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Martes, 16 de Abril de 2024
Capítulo VIII

Contreras: Historia de un intocable. P2, Triple A y DINA en Buenos Aires

Manuel Salazar Salvo

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Los jefes de la Triple A.
Los jefes de la Triple A.

INTERFERENCIA está entregando a sus lectores, en una decena de capítulos, el libro que narra la biografía del fallecido general (R) Manuel Contreras Sepúlveda, ex jefe de la DINA durante la dictadura cívico militar del general Augusto Pinochet. Creemos que este es un modo de no olvidar uno de los capítulos más negros de la historia contemporánea de nuestro país.

Admision UDEC

A mediados de 1973, la tendencia más derechista del peronismo argentino inició una violenta ofensiva en contra de la izquierda revolucionaria que se había desarrollado velozmente al interior del Partido Justicialista. El diseño del plan lo habían hecho cuidadosamente el ministro de Bienestar Social, José López Rega; y el secretario de la CGT, José Ignacio Rucci, a fines de 1972 cuando temieron que Héctor Cámpora y la izquierda asumieran la conducción nacional del peronismo.

López Rega y Rucci sabían que en cualquier momento el general Domingo Perón moriría, desatándose una feroz lucha en el seno del peronismo. ¿Quiénes serían sus herederos políticos? ¿Qué pasaría con los sindicatos si la izquierda seguía creciendo? No, no podían correr riesgos. Era demasiado lo que estaba en juego y decidieron entonces establecer un pacto secreto para crear la Alianza Anticomunista Argentina, la siniestra Triple A, que en los meses siguientes arrasaría con todo aquel que se  opusiera a sus designios.

La tarea requería además de aliados. Uno de los primeros fue Lorenzo Miquel, dirigente de la Unión Obrera Metalúrgica, UOM, que junto con Rucci controlaban las cúpulas de las mafias sindicales peronistas. Miquel había sido tesorero de Augusto Vandor, el legendario líder sindical e indiscutida segunda figura del justicialismo; Rucci, por su parte, se había desempeñado como su secretario de prensa, hasta que en 1970 pasó a ser el  secretario general de la Central General de Trabajadores, CGT.

López Rega y Rucci empezaron además a aproximarse directamente o por medio de conocidos a  los grupos nacionalistas de derecha y al integrismo católico.

A comienzos de los 70, los jóvenes de la derecha peronista, muchos de ellos estudiantes de leyes, se habían agrupado en la Concentración Nacional Universitaria (CNU), estrechando vínculos con algunos miembros del movimiento nacionalista Tacuara, que habían colaborado decididamente con la dictadura del general Juan Carlos Onganía en 1968.        

La carta en blanco otorgada por López Rega a la ultraderecha permitió que a partir de 1973 surgieran nuevos grupos que formaron las bases de la Triple A, operando con los más diversos nombres en una especie de carnaval de mamporreros y macanas. Destacaron entre ellas el Comando de Organización, Juventud Sindical, Agrupación 20 de Noviembre, Agrupación 17 de Octubre de Bienestar Social y Juventud Peronista de la República Argentina, entre otras.

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José López Rega.
José López Rega.

También acudieron los nacionalistas católicos, civiles y uniformados, que habían preparado el golpe militar en contra del mandatario radical Arturo Illia en 1966. Ellos se aglutinaban en grupos como Los Cursillos de Cristiandad, Cooperadores Parroquiales de Cristo Rey, Ciudad Católica y Falange de la Fe; y en numerosas publicaciones católicas de derecha entre las que destacaban Verbo, Azul y Blanco, Gladium, Ediciones Theoría, Presencia, Nuestro Tiempo, Cruzada, Huemul  y Cruz y Fierro.

Uno de los principales ideólogos del nacionalismo integrista católico era el sacerdote Georges Grasset, que había llegado en 1962 a Buenos Aires después de haber sido el guía espiritual de los ultraderechistas franceses de la Organización del Ejército Secreto (OAS), y que desde la dirección de la revista Verbo trataba de dar justificación ética a la lucha en contra del marxismo.

