En 1982 yo tenía aún doce años y solo había 900 semáforos en las calles de Santiago. En aquellos días solo los cruces de realmente más tránsito vehicular contaban con alguno, a saber, lugares donde dos avenidas se intersectaban, o donde se encontraba alguna calle de mucha afluencia con alguna vía principal. Fue aquel año 1982, entonces, que cerca de nuestro barrio en Vecinal unos señores de amarillo instalaron uno de esos aparatos, lo que tardó varios días, y entonces el Toño hizo un descubrimiento excepcional. Junto al semáforo había una caja como de un metro y medio de alto, metálica, de color verde piscina, sin mayores señas destacables, donde sospechábamos que se encontraba el mecanismo controlador de ese sistema de determinación del flujo esquinero. El Toño nos mostró que en los mismos momentos en que la luz del semáforo cambiaba a rojo emergía desde dentro de dicha caja controladora un sonoro “clanc”. Era el mecanismo de cambio de luz que pasaba desapercibido en su sonido tanto para los automovilistas, como para los viandantes que caminaban por ahí; pero no para nosotros, niños del barrio que estábamos atentos a cada transformación del mismo, desde los cambios periódicos de las tapas de alcantarilla, hasta como las enredaderas de algunas de las casas crecían conforme pasaban los lustros. Todos aquellos pequeños secretos de la vida suburbana, que por alguna razón cubren gran parte de la infancia imaginada remitían a entidades o experiencias transfiguradas en su intrascendencia aparente. Las tapas de alcantarilla daban a un mundo bajo el asfalto diferente del nuestro, tal como esos fondos de piscina al que cantaron los B-52’s en “Private Idaho”; las enredaderas simulaban una versión sudaca de “El Jardín Secreto” de Frances Hodgson Burnett; las cajas controladoras de los semáforos, en toda su nadería se asimilaban a algo que me explicaría mi padre ingeniero civil algo más tarde que aquel 1982: que esos elementos sencillos e imprescindibles para el trazado urbano se denominaban “obras de arte”, una palabra con que el STEM le daba valor a pasos de agua, pequeñas elevaciones en el camino, pedazos de concreto que permitían que todo pareciera fluir sin trastornos. Para nosotros, niños que abandonaban la infancia a inicios de los ochentas, y en especial para mí, la caja controladora del semáforo, con su silencioso y sonoro “clanc”, era música.
Fue en 1964 que Tony Hatch, un compositor británico, escuchó también y antes aquella música. Hatch estaba de visita en Broadway y se había obsesionado con los musicales de aquella avenida diagonal de La Gran Manzana. Él quería saber de dónde venía la inspiración para quienes facturaban los éxitos pop del teatro y mientras caminaba por el barrio al llegar a un semáforo, se dio cuenta que el cambio de luz y el sucesivo poner los pies en la acera eran un ritmo. Pasó esa experiencia a una partitura y luego vía Pye Records se le dio aquella melodía a Petula Clark bajo el nombre de lo que la canción significaba y de su inspiración: “Downtown”.
Sostienen los entrevistados de “GENTE COMÚN. Una historia oral de la Blondie” de Rodrigo Fluxá (Catalonia, 2022) que esa idea de pegar afiches de dicha disco alternativa en las intersecciones de Santiago fueron un poco el corazón de otro cambio, esta vez veinteañero, en la capital, a punta de papel barato y engrudo. No haría algo muy diferente el dueño de La Tuna, a inicios de los dos miles cuando ya había 1.600 semáforos y estaban emergiendo los sones melódicos de “La Noche” o “Noche de Brujas”.
En 1993 mi barrio de Vecinal había ya desaparecido, no corrían niños ni en patines ni en bicicross, y había oficinas y ya todas las casas se habían derrumbado para llegar a ser edificios de nuestro propio downtown santiaguino.
Con nuestra familia vivíamos en Carmen Sylva, un par de cuadras al sur de nuestro territorio natal, y yo caminaba todas las madrugadas, para tomar la micro hasta el Campus Gómez Millas, hacia Los Leones.
Y entonces empecé a ver que alguien había reparado en la caja controladora del semáforo de dicha esquina —ahora había 1.250 semáforos en la ciudad—. El verde piscina había sido tapado por un cartel. El cartel invitaba a una fiesta Old Wave en la recién estrenada discoteque Blondie. De pronto aquel insulso objeto metálico había adquirido una nueva función. Ya no solo era la disléxica música del “clanc” de la infancia, ni el ritmo que Tony Hatch había percibido en su paseo inquieto por Broadway. Era el anuncio de los noventas, de la mano de The Smiths, Clan of Ximox o New Order.
Sostienen los entrevistados de “GENTE COMÚN. Una historia oral de la Blondie” de Rodrigo Fluxá (Catalonia, 2022) que esa idea de pegar afiches de dicha disco alternativa en las intersecciones de Santiago fueron un poco el corazón de otro cambio, esta vez veinteañero, en la capital, a punta de papel barato y engrudo. No haría algo muy diferente el dueño de La Tuna, a inicios de los dos miles cuando ya había 1.600 semáforos y estaban emergiendo los sones melódicos de “La Noche” o “Noche de Brujas”.
Así, aquellas “obras de arte” ingenieril, encontraron una segunda —y una tercera— vida, en que de pronto se reparó en ellas porque desde su ya mentada nadería, eran una invitación a encontrar un espacio nuevo y, lo más importante, una identidad.
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