A la memoria de Augusto Góngora.
Recordar y contar lo que uno ha visto, esforzándose por no mentir y por no halagar y por no dejarse engañar uno mismo por el resentimiento o por la nostalgia, es una obligación cívica.
-Antonio Muñoz Molina
A fines de 1982, mi amigo Augusto Góngora me invitó a ser parte de un proyecto que él, junto a funcionarios activos y retirados de la Vicaría de la Solidaridad, impulsaban desde hacía unos meses: hacer un libro que diera cuenta de los atroces actos de represión que estaban ocurriendo en todo el país tras el 11 de septiembre de 1973, fecha en que las tres ramas militares y las fuerzas de policía dieron un golpe de Estado para poner fin al gobierno de la Unidad Popular y deponer al socialista Salvador Allende, elegido presidente de la república en elecciones democráticas celebradas tres años antes. En aquella jornada, los uniformados coparon rápidamente los rincones clave del país. Hubo reducidas y aisladas escaramuzas en algunos lugares; los aviones de combate bombardearon La Moneda, donde estaba y murió Allende. Hacia las cuatro de la tarde el control ejercido por los militares sobre el país era absoluto: todo estaba concluido. Miles de simpatizantes de izquierda y miembros de los partidos políticos que apoyaban al presidente Allende y su gobierno empezaron a ser detenidos y llevados a estadios techados o abiertos a la intemperie, a cuarteles militares o retenes policiales, a cárceles, a buques convertidos en prisiones, a campos de concentración habilitados en instalaciones de balnearios en la costa central o en recintos de explotaciones salitreras en desuso, a islas inhóspitas del sur o a poblados costeros del norte cercados por el desierto.
Hacia las seis de la tarde de aquel día de septiembre se impuso un toque de queda que no se levantaría durante los siguientes diecisiete años. Un toque de queda que al anochecer vaciaba las calles, y en que, con nocturnidad e impunidad, solo podían moverse quienes salían a buscar a sus víctimas para secuestrarlas o para descerrajarles un balazo mortal.
Tres meses después del golpe de Estado, en diciembre de ese año 73, comenzó a operar de facto un grupo militar con base en el caserío de Tejas Verdes, ubicado en la desembocadura del río Maipo y próximo a Santiago, bajo el mando de un coronel del arma de ingenieros que respondía directamente al comandante en jefe del Ejército y uno de los cuatro líderes de la sublevación. Con el paso de poco tiempo, este grupo se iba a transformar en el principal —no el único— organismo secreto de represión del régimen, bajo el nombre de Dirección de Inteligencia Nacional (DINA).
Así que, cuando Góngora me contactó, hacia fines de 1982, aún no se cumplía una década de dictadura y continuaban produciéndose gravísimos crímenes contra la vida, la integridad y los derechos básicos de muchísimas personas. Tales crímenes no eran casuales, sino que respondían a un propósito específico de los líderes militares y policiales de entonces. Un propósito que hoy se conocería como una “política”, es decir, un diseño gubernamental con finalidad, con objetivos parciales, con asignación de recursos, y con organismos existentes o creados al efecto para materializar aquel propósito o aquella política. De aquí que fueran crímenes cometidos sistemáticamente y de manera continua. Los perpetraban agentes, hombres y mujeres, encuadrados en instituciones de la arquitectura histórica del Estado —Fuerzas Armadas y fuerzas policiales— o en nuevas entidades, como la DINA, que actuaban con respaldo estatal para servir a tal diseño. Por lo mismo, elaborar un libro semejante era un desafío y un esfuerzo peligroso que nos exigió varios años de secretismo, investigación y escritura.
Tanto el escenario en que lo hicimos como la forma en que tuvimos que movernos son inimaginables hoy en día. Para alguien nacido a partir del año 2000, habituado al mundo digital, a mantenerse constantemente conectado, con el teléfono celular siempre a mano y activo, partícipe de las redes sociales y atento a los avances en inteligencia artificial, puede resultar difícil imaginar las condiciones de un entorno donde los computadores eran un bien escaso, no todos los hogares contaban con una línea de teléfono fijo y la mensajería se realizaba por correo con sobre y estampillas.
Pero lo hicimos: finalmente el libro fue publicado en agosto de 1989, unos meses antes del fin de la dictadura, con el título Chile: la memoria prohibida.
La intención que nos orientó no fue solo entregar los datos de aquellos crímenes, sino también establecer el contexto humano en que se habían producido, las circunstancias en que la gente vivía cuando esos crímenes se materializaron.
Cuando Góngora presentó el libro públicamente, en aquel agosto de 1989, habló de la memoria emocional, es decir, la que se contrapone a una memoria factual, la memoria de los hechos o de los datos. Se trataba de un intento por rescatar la memoria de las emociones sentidas por los sobrevivientes a partir de la violencia que los agentes represivos les habían hecho vivir.
El resultado fue una extensa crónica, un mosaico lleno de testimonios, pletórico de vivencias, que da cuenta ordenada y detalladamente de un trozo de nuestra historia como si fuese un mural ante el que cualquier persona puede pararse a contemplar los acontecimientos acaecidos entre junio de 1973 y mayo de 1983. Su título era extraño: ¿Cómo podía estar prohibida la memoria?
Lo cierto es que estaba prohibida. Estaba prohibido acordarse de las personas que habían sido detenidas y hechas desaparecer; estaba prohibido acordarse de determinadas fechas para celebrarlas; estaba prohibido acordarse de las cosas que nos pasaron como individuos y como sociedad durante aquellos días de plomo desencadenados en 1973. El título, entonces, tenía relación con esa acción esencial del ser humano y de la sociedad que es recordar y que, no obstante, estaba prohibida.
