UNA VIDA MEJOR
Ruth Olate tenía doce años cuando empezó a trabajar. Su mamá la mandó de empleada doméstica ahí mismo en el barrio donde vivían. Hacía aseo, cocinaba. Nada nuevo, porque eran cosas que hacía también en su casa. Lo único que le llamaba la atención sucedía en la noche, cuando la familia se juntaba en el living a ver la televisión, que todavía en esos años era en blanco y negro.
“Cuando todos estaban viendo tele en la noche, yo tenía que traer mi pisito de la cocina y ponerlo a la entradita de la sala de estar, por una orillita, para poder mirar. No me podía sentar en los muebles del living ni en ninguna silla de la casa. No me lo permitían. Eso me parecía raro y yo no entendía por qué.
Además, tenía que comer en la cocina sola, después de servirle a todos”.
Con los años, Ruth Olate comprendió que su destino se había sellado mucho antes.
***
Inés Moreno nació en 1929 en el fundo Jauja en la comuna de Collipulli, en la que hoy es la Región de La Araucanía. Su casa quedaba junto a una comunidad mapuche, por lo que los niños venían todos los días a pedir permiso para que Inés pudiera ir a su ruca. Así, mientras jugaba y pelaba mote todo el día con ellos, aprendió su lengua, sus costumbres y, más de grande, los distintos trabajos que hacían en el campo. Fue en ese tiempo cuando tuvo a su primer hijo: Luis, o “Chito” como le decían de cariño.
Años después se fue a vivir al pueblo de Collipulli y fue allí donde encontró a Pedro Olate. Él trabajaba en la papelera de Laja como mecánico y electricista. Por su trabajo, ella también pasaba por Laja y siempre se veían y conversaban. Se enamoraron y al poco tiempo
arrendaron un lugar para vivir juntos con Chito.
Del matrimonio entre Pedro Olate e Inés Moreno nacieron seis mujeres. A Chito le siguió Mónica. Ruth Solar Olate Moreno fue la tercera hija de Inés y nació el 14 de septiembre de 1959 en esa casa en la Rinconada del Laja. Poco después del nacimiento de Ruth, desde la
papelera recomendaron a Pedro para un fundo cercano, Tanahuillín, donde vivía una familia de alemanes que necesitaban un mecánico para que mantuviera a los autos, las lanchas y todos los vehículos del fundo.
La familia se trasladó entonces a una pequeña casa amarilla en medio del campo que colindaba con la carretera en el sector de Tanahuillín. Inés se quedaba en la casa con los niños, mientras que Pedro se internaba en el fundo durante dos semanas para trabajar. En esa casa nacieron las demás niñas de la familia Olate Moreno: tras Mónica y Ruth, llegaron Berta, Cristina, Carmen y Gloria.
De su papá Ruth se acuerda poco, solo que era muy regalona de él y que se ponía junto a sus hermanas a esperarlo cuando llegaba después de sus largos viajes al fundo. Siempre que llegaba, tomaba a Ruth, la sentaba en sus piernas y jugaban. Después se volvía a ir y ella lo volvía a esperar, hasta que un día no volvió más. Cuando Ruth tenía seis años, Pedro Olate murió en un accidente de tránsito. Tenía 37 años. Inés, que era dueña de casa, derepente quedó viuda, sin apoyo y con siete niños chicos. La menor, Gloria, recién cumplía dos.
Los siguientes años se las arregló para darle de comer a sus hijos entre el seguro que le llegaba por su difunto esposo y lo que podía juntar dando pensión y vendiendo almuerzo a los camioneros que pasaban, ya que justo afuera de la casa estaba la carretera por donde se trasladaba madera en dirección a Monterrey. También con lo que recibía por el trabajo de Chito, quien aunque era solo un niño debió partir al mismo fundo donde había trabajado su padre. En Tanahuillín, Chito hacía los mandados, daba de comer a los perros y gallinas, y sacaba a las vacas a los pastizales.
Inés se mantuvo así cinco años hasta que decidió tomar a sus seis hijas y llevárselas de Tanahuillín a vivir a Santa Juana, el pueblo más cercano, que quedaba a media hora de camino, en la Provincia de Concepción. Chito se quedó en el campo. Una vez instaladas, les buscó trabajo a sus dos hijas mayores: Mónica de trece años y Ruth de doce se fueron de empleadas domésticas a distintas casas.