El 25 de mayo de 1973,  Héctor Cámpora asumió la Presidencia de Argentina recuperando la Casa Rosada para el Partido Justicialista. Casi un mes después, el 20 de junio, llegó el general Perón al aeropuerto de Ezeiza luego de un largo exilio en España. La camorra sindicalista había decidido impedir que las columnas del peronismo revolucionario se aproximaran al indiscutido líder del movimiento. Para ello reclutaron mercenarios extranjeros, matones, delincuentes, ex oficiales del Ejército y de la policía, cualquiera que se mostrara dispuesto y tuviera las condiciones para la lucha callejera. La batalla fue tremenda. Hubo 13 muertos y más de 400 heridos, sólo el comienzo de una infernal vorágine de bombazos y sangre.

López Rega y Rucci tenían diferencias, pero supieron evitarlas mientras tuvieron un enemigo común. La alianza culminó abruptamente el 25 de septiembre cuando la guerrilla emboscó y acribilló a Rucci.

‘‘El Brujo’’, un hombre que había acompañado a Perón en su exilio y planificado paso a paso su escalada hacia el poder, quedó como único jefe y decidió ampliar su organización represiva poniendo al frente de las principales unidades de la policía federal a hombres de su absoluta confianza.

El 13 de julio de 1973 renunció Cámpora a la jefatura del gobierno y asumió Raúl Lastiri, yerno de López Rega. Era el momento de saborear el triunfo.

López Rega escogió como jefe de la Triple A al comisario Alberto Villar, un experto en contrainsurgencia que más tarde, bajo la dictadura militar, crearía las fuerzas antiguerrilleras de la policía federal, las que dirigió personalmente.

Villar se rodeó de unos 100 ex policías, la mayoría expulsados de la institución por abusos de poder y delitos que iban desde la extorsión a la trata de blancas, pasando por el tráfico de drogas y los asaltos a mano armada.        

Los principales jefes fueron los comisarios Luis Margaride, Esteban Pidal, Elio Rossi y Héctos García Rey; el subcomisario Juan Ramón Morales y el subinspector Rodolfo Eduardo Almirón Cena.        

Morales, desde su cargo de jefe de seguridad del Ministerio de Bienestar Social,  encabezó la unidad especial que actuó como equipo ejecutor de los principales adversarios de López Rega, entre ellos, políticos, legisladores, sindicalistas, intelectuales, periodistas y religiosos.        

Almirón Cena se hizo cargo de la seguridad de Isabel Martínez

La Triple A debutó en noviembre de 1973 asesinando al senador radical Hipólito Solari Yrigoyen. En los días siguientes los argentinos empezaron a notar que grupos de policías estaban deteniendo personas que luego aparecían acribilladas a balazos en diversos puntos de Buenos Aires.        

Los métodos de la Triple A eran especialmente crueles: los cuerpos de sus víctimas muchas veces eran dinamitados después de muertos; secuestraban, violaban y ejecutaban a las mujeres disparándoles en la nuca; y, exterminaban familias completas como escarmiento ante cualquier asomo de rebeldía.

Las ‘‘técnicas de limpieza’’ empleadas por López Rega y la Triple A contaban con la simpatía de algunos mandos militares que creían que la única forma de terminar con el extremismo marxista era eliminando físicamente a sus integrantes. Además, oficiales como el general Carlos Suarez Mason y el almirante Emilio Massera, mantenían una estrecha relación con el todopoderoso ministro,  como nuevos miembros de la Logia Propaganda Dos, a la que pertenecía el ex cabo de policía, ascendido a comisario general el 3 de mayo de 1974.

