Durante décadas, buena parte de la ciudadanía prefirió esconder sus posiciones por miedo, conveniencia o simple desconfianza. Pero la crisis institucional que hoy golpea al país ha forzado a todos a definirse. En cada conversación familiar, en cada red social, se refleja una polarización que ya no se puede disimular.
El escándalo que involucra al abogado Luis Hermosilla —con filtraciones que salpican a fiscales, jueces, jefaturas policiales y empresarios— ha terminado por derrumbar la poca fe que quedaba en el sistema judicial. Cada día aparecen nuevos nombres, nuevas grabaciones, nuevos vínculos. Y con cada revelación, la sensación de impunidad se hace más insoportable.
La corrupción dejó de ser rumor para transformarse en rutina. Lo que antes eran “casos aislados” hoy parecen un entramado que une a políticos, magistrados y defensores de poderosos. Y en ese contexto, el voto se convierte en un acto de confesión moral.
Los chilenos ya no votarán solo por ideología o simpatía, sino para castigar o salvar instituciones. En las urnas se mezclará el hartazgo con la esperanza, la rabia con la necesidad de empezar de nuevo. El país exige limpieza, y la limpieza comienza por casa.
El próximo presidente no podrá gobernar con discursos bonitos ni promesas abstractas. Su tarea será limpiar la Fiscalía Nacional y la Corte Suprema, dos organismos que hoy son vistos como cómplices, cuando deberían ser guardianes de la justicia.
La legitimidad institucional está en juego. Los audios de Hermosilla, las conversaciones sobre sobornos y los nombres de jueces en planillas de pagos clandestinos han manchado la toga del sistema judicial. Ningún país democrático puede funcionar con esa sombra sobre sus tribunales.
Chile siempre presumía su “transparencia” y predicaba ser un país con poca corrupción. Todo era mentira. Siempre fue corrupto, solo que los crímenes no se investigan y menos se judicializan. Diferente es Perú, que tiene a muchos de sus expresidentes presos y continúan investigando a sus autoridades. En Chile, mayormente solo va a la cárcel el desprotegido, sea culpable o inocente. Si no se tiene dinero, se cumplen años privado de libertad. Ya no es necesario estudiar leyes, y perder el tiempo en alegar en las cortes de apelaciones. Si el cliente tiene recursos para pagar fiscales y jueces, entonces nada de que preocuparse.
La prensa chilena también es responsable de no investigar profundamente a los candidatos. Dos de ellos sin títulos universitarios. Otros con cuentas en el extranjero que desde las elecciones del 2021 se sabía y no fueron indagadas en la actualidad. Una candidata contrató en su municipalidad a un exfiscal acusado de cohecho agravado, y hasta uno alegaba que no podía hablar de las empresas que asesoraba porque le darían multas.
En los debates y entrevistas de televisión, la prensa pregunta con temor porque su tejado de vidrio es mayor que el de los candidatos. Periodistas que están condenados por manejar bajo la influencia del alcohol causando daños y hasta huir del accidente, otro por pensiones alimenticias cuestionando a un político acusado de lo mismo. El país debe limpiar sus medios de comunicación, ya que las faltas de ética son muy notorias, sobretodo al ver en televisión al dueño de una radio, que no es periodista y al que se le conoce su domicilio político, hacer duros cuestionamientos a los candidatos en sus entrevistas. Solo falta que los Luksic, Solari, Edwards y Saieh hagan preguntas a los presidenciables. Es lógico y transparente que los empresarios dueños de medios de prensa no participen en actividades periodísticas, y mucho menos en una elección presidencial.
La elección de mañana será, por tanto, un plebiscito silencioso sobre la moral pública. Los votantes no solo decidirán quién dirigirá el país, sino si están dispuestos a seguir tolerando la podredumbre y la corrupción del sistema.
Por primera vez en mucho tiempo, los chilenos hablan abiertamente de su enojo. La desconfianza hacia los fiscales es tal que muchos creen que los verdaderos delincuentes ya no están en las cárceles, sino en las oficinas del Estado.
Esa percepción, aunque dolorosa, también es un signo de madurez democrática. Un pueblo que se atreve a decir lo que antes callaba empieza a construir una nueva identidad cívica. Salir del clóset político implica también asumir su corrupción y una responsabilidad en el destino del país.
Las élites, acostumbradas a operar en la penumbra, temen este despertar. Pero la ciudadanía parece decidida a usar el voto como antídoto contra la corrupción. Cada sufragio será una declaración de principios.
No habrá margen para la indiferencia. El que no vote, calla. Y el que calla, consiente. Chile no puede permitirse otro ciclo de escándalos judiciales sin consecuencias. Luego les duele cuando los ciudadanos salen a las calles.
El domingo, cuando se abran las urnas, el país no solo elegirá un presidente: elegirá entre seguir hundido en la desconfianza o iniciar una limpieza profunda. Será un acto de redención colectiva.
Mañana, cuando caiga la noche, gane quien gane, los inocentes chilenos darán un voto de fe a que su candidato luchará contra la corrupción, pero a la de su oposición política, nunca la de él y su coalición.
Más contradictorio es que trece días después de las elecciones, la palabra corrupción será solo una contradicción, debido a que comienza la Teletón, un cuestionado show de televisión disfrazado de caridad en que miles de millones de pesos, que nunca han sido transparentados, terminan en malas manos, tal como sucedió durante 20 años cuando el ex presidente del directorio de la Teletón fue condenado por delitos tributarios reiterados. Obviamente, como tenía dinero, nunca fue a la cárcel.
Aunque los chilenos son lentos en abrir sus puertas del clóset, poco a poco asumen que los curas violan, que sus soldados y policías son narcos, venden armas a la delincuencia y que los fiscales y jueces se corrompen.
Chile sueña y desea no ser corrupto. Cree como un niño en las instituciones, pero ya ve al Estado como Santa Claus, entre más crece menos cree en él.





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