estadísticas sobre prevalencias y a discutir, muy de vez en cuando, casos especiales. Jamás ha estado en su agenda el análisis de casos políticos.
Y menos la autopsia del Presidente de la República.
Mañana: “Autobiografía de un Rebelde”, de Manuel Cabieses.
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