Esa logia había tenido y tendría en los años siguientes una importancia relevante en las sórdidas tramas internacionales que por uno u otro medio buscaban las mayores cuotas de poder. Sus inicios y su desarrollo ameritan un paréntesis en este relato del escenario argentino a comienzos de los años 70.

Propaganda Dos

Corría el otoño europeo de 1964 y en algún lugar de los montes Apeninos, en una elegante mansión vigilada por cámaras de televisión, perros y guardias provistos de armas automáticas, 12 hombres vestidos de smoking, con sus cabezas cubiertas con capuchas de seda negra, rodeados por grandes retratos de Hitler, Mussolini y Perón, esperaban el inicio de una secreta ceremonia ritual. La reunión la dirigía un sujeto canoso, el único con la cara descubierta.

Un desconocido ingresó de pronto al gran salón. Llevaba capucha, pero sus ojos estaban cubiertos. Solemnemente, el sujeto juró ser fiel al grupo y no revelar sus misterios. Al momento, los ya iniciados entregaron un sobre sellado y depositaron una gota de su sangre en un frasco de cristal. El celebrante extrajo de los sobres las fotografías de cada uno de los asistentes y las ubicó en un recipiente de oro. Agregó la del recién llegado y vació una gota de la sangre mezclada sobre los retratos, dando por sellado el pacto.        

En las fotografías aparecían, entre otros, Vito Miceli, general del Servicio Secreto de Información Italiano (SID); Carmelo Spagnuolo, juez de la Corte Suprema y primer fiscal de Milán; Raffaele Giudice, general y jefe de Carabineros de Hacienda; Hugo Zilletti, jefe del Consejo Supremo de los Magistrados de Italia; Joseph Miceli Crimi, cirujano jefe del Departamento de Policía de Palermo; Roberto Calvi, administrador del Banco Ambrosiano, y Antonio Viezzer, coronel del SID.

El recién iniciado era Michele Sindona, empresario siciliano, quien diez años más tarde, en 1973, sería proclamado como ‘‘el salvador de la lira’’ y a quien el embajador de Estados Unidos en Roma designaría en enero de 1974 como ‘‘el hombre del año’’.        

La ceremonia había sido presidida por Licio Gelli, el Gran Maestro, el Venerable, el Naja Hannah (Rey Cobra) de aquella secreta organización.        

Todos integraban el núcleo básico de una hermética sociedad que en los 20 años siguientes haría tambalear al gobierno italiano, comprometería a miembros de la Curia del Vaticano, organizaría atentados y asesinatos en tres continentes, apoyaría a las dictaduras militares de América Latina y usaría la amenaza y la extorsión, la bomba y el gatillo para conseguir sus propósitos.

Comenzaba a surgir la Logia Masónica Propaganda 2.

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Perón condecora a Licio Gelli.
Perón condecora a Licio Gelli.

Licio Gelli nació en 1919 en Pistoia, a 45 kilómetros de Florencia. Fue expulsado de la escuela a los 14 años y a los 17 marchó a España a combatir junto a los franquistas en la división italiana de los camisas negras.        

En 1940 se enroló en el Partido Nacional Fascista. Dos años después viajó a Cattaro, Albania, donde se transformó en el hombre de confianza del secretario de los fascios italianos en el exterior. En 1943 adhirió a la República Social Italiana y constituyó en Pistoia uno de los primeros fascios republicanos. También aceptó ser oficial de enlace de la SS alemana, participando en el interrogatorio de prisioneros ingleses y antifascistas. A la vez, capitaneó piquetes que cazaban remisos, varios de los cuales fueron fusilados.

Al promediar 1944 y cuando parecía inminente la derrota del Eje, Gelli se cambió de bando, colaborando con los partisanos en el ataque a cárceles y reductos fascistas.

Concluida la guerra, en 1945 se emitió una orden de detención en su contra por delitos cometidos durante el régimen fascista, siendo arrestado y condenado a 30 meses de cárcel. En marzo de 1946 obtuvo la libertad provisional y comenzó a trabajar ayudado por sus padres en comercio minorista.

