Una de las muchas perlas que John Ford le regaló a la historia del cine y a la reflexión sobre el sentido público de este, fue una frase de un personaje secundario en El hombre que mató a Liberty Valance (1962). Ante la revelación de la verdad acerca del mito fundacional de un pueblo del salvaje oeste –hecha por el protagonista de la historia y de la película–, el editor del periódico local sentencia: “Cuando la realidad se convierte en leyenda, en el Oeste publicamos la leyenda”.
Está bien, Easttown nunca fue el salvaje oeste. De hecho es una ciudad ficticia, una enorme X que sirve como variable para designar a cualquiera de las muchas ciudades pequeñas de una Pensilvania gris e invernal. Lo que está por ocurrir acá en Easttown no tiene que ver con la amenaza que la verdad puede significar para la historia mítica que une a la tribu, sino con el rol de la verdad a la hora de sanar aquello que está roto y que está enfermo. Y en Easttown no hay nadie más roto y enfermo que Mare Sheehan (Kate Winslet).
El primer episodio de esta miniserie podría caracterizarse con bastante precisión como “un día en la vida de Mare”, una policía sin uniforme que realiza trabajo de investigación, y que carga la cruz de la desaparición no resuelta de la hija de una amiga. Esto, que ya de por sí es un problema enorme, se magnifica por el hecho de Easttown es un pueblo chico donde todos se conocen, donde la división del trabajo en una sociedad de extraños no ocurre realmente. Donde un fracaso profesional puede ser leído y respondido como una traición.
En ese mismo día nos enteramos de que Mare vive con su madre, su hija adolescente y un niño pequeño cuyo parentesco con el resto de la familia no es explicitado. Nos enteramos de que tiene un primo sacerdote – se trata de una familia católica de origen irlandés–, y que está separada de un exmarido que vive en la casa de al lado y está a punto de casarse.
De otras cosas más importantes nos vamos enterando después, porque esta serie –más allá de tener el envoltorio de un drama policial– es un dispositivo para circunvalar a un personaje, el que se empieza a desplegar de a poco cuando se produce el asesinato de otra adolescente, al final del primer capítulo, y que a la vez suelta por gotario la información sobre el pasado de Mare, el que uno intuye a través de sus evidentes cicatrices.
Y la serie se encarga de que las cicatrices aparezcan en la mirada y los gestos de Mare, y la virtuosa actriz que la interpreta es muy competente en orientarnos con su rostro por el laberinto que vamos descubriendo. Ya sea cuando conoce a un prospecto de pareja, o cuando inoportunamente (según ella) le asignan a un compañero para investigar el nuevo caso de asesinato, o cuando nos enteramos de que el niño pequeño que vive con ella es su nieto, vástago de un hijo que se suicidó y cuya custodia está a punto de perder.
Tanto o más importante que el caso antiguo y el caso nuevo por resolver, es el estado de estrés de Mare, atribuible a un luto no resuelto, uno que tiñe –negativamente– todas sus decisiones y todas sus relaciones con los muchos personajes que pululan por Easttown, cada uno con su infierno, a los que Mare ya no quiere ni puede ayudar. ¿Y quién ayuda a Mare?
Con este cuadro, no es de extrañar que la serie adopte la estructura profunda de una terapia –la terapia de Mare–, lo que no es necesariamente malo para un producto de ficción, pero sí sospechoso de querer ganarse al público con un recurso más bien barato: la esperanza de que las cosas pueden mejorar, cristalizada con algo parecido a un final feliz.
Sin embargo, y afortunadamente, antes de caer en eso, la serie hace un barrido por la comunidad de Easttown para registrar diversas formas de patología social operando en conjunto, y cuyo efecto combinado parece corrosivo y terminal: embarazos y violencia entre y hacia los adolescentes, drogadicción, desmoronamiento de la autoridad religiosa, desintegración familiar. En suma, la sensación general de debacle ante la cual las instituciones públicas y sus agentes (como Mare) son derechamente impotentes.
Entonces, la serie que empezó a hilvanarse como una trenza de dos cuerdas –el descubrimiento del asesino y la terapia de Mare–, poco a poco deviene en una posible terapia para Easttown y para el país completo, que se mira en el espejo de esta serie y donde la imagen que se le devuelve es la de una explosión latente, y una desesperación que desborda todo lo que alguna fue o pareció importante.
Con ese ánimo profundamente lúgubre, la serie se encamina a su final montando extraordinariamente la resolución del thriller para dar paso a la progresiva sanación de Mare, la que sin embargo se vuelve a trenzar con el thriller, para de ahí dar un gran salto en lo emotivo y en lo cívico: arriesgándose a mostrar un camino de sanación para el aporreado y hastiado país que se arrastra a lo largo de estos siete episodios.
Y el camino propuesto no es otro que la verdad. Acá no se publica el mito sino que se releva la verdad, aunque sea insoportable. La verdad, aunque genere un sufrimiento indecible a quienes tal vez no lo merezcan.
Más allá de ser un probado mecanismo de entretenimiento, este thriller (con sus pesquisas policiales, con sus esporádicos tiroteos y escenas de acción) es ni más ni menos que un camino para llegar a una verdad, una verdad policial y penal finalmente, pero que hábilmente es ramificada hacia otra verdad sobre la misma Mare. Una que, literalmente, le permitirá abrir puertas que antes estaban cerradas.
La serie termina a gran altura desde el punto de vista emocional, y lo bueno es que logra instalar cierta esperanza de que las cosas puedan mejorar sin que esto sea ni parezca un recurso barato.
Acerca de
Título: Mare of Easttown
Exhibición: Una temporada con siete episodios (2021)
Creada por: Brad Ingelsby
Exhibida originalmente por: HBO
Se puede ver en: HBOMax
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