“Fue mi primer trabajo. En esa casa conocí la maldad. A mí me llamaba la atención que el mayor de esos niños siempre tenía
los cuadernos tirados en el suelo. Yo pasaba y se los recogía. Después volvía a pasar y se los volvía a recoger. Pensaba que se
le caían, hasta que en una de esas lo vi cómo botaba el cuaderno cuando yo me daba vuelta, para que se lo recogiera. Y se reía.
Intentaba humillarme y tenía solo nueve años”.
“Yo la entiendo hoy día. Ella fue una mujer muy sacrificada, que crio sola a siete niños. Ella nos cuidaba, a su manera, como pensaba que era mejor. Nos protegía diciéndonos que los hombres eran malos, que teníamos que tener cuidado. Como vivíamos en el campo, nos decía que estuviéramos atentas por si alguien entraba donde vivíamos. También cuando íbamos a la escuela rural, tener cuidado de nunca recibirle nada a nadie y de no subirnos al camión ni al auto de cualquier persona. Nunca le preguntamos a mi mamá por qué nos fuimos delcampo. Yo creo que era para darnos una vida mejor”.
Mónica se acostumbró rápido, pero a Ruth le costó mucho partir a trabajar. Era regalona y le cargaba estar todo el tiempo en una casa ajena y además tener que hacer todas las cosas. Junto con las tareas domésticas, también debía cuidar a cuatro niños, prepararles la ropa y acostarlos en la noche. Cuidar niños, que en muchos casos tenían su misma edad o a veces eran incluso mayores que ella, siempre fue una de las tareas más problemáticas.
“Fue mi primer trabajo. En esa casa conocí la maldad. A mí me llamaba la atención que el mayor de esos niños siempre tenía
los cuadernos tirados en el suelo. Yo pasaba y se los recogía. Después volvía a pasar y se los volvía a recoger. Pensaba que se
le caían, hasta que en una de esas lo vi cómo botaba el cuaderno cuando yo me daba vuelta, para que se lo recogiera. Y se reía.
Intentaba humillarme y tenía solo nueve años”.
La situación de Ruth estaba lejos de ser una excepción en esos años. En Chile, el trabajo infantil estuvo arraigado con fuerza en la sociedad hasta bien entrada la década de 1990 y, a comienzos del siglo XX, se estima que cerca de un cuarto de la fuerza laboral del país estaba compuesta por niños, quienes se desempeñaban en tareas que iban desde el trabajo agrícola hasta oficios tan peligrosos como la minería y la fabricación de vidrios. Incluso hoy, alrededor de 220.000 niños, niñas y adolescentes trabajan en nuestro país, pese a la ratificación de la Convención Internacional de los Derechos del Niño firmada luego del fin de la dictadura.
“Se usaba mucho eso. Antes, ver a una persona mayor trabajando así en una casa era raro. Hoy es al revés. Ahora cuando veo niñitas trabajando me sorprendo. ¡Pero cómo pueden hacer trabajar a una niñita! Después me acuerdo que así empecé yo”.
Ruth nunca supo cuánto le pagaban, porque la plata se la pasaban directamente a su mamá. Lo bueno era que en esa primera casa en la que trabajó le daban permiso para ir a clases: trabajaba en la mañana y, siempre que dejase todo listo, en la tarde podía salir para ir al colegio, que quedaba a media cuadra. Después de clases tenía que volver a servir la comida, lavar la loza, acostar a los niños y preparar la ropa para el día siguiente. Aguantó seis meses en esa rutina, hasta que un día se aburrió y se fue para su casa. Pero las cosas ya no podían volver a ser como antes. Apenas llegó, su mamá le dijo que ya estaba grande y tenía que trabajar. Y la mandó de vuelta.
“A mí nunca me gustó hacer nada que fuera trabajo doméstico. Pero había que hacerlo. Me levantaba a las seis de la mañana a calentar agua para lavar y escobillar ropa en la batea. Preparaba el desayuno para los niños antes de ir al colegio. Siempre trabajé con niños. Después hacía las piezas, el almuerzo, lavaba la loza y planchaba. Después ver la cena y lavar los platos. Por lo general terminaba como a las once y media de la noche. Ahí me iba a acostar. En otros trabajos los empleadores salían en la noche y había que estar atenta a los
niños. El trabajo doméstico es absolutamente agotador. Lo único que me gustaba de todo eso era cocinar”.