En 1947 consiguió pasaporte a Francia, España, Suiza, Bélgica y Holanda, ampliando sus negocios y contactos. En 1949 fue condenado por contrabando y fraude.        

Un año después, en plena Guerra Fría, fue sindicado como agente del Cominform, los servicios secretos del este. La policía secreta italiana aseguró que Gelli era miembro del Partido Comunista desde 1944 y que a lo menos en 1947 trabajaba para el Cominform bajo la apariencia de un pacífico vendedor de libros.

Gelli, buscando un pasaporte que le permitiera aumentar sus operaciones, se había inscrito consecutivamente en la Democracia Cristiana, en el Partido Monárquico y en el Movimiento Social Italiano. Sorprendido, acosado, huyó hacia Argentina donde desde 1946 gobernaba Juan Domingo Perón.        

Gelli regresó a Italia en 1960 e ingresó a la Orden Masónica de la Francmasonería, conocida como el Gran Oriente. Las nuevas amistades lograron que la Comisión Antifascista le perdonara sus responsabilidades en el asesinato de varios partisanos. En 1962 Gelli se trasladó a Frosinone, como brazo derecho del dueño de la empresa Permaflex y gestionó una masiva venta de colchones para los ejércitos de la OTAN. Sus vínculos con jefes militares, políticos y empresarios aumentaron. En 1967 se radicó en Arezzo, como ejecutivo de la colchonera Dormire.

Al iniciarse la década del 70, Gelli era identificado como agente del SID, rumor que él no desmentía; por el contrario, fomentaba. Italia sufría una escalada terrorista donde las amenazas daban paso inmediato al asesinato y al bombazo, al secuestro, al suicidio o al accidente extraño y repentino.    

En 1973 retornó Perón a Argentina. En el vuelo de Alitalia que condujo al general a Buenos Aires iba también Gelli. Asistió a la ceremonia de asunción del líder de los descamisados y días después recibió la Orden del Libertador San Martín en el grado de Gran Cruz. La P2 se consolidaba en el país trasandino. Entre sus hombres destacaban José  López Rega, el canciller Alberto Vignes, el almirante Emilio Massera, el general Carlos Suárez Mason, entre otros 21 nombres que ocho años después serían conocidos en Italia.

En 1974 surgieron por primera vez en la judicatura italiana indicios de las operaciones de Gelli con el terrorismo de ultraderecha y el financiamiento masónico a las vanguardias de la subversión negra.

El Gran Maestro de P2 entraba y salía de Hungría, Rumania, Libia y de diversos países de Europa y del Medio Oriente. Gestionaba millonarios contratos para Argentina y otras naciones latinoamericanas, proveía de armas a los árabes, a las dictaduras militares, a guerrillas de izquierda, a cualquier cliente que pagara y que además le proporcionase nuevos contactos e influencias en una vertiginosa carrera hacia el poder.

Llega la DINA

Es en este escenario argentino, dominado por las pandillas de ultraderecha, por los negocios turbios, por la extorsión y la golpiza, donde empiezan a operar los agentes de la DINA chilena desde fines de 1973.        

El Departamento Exterior de la DINA, dirigido por un oficial de Ejército que ocultaba su identidad bajo el apodo de ‘‘Luis Gutiérrez’’ o ‘‘Don Elías’’ o ‘‘Julio Muñoz’’ organizó una cuidadosa red de informantes en Buenos Aires con bases en la embajada chilena, en las oficinas de Lan Chile, en la representación del Banco del Estado de Chile en el país trasandino y en algunas tiendas comerciales. Los hombres y mujeres que integraron la red aprovecharon sus vínculos con las bandas de ultraderecha, con policías y militares, para desarrollar una creciente y fluida cooperación.