La memoria no es otra cosa que un registro en nuestra mente. Un registro inestable, si se quiere, amenazado por su evanescencia y que, según mi parecer, puede concebirse como un conjunto de tres dimensiones. Cada una de las tres contiene emociones, más o menos intensas. En cada una, los momentos, los actos o las experiencias registradas como recuerdos están cargados de emociones, tal como Augusto lo dijo.
En una primera dimensión de memoria se encuentra, por ejemplo, el registro de una foto, esa foto que se le toma a un pariente, a una novia o un novio, a unos hijos, a unos nietos y se pone en el álbum familiar o se guarda en un computador o un celular. Es la dimensión de la identidad de la persona, de su individualidad, y de la identidad del grupo familiar, de los conocidos y los amigos.
Una segunda dimensión es la conmemorativa. Las parejas, los grupos, las sociedades están llenas de actos conmemorativos, de ritos conmemorativos. Fijémonos en la palabra. Se necesita recordar y recordar en conjunto, con los demás, de aquí que se trate de “con-memorar”, para poder saber quiénes somos en tanto colectividad, quiénes somos como pareja, como grupo o como sociedad. Por eso hay conmemoraciones.
Y existe una tercera dimensión de memoria que tiene que ver con aquella memoria que nos facilita el aprendizaje, que nos permite no tropezar dos veces con la misma piedra, la memoria educativa, aquella que ayuda al aprendizaje y la renovación del conocimiento, porque sin memoria no hay conocimiento. Si no se recuerda un dato pasado, ¿cómo se lo puede tener en cuenta para construir el presente y cómo se lo puede usar para proyectar el futuro?
Durante casi dos décadas la memoria fue prohibida en Chile en cada una de esas tres dimensiones. Fue prohibida en el ámbito personal: hubo gente que destruyó fotografías de sus álbumes familiares, porque eran imágenes que podían tener una connotación o una interpretación mañosa según cayeran en qué manos. Por lo tanto, la memoria personal, la de la identidad más íntima, estaba soterrada, prohibida, era de puertas adentro, de álbumes cerrados. Lo mismo ocurrió con la memoria conmemorativa. No se conmemoró nunca más nada que tuviera que ver con democracia, nada que tuviera que ver con nuestra vida en la historia nacional al menos desde la Constitución de 1925 en adelante; de hecho, esa fue una Constitución cancelada el 11 de septiembre de 1973. Por lo tanto, la conmemoración colectiva, lo que nos hacía recordar de dónde veníamos como sociedad, qué nos había hecho como nación, qué nos había formado, qué nos había pasado para explicarnos cómo éramos —cómo somos—, también estaba prohibida. Hubo otros ritos conmemorativos, con los que la autoridad uniformada de la época pretendió reemplazar a aquellos, pero eran ritos agresivos creados por unos contra otros, a contrapelo de lo que había sido nuestra historia democrática. Y la tercera dimensión de memoria, la de la memoria educativa, que nos permite conocer o aprender de nuestro pasado, también estaba cercenada, también prohibida.
Chile era un país, una sociedad, que había perdido su memoria en todos esos dominios. Y fue lo que nos propusimos recobrar con nuestro libro: la memoria de las personas, la memoria de los ritos conmemorativos y la memoria educativa, para que nunca más sembremos en el presente las piedras del pasado que nos podrían hacer tropezar en el futuro.
El relato que sigue es la historia de ese libro. La historia de cómo lo elaboramos rodeados de un ambiente de muerte, sufrimiento y desolación.
También es —en parte— la historia de las personas que trabajamos para ese proyecto, incluida la mía. Una historia centrada en los cinco años que corren entre fines de 1982 y fines de 1987, período en que, dentro del grupo de Góngora, me correspondió escribir los cinco volúmenes originales del texto. Y, en consecuencia, se trata de una historia personal de la amistad construida con Augusto y de cómo fue ejercer el oficio de periodista en la revista disidente APSI, sometida a censura, control y amedrentamiento.
En estas páginas no se cuenta un drama ficticio, sino que se narra cómo era la vida, para nosotros, durante esos años: los hechos que sucedieron y jalonaron nuestra tarea. Hechos irrefutables que están a salvo de las distorsiones de la memoria, porque fueron fijados por el trabajo de la verdad en su momento.
Con todo, a tantos años de los sucesos narrados, he echado mano a mis recuerdos para insertar vicisitudes personales en los hechos reales. Hechos en los que muchos en el país, quizás demasiados, no creían, gustaban de tergiversar de manera burlona o simplemente negaban con total irresponsabilidad.
En lo que toca a los extravíos de memoria en que yo haya podido incurrir al escribir la narración que sigue, reproduzco aquí las palabras del escritor mexicano Héctor Aguilar Camín, de las que me apropio con el debido reconocimiento:
Mi memoria no funciona como un archivo preciso, sino como una colección de destellos, un paso de mariposas. Las más de las veces, mis recuerdos se abren en la oscuridad como los gemidos en el sueño. Voy sobre los restos de mi memoria en busca de Emma y Héctor como quien brinca sobre las piedras salidas de un río. Las piso porque están salidas, sin levantar la vista ni preguntar a dónde me llevan, pisando lo que hay, porque el río que esas piedras me ayudan a cruzar es el río del olvido.
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