Después de esa casa vino otra, pero como echaba tanto de menos, los trabajos iban y venían. La pequeña Ruth siempre terminaba por dejarlos para devolverse a su casa con su mamá. Así no le cundía, por lo que Inés finalmente tomó la determinación de mandar a su hija a trabajar fuera del pueblo, lo le que significó dejar el colegio definitivamente. Afuera, sin embargo, le pasó lo mismo. Estaba quince días y se devolvía, porque no le gustaba. Echaba mucho de menos a su familia y a su mamá. En Santa Juana por lo menos podía verlos, pero en Concepción o en otro lado, ahí sí que lo pasaba mal. Se sentía sola, no aguantaba y regresaba, pero después tenía que irse de nuevo. Hasta que se terminó por acostumbrar
“A mí nunca me gustó hacer nada que fuera trabajo doméstico. Pero había que hacerlo. Me levantaba a las seis de la mañana a calentar agua para lavar y escobillar ropa en la batea. Preparaba el desayuno para los niños antes de ir al colegio. Siempre trabajé con niños. Después hacía las piezas, el almuerzo, lavaba la loza y planchaba. Después ver la cena y lavar los platos. Por lo general terminaba como a las once y media de la noche. Ahí me iba a acostar. En otros trabajos los empleadores salían en la noche y había que estar atenta a los
niños. El trabajo doméstico es absolutamente agotador. Lo único que me gustaba de todo eso era cocinar”.
Sus hermanas menores corrieron la misma suerte. A medida que crecieron, también tuvieron que salir a trabajar de empleadas domésticas. Todas menos Gloria, la más chica. Ella pudo estudiar para convertirse en técnico paramédico y se dedicó al cuidado de enfermos,ancianos y guaguas.
***
Treinta y siete años después de su primer trabajo, en 2008, Ruth asumió como presidenta del Sindicato de Trabajadoras de Casa Particular (SINTRACAP). Bajo su liderazgo, SINTRACAP fue parte de la discusión que finalizó con la aprobación del Convenio 189, un acuerdo de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en el que participaron gobiernos y sindicatos de trabajadoras domésticas de todo el mundo, a fin de asegurar condiciones dignas a las 60 millones de personas que se dedican a esta labor. Este fue el punto cúlmine de una lucha de más de veinte años y el triunfo de cientos de mujeres, que se selló en Ginebra, Suiza, en el año 2011.
Luego de este acuerdo histórico para la dignidad de las trabajadoras de casa particular, Ruth llegó de vuelta a su país para darse cuenta de que sus logros aquí no tuvieron ninguna repercusión: pese a que Chile había votado a favor del Convenio 189 en la OIT, hacía falta que el gobierno, entonces bajo el mandato de Sebastián Piñera, ratificara la adherencia de nuestro país. Dicha ratificación no llegó nunca y lo que las trabajadoras pensaban que habían ganado con el Convenio cayó en letra muerta. Ruth, entonces, tuvo que comenzar su lucha desde cero.
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Fue recién en 2014, ya con Michelle Bachelet en La Moneda, cuando fue aprobada una ley que permitió regular en parte el trabajo doméstico. Entre otras cosas, la normativa rebajó la jornada laboral de las trabajadoras de casa particular puertas afuera de 72 a 45 horas semanales, con lo que se les equiparó al resto de los trabajadores. Para los demás, la jornada laboral había disminuido de 48
a 45 horas semanales en 2005, con la reforma al Código del Trabajo, en una muestra de que la discriminación a las trabajadoras de casa particular ha sido históricamente amparada por las instituciones.
Además, la ley aprobada en 2014 prohibió el uso obligatorio de uniformes en espacios públicos y les otorgó feriados y sábados libres a las mujeres que trabajan puertas adentro. Antes de su entrada en vigencia, las mujeres que trabajan bajo esta modalidad solo podían
descansar los domingos, a pesar de que viven en su lugar de trabajo y de que sus jornadas, aún hoy, se extienden a 12 horas diarias.
El resto de los trabajadores chilenos dejaron de trabajar 12 horas al día y pudieron contar con una ley que ha limitado paulatinamente la jornada laboral desde 1924, luego del “ruido de sables” que realizaron un grupo de militares en septiembre de ese año en el Senado.
Las trabajadoras de casa particular todavía tendrían que esperar 90 años para tener algo parecido.
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