Los oficiales chilenos Raúl Eduardo Iturriaga Neumann, Christoper Willike y Víctor Barría Barría, son los que más se repiten en las numerosas investigaciones realizadas por la justicia, por organismos de derechos humanos, por abogados y periodistas, como los encargados de la conexión argentina.

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Raúl Iturriaga.
Raúl Iturriaga.

Entre los civiles adscritos como agentes o colaboradores de la DINA figuran los periodistas Jaime Valdés, Gladys Pinto y Daniel Galleguillos, los tres ya fallecidos. Junto a ellos, trabajaban Lautaro Enrique Arancibia Clavel, Carlos Labarca Metzer, Eduardo Delgado Quilodrán, Mario Igualt Pérez, Jorge Iturriaga Neumann, Sonia Montecino, Miguel Poklepovic, Enrique Rojas Zegers, Nicolás Díaz Pacheco, Patricio Fernández Gacitúa, Jorge Arce, Renato Maino, Guido Poli y Jorge Schilling, entre otros.

Muchos de estos hombres habían tenido que huir de Chile tras el asesinato del general Schneider en 1970, buscando refugio en Argentina bajo el alero de los grupos trasandinos de ultraderecha. Y a fines de 1973, depuesto Allende, no dudaron en incorporarse a la DINA para anular cualquier intento de resistencia de los grupos de izquierda.

Dos de los más importantes, Enrique Arancibia y Carlos Labarca, tenían un amigo común, ingeniero químico, que había militado en Patria y Libertad y que se sumó también a la DINA para fabricar gases tóxicos inventados por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. El químico se llamaba Eugenio Berríos, que protagonizó en junio de 1993 un sorprendente episodio en Uruguay, desapareciendo luego hasta ser encontrado muerto en una playa de Uruguay.

El 27 de septiembre de 1974, el gobierno argentino promulgó una ley antisubversiva destinada a frenar la violencia que estaba provocando el ‘‘extremismo marxista’’. En ninguna parte se dijo algo sobre la principal violencia, la que emanaba de las bandas de la ultraderecha que lideraba la Triple A y que contaban con el  apoyo del Estado y de crecientes sectores de las fuerzas armadas.

Tres días después, a las 00:50 de la madrugada del 30 de septiembre, casi kilo y medio de trotil, instalado en la caja de velocidades de un automóvil Fiat 1.600, hizo explosión dando muerte instantáneamente al general Carlos Prats y a su esposa Sonia Cuthbert, en el barrio Palermo.

Los antecedentes recopilados en los procesos judiciales seguidos en Estados Unidos, Italia, Argentina y Chile, vinculados a los atentados en contra de Orlando Letelier, a Bernardo Leighton y a Carlos Prats, identificaron a los ex oficiales Raúl Eduardo Iturriaga Neumann y José Zara Holger, entre otros, como los responsables del crimen.

Algunos datos claves para llegar a esa conclusión los proporcionó Enrique Rojas Zegers a comienzos de diciembre de 1992 al juez Adolfo Bañados Cuadra. En su testimonio, Rojas dijo que Jorge Iturriaga, hermano del oficial que dirigía el Departamento de Operaciones Exteriores de la DINA, y que poseía una joyería en Buenos Aires, le pidió que diera alojamiento a tres comerciantes chilenos que estaban de paso en la capital argentina.

Esos ‘‘comerciantes’’ eran los tres militares, quienes habrían actuado con el apoyo de Michael Townley y del capitán (R) Armando Fernández Larios, luego de fracasar un ‘‘contrato’’ abierto en Argentina para que un grupo de ese país asesinara a Prats.        

El secreto apoyo conseguido por la DINA en Argentina en 1974 para asesinar a Prats, fue el brutal inicio de numerosas otras operaciones para detener, secuestrar, torturar y asesinar a ambos lados de la Cordillera de Los Andes.

