A la luz de lo que se exhibe en las casi tres horas de metraje de esta docuserie, todo el mundo debería saber qué hizo Marcial Maciel, a la vez que nadie sabe realmente quién fue. Pese a ser capaz de congregar a periodistas, investigadores y víctimas, el equipo de producción no encontró a nadie dispuesto a hablar acerca de la personalidad del reputado e infame fundador de los Legionarios de Cristo, más allá de sus crímenes y de su talento para cometerlos y encubrirlos.
Marcial Maciel aparece entonces como el afiche de esta serie: un contorno reconocible, pero en cuyos anteojos habitan llamaradas en vez de una mirada; láminas de fuego alimentadas por una combinación –apenas esbozada en el último episodio– de psicopatía y maldad. Así, el documental se centra en esta figura oscura –por lo dañina– y opaca –por lo impenetrable–, tratando de equilibrar lo poco que pudo obtener sobre su interioridad, lo mucho que se sabe de sus delitos y aquello que se puede decir del ecosistema donde surgió y floreció.
Tras un comienzo sinóptico de lo que vendrá –enfocado en la muerte de Maciel, en 2008 en Jacksonville, EE. UU.– la serie despliega prontamente lo que serán sus recursos: fotografías de época muy bien escogidas y recreaciones de los hechos más importantes de su vida, las que acompañan los testimonios de una pléyade de expertos y víctimas que han denunciado las fechorías del sacerdote en diversos libros y reportajes en prensa escrita y televisión. No hay narración en off.
De esta manera nos enteramos que el adolescente Maciel fue sexualmente abusado por unos arrieros, y de esta manera también aparece la inexplicable obsesión del ya seminarista Maciel de formar una congregación religiosa a partir de una supuesta “visión”. Este relato es estrictamente cronológico, lo que permite exhibir con transparencia la lógica expansiva y ascendente de la “labor pastoral” del sacerdote.
Expansiva, porque los legionarios y su influencia surgen de una pequeña casa en Ciudad de México, colonizando después territorio cántabro cercano a la universidad jesuita de Comillas y territorio romano al extender sus tentáculos al Vaticano. Desde ese tridente salta a otros países americanos y a EE. UU.
La lógica ascendente responde a la reptiliana capacidad de Maciel de acercarse y arrimarse a la gente rica y poderosa, para obtener dinero, influencia e, importantemente, protección. En este sentido, el documental peca de concisión, pues uno de los investigadores entrevistados resume en una sola frase la clave de toda la trayectoria e impunidad de Maciel, al decir que “fue el peor monstruo que tuvo la iglesia en todo el siglo XX, a la vez que su principal recaudador”.
Todo bien con la concisión, pero eso no basta para entender el nivel de penetración pasada, presente y futura de Marcial Maciel en la congregación que fundó, en el catolicismo y en la sociedad en general. Si bien se hace explícita su estrecha colaboración con Juan Pablo II y con personajes como nuestro conocido Angelo Sodano, poco se explica de su red de influencia en el Vaticano, a través de la cantidad de sacerdotes y obispos legionarios o de los recursos entregados a la santa sede.
Menos se dice de los empresarios y políticos mexicanos que lo blindaron judicial o mediáticamente, pues el documental pasa muy por encima sobre el hecho de que las primeras publicaciones sobre sus crímenes fueran en el Hartford Courant, en EE. UU., porque “esto no podía salir en México”, como explicó una de las voceras.
Así, queda la impresión de que en pantalla se despliega un merecido y bien documentado ajuste de cuentas, principalmente a gente muerta –Maciel, Wojtyla o Sodano– o anónima, la elite legionaria mexicana, vaticana y continental. Así, queda la impresión de que el mal y el daño causado por esta asociación se contiene y se disipa con la muerte de los personajes en cuestión.
Ahora bien, el documental sí aporta información revelada por la investigación de los propios Legionarios, los que reconocen que al menos 30 personas de la orden fueron abusadas por Maciel, y que el total de víctimas de Maciel y de otros criminales de la Legión llega a las 90 personas. Sin embargo, no revela si alguno de esos abusos fue cometido por víctimas de Maciel, ni profundiza sobre la identidad de los otros abusadores ni de las circunstancias de sus crímenes.
Todo parece empezar y terminar con Maciel. Es entendible, el documental trata sobre él porque es un personaje que aporta bastante material para el pasmo, el que es correctamente dosificado. Primero, con su carácter de depredador sexual; después, con su adicción a la morfina; después, con su inclinación a fingir otras identidades con las que formó familias y tuvo hijos… de los que también abusó. Finalmente, como moribundo rabioso por la caída de su prestigio, al punto de parecer poseído y ser exorcizado, para después morir sin arrepentirse ni confesarse.
Psicopatía y maldad, como se dijo anteriormente, las que resultaron impunes en lo canónigo y en lo penal, y que convierten a Maciel en un estupendo chivo expiatorio al que se le puede propinar algo parecido a la justicia a través de este documental, pero cuyas acciones no parecen tener causas ni consecuencias más allá de las sufridas por sus víctimas directas.
Y esto es un problema porque la peligrosidad de sujetos como Maciel no se explica por su mera personalidad ni su “carisma”, sino por un entramado institucional, político y mediático que encubrió sus acciones por décadas y que apenas es vislumbrado acá. Esto no solo debilita al documental, sino que obvia el hecho de que los Maciel pasan pero el ecosistema que los alimenta y protege sigue estando ahí. Incluyendo a la propia Legión.
Acerca de…
Título original: Marcial Maciel: El lobo de Dios (2025)
Nacionalidad: México
Dirigido por: Matías Gueilburt
Duración: 4 episodios de 45 minutos cada uno
Se puede ver en: HBO Max
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