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Martes, 5 de Agosto de 2025
Fragmento

A 80 años de la liberación de Auschwitz: extracto de 'La noche' de Elie Wiesel

Interferencia

El siguiente fragmento corresponde a una parte del relato de Elie Wiesel, escritor superviviente de los campos de concentración nazis y forma parte de 'La noche', donde el autor relata su experiencia con su padre en Auschwitz y Buchenwald entre 1944 y 1945. Se trata de la primera entrega de la 'Trilogía de la noche', a la cual le sigue el posterior periodo de reflexión en Palestina ('El alba') y la historia de amor en Nueva York, consciente que la herida no se cerrará ('El día'). 

Caminamos. Puertas que se abrían y se cerraban. Continuábamos caminando entre las alambradas electrificadas. A cada paso, un cartel blanco con un cráneo negro que nos miraba. Una inscripción: ¡ATENCIÓN! PELIGRO DE MUERTE. Qué burla: ¿había aquí un solo sitio en que no se estuviera en peligro de muerte?

Los gitanos se habían detenido junto a una barraca. Fueron reemplazados por varios SS que nos rodearon. Revólveres, metralletas, perros policía. 

La marcha había durado una media hora. Mirando a mi alrededor, observé que las alambradas estaban detrás de nosotros. Habíamos salido del campo.

Era un hermoso día de abril. Flotaban en el aire perfumes primaverales. El sol descendía hacia el oeste.

Pero, apenas caminamos unos instantes, percibimos las alambradas de otro campo. Una puerta de hierro y sobre ella esta inscripción: «¡El trabajo es la libertad!».

Auschwitz.

Primera impresión: era mejor que Birkenau. Construcciones de hormigón, de dos pisos, en lugar de barracas de madera. Jardincillos aquí y allá. Nos condujeron hacia uno de esos blocs. Sentados en el suelo, ante la puerta, volvimos a esperar. De vez en cuando hacían entrar a alguno. Eran las duchas, formalidad obligatoria al entrar en todos los campos. Aunque se fuera de uno a otro varias veces por día, cada vez había que pasar por los baños.

Al salir del agua caliente, nos quedamos tiritando en la oscuridad. Las ropas habían quedado en el bloc y nos habían prometido otras vestimentas.

Alrededor de medianoche nos dijeron que corriéramos.

—Más rápido —aullaban los guardias—. Cuanto más rápido corran, tanto más rápido irán a dormir

Después de algunos minutos de carrera frenética, llegamos ante un nuevo bloc. El responsable nos esperaba allí. Era un joven polaco que nos sonreía. Empezó a hablarnos y, a pesar de nuestro cansancio, lo escuchamos pacientemente:

cientemente: —Camaradas, ustedes se encuentran en el campo de concentración de Auschwitz. Un largo camino de sufrimientos les espera. Pero no pierdan el ánimo. Acaban de escapar al mayor peligro: la selección. Y bien, junten fuerzas y no pierdan la esperanza. Todos veremos el día de la liberación. Tengan confianza en la vida, mil veces confianza. Rechacen la desesperanza y alejarán a la muerte. Somos todos hermanos y sufrimos la misma suerte. Encima de nuestras cabezas flota el mismo humo. Ayúdense los unos a los otros. Es el único medio de sobrevivir. Basta de hablar, ustedes están cansados. Escuchen: ustedes están en el bloc 17; yo soy responsable del orden aquí; cada uno puede venir a verme si tiene queja de alguien. Es todo. Vayan a dormir. Dos personas por cama. Buenas noches.

Las primeras palabras humanas.

En cuanto trepamos a nuestros catres, nos embargó un pesado sueño.

Al día siguiente, los «antiguos» nos trataron sin brutalidad. Fuimos a los lavabos. Nos dieron trajes nuevos. Nos trajeron café negro.

Abandonamos el bloc alrededor de las diez para que lo limpiaran.