Numerosos testimonios de sobrevivientes dan cuenta de la repentina concentración de agentes operativos de diversos  servicios de inteligencia  en los centros clandestinos de detención que surgieron tras el golpe militar en Argentina, en marzo de 1976, el último de Sudamérica que unificó el mapa de las fronteras ideológicas.

En 1976 Buenos Aires y las principales ciudades de provincia fueron en Argentina el laboratorio de la coordinación que deseaban los jefes de las policías secretas. Cientos de exiliados chilenos, bolivianos, paraguayos, brasileños, uruguayos, fueron interrogados, torturados y finalmente asesinados por militares de civil, que exhibían los distintos e inconfundibles acentos regionales del español latinoamericano.

La existencia de esa coordinación fue denunciada inmediatamente por organizaciones de derechos humanos en todos los foros internacionales, pero las dictaduras sistemáticamente negaron esa oculta cooperación y exigieron pruebas de las acusaciones.

El 16 de mayo de 1975, Jorge Isaac Fuentes Alarcón, el ‘‘Trosko’’ Fuentes,  cruzó la frontera argentino-paraguaya en bus. A su lado viajaba Amílcar Santucho, hermano del máximo dirigente del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Ambos fueron detenidos por la policía paraguaya y trasladados a Asunción. La DINA quería a Fuentes, valioso  correo del MIR para el Cono Sur y contacto personal de Edgardo Enríquez, encargado internacional de la organización que luchaba desde la clandestinidad en contra del régimen militar de Pinochet.

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Edgardo Enríquez.
Edgardo Enríquez.

Fuentes tenía en su poder valiosa información sobre la Junta Coordinadora Revolucionaria, JCR, instancia que habían creado varios grupos insurgentes de izquierda para enfrentar a las dictaduras militares del continente.

La DINA trajo a Fuentes a la Villa Grimaldi con un pasaporte argentino falso y la autorización de la policía paraguaya, en un indicio muy claro de la colaboración entre las policías secretas de estos tres países. En julio de 1975 los encargados de guerra sicológica articularon una compleja operación de desinformación destinada a hacer creer a los chilenos que el MIR estaba ejecutando en el exterior a sus propios compañeros. En Argentina y luego en Brasil, en medio de prensa creados para ello, los agentes de la DINA en concomitancia con colabores extranjeros, publicaron una lista de 119 personas, desaparecidas en Chile y presuntamente eliminadas por el MIR.

El plan, denominado ‘‘Operación Colombo” contó con el valioso apoyo de algunos periodistas chilenos que se encargaron de destacar el hecho en sus propios medios.

El 10 de abril de 1976 fue detenido en Buenos Aires Edgardo Enríquez Espinoza, al salir de una reunión de la JCR. Fue arrestada también la brasileña Regina Marcondes y varios otros miembros del MIR. Enríquez, quien era seguido y vigilado desde fines de 1975, fue trasladado a los campos de concentración argentinos ‘‘El Olimpo’’, ‘‘Campo de Mayo’’ y a la ‘‘Escuela Mecánica de la Armada’’, ESMA. Desde allí, agentes de la DINA lo trajeron a la Villa Grimaldi, desde donde desapareció hasta hoy.        

En julio de 1976 fue detenido Patricio Biedma Schadewaldt, dirigente del MIR vinculado también a la JCR. Era un sociólogo argentino que se había radicado en Chile en 1968. Fue visto en uno de los recintos de tortura del SIDE, conocido como ‘‘Automotores Orletti’’, donde fue interrogado por un militar chileno. Se ignora hasta hoy su destino final, pero no se descarta que haya sido traído a Chile, según lo afirma en su informe final la Comisión de Verdad y Reconciliación, creada en 1990 por el Presidente Patricio Aylwin.

Estos casos son sólo un pequeño ejemplo de la colaboración, abierta, casi desembozada, entre la DINA y sus similares de los gobiernos militares del continente entre 1974 y 1977. Numerosos testimonios, documentos e investigaciones judiciales han corroborado una verdad que por años fue negada. Entretanto, seguían llegando a Sudamérica terroristas de ultraderecha de todas las procedencias y condiciones.        

A mediados de diciembre de 1977 la Interpol detuvo en Paraguay a Elio Massagrande y Gaetano Orlando, jefes de la organización fascista italiana Ordine Nuovo, acusados de asesinar al juez Vittorio Occorsio en el centro de Roma en 1976 y que estaban refugiados en Asunción.

Los extremistas yugoslavos de la organización croata usaban tranquilamente a Paraguay como base para la lucha en contra del régimen del mariscal Tito. Después de un atentado a la embajada yugoslava en Estocolmo consiguieron asilo en Asunción, fundando una escuela dentro del Departamento de Investigaciones para enseñar nuevos métodos de tortura. Tan seguros se sentían por la protección recibida, que uno de sus más afiebrados dirigentes, Jozo Damjanovic, trató de matar al embajador yugoslavo en Asunción y acabó confundiéndolo con el embajador de Uruguay, Carlos Aldala, que fue asesinado por equivocación.

El dictador Stroessner recibía regularmente la visita de algunos conocidos nazis, como el coronel Hans Rudel, presentado como miembro de la aviación de Hitler y prominente figura del movimiento neonazi en Alemania. Rudel provocó en los albores de los 80 un escándalo en su país al promover una reunión clandestina de oficiales neonazis, condenada por el ejército alemán.

Los congresos anticomunistas también se efectuaban con frecuencia en Asunción y en todos ellos, o en casi todos, Stroessner era nombrado presidente. Se trataba de viejos conocidos provenientes de Taiwán, de Sudáfrica, de Nicaragua en tiempos de Somoza, sin faltar la presencia brasileña, a través del vicepresidente de la WACL (Asociación Anticomunista Mundial) Carlos Barbieri Filho.

A comienzos de 1978, llegaron a la capital argentina huyendo de Chile los italianos que dirigía Stefano Delle Chiaie. Buscaron establecer rápidos contactos entre los militares y los civiles ultraderechistas para poner en práctica el plan que les había fracasado en Santiago: una agencia de noticias que incluso sus amigos de la ex DINA ayudarían a financiar.

El numeroso espectro de grupos nacionalistas, de variados orígenes y nutrientes ideológicas, los entusiasmó también a renovar los intentos por unificarlos, otra de las tareas en que habían fallado en Chile.

Delle Chiaie y sus camaradas lograron adentrarse en los pasillos de las embajadas árabes en Argentina, especialmente en la de Libia, donde proliferaban traficantes de armas, mercenarios, guerrilleros de todos los colores y expertos en inteligencia. Muchos de los Núcleos Armados Revolucionaros que Delle Chiaie había ayudado a formar después del asesinato de Aldo Moro en Italia, mantenían lazos con las Brigadas Rojas y acudían a los mismos centros de entrenamiento que ofrecían las facciones guerrilleras de origen árabe.

Los italianos empezaron a conocer a algunos de los cabecillas de los  grupos ultraderechistas de Centroamérica, un nuevo y seguro mercado para sus aventuras, donde en los años siguientes obtendrían suculentas ganancias.

Y mientras ampliaban sus contactos y relaciones, seguían suministrando información a los ex hombres de la DINA que ahora trabajaban en la recién creada Central Nacional de Informaciones, CNI. Más tarde irían a Paraguay, a Honduras, a Guatemala y luego a Bolivia, a apoyar el golpe del coronel García Meza, y a trabajar junto al criminal nazi Klaus Barbie. En ese país incursionarían en el rubro de la protección a los traficantes de drogas y en otros negocios, hasta que uno a uno fueron cayendo en manos de la policía o abatidos por las balas y la metralla, el peligroso cóctel que tanto les gustaba y al que estaban tan habituados.

Continúa.

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Muy buenos artículos

Excelente periodismo de investigación

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