Afuera, el sol nos reanimó. Nuestra moral era mucho mejor. Sentíamos los efectos bienhechores del sueño de la noche. Al encontrarse, los amigos intercambiaban algunas frases. Se hablaba de todo, salvo de aquellos que habían desaparecido. La opinión general era que la guerra estaba a punto de terminar.

Hacia mediodía, nos trajeron la sopa, un plato de sopa espesa para cada uno. Aunque muerto de hambre, me negué a tocarla. Todavía era el niño mimado de antes. Mi padre se tragó mi ración.

Luego hicimos una pequeña siesta a la sombra del bloc. El oficial SS de la barraca fangosa debía de haber mentido: Auschwitz era una verdadera casa de reposo…

Por la tarde, nos pusieron en fila. Tres prisioneros trajeron una mesa e instrumentos médicos. Con la manga del brazo izquierdo levantada, cada uno debía pasar delante de la mesa. Los tres «antiguos», agujas en mano, nos grabaron un número en el brazo izquierdo. Yo me convertí en A-7713. En adelante no tendría otro nombre.

Al crepúsculo, pasaron lista. Los comandos de trabajadores habían vuelto a entrar. Junto a la puerta, la orquesta tocaba marchas militares. Decenas de millares de detenidos se mantenían en fila mientras los SS verificaban el nombre de cada uno de ellos.

Después de pasar lista, los prisioneros de todos los blocs se dispersaron en busca de amigos, de parientes, de vecinos llegados en el último convoy.

Pasaban los días. Por la mañana: café negro. A mediodía: sopa. (Al tercer día, comía con apetito cualquier sopa). A las seis de la tarde: pase de lista. Luego pan y cualquier cosa. A las nueve: a la cama.

Hacía ocho días ya que estábamos en Auschwitz. Fue después de pasar lista. Solo esperábamos el sonido de la campana que debía anunciar el fin de la formalidad. De pronto oí que alguien pasaba entre las filas y preguntaba:

—¿Quién de ustedes es Wiesel, de Sighet?

El que nos buscaba era un hombrecito de anteojos, con la cara arrugada y envejecida. Mi padre respondió:

—Yo soy Wiesel, de Sighet.

El hombrecito lo miró largamente, con los ojos entrecerrados:

—¿No me reconoce?… No me reconoce… Yo soy pariente suyo, Stein. ¿Ya me olvidó? ¡Stein! Stein de Amberes. El marido de Reizl. Su esposa era tía de Reizl… Nos escribía a menudo… ¡y qué cartas!

Mi padre no lo había reconocido. Debía de haberlo conocido apenas, pues había estado siempre enfrascado hasta el cuello en los asuntos de la comunidad y mucho menos enterado de los asuntos de familia. Por otra parte, siempre estaba perdido en sus pensamientos. (Una vez, una prima había venido a vernos a Sighet. Hacía quince días que vivía en nuestra casa y comía con nosotros, cuando mi padre notó su presencia por primera vez). No, no podía recordar a Stein. Yo sí lo reconocí muy bien. Había conocido a Reizl, su mujer, antes que ella partiera para Bélgica. Él prosiguió:

—Me deportaron en 1942. Oí decir que había llegado un convoy de la región de ustedes y vine a buscarlos. Pensé que tal vez tuviera noticias de Reizl y de mis hijitos que quedaron en Amberes…

Yo no sabía nada. Después de 1940, mi madre no había recibido una sola carta de ellos. Pero le mentí:

—Sí, mi madre recibió noticias de su casa. Reizl está muy bien. Los niños también…

Lloraba de alegría. Hubiera querido quedarse mucho tiempo, conocer más detalles, impregnarse de buenas noticias, pero un SS se acercaba y tuvo que alejarse, gritando que volvería al día siguiente.

La campana anunció que podíamos dispersarnos. Fuimos a buscar la cena de la noche: pan y margarina. Tenía un hambre terrible y enseguida tragué mi ración. Mi padre me dijo:

—No debes comer todo de golpe. Mañana es otro día…

Al ver que su consejo había llegado tarde y que no me quedaba nada de mí ración, no tocó siquiera la suya:

—Yo no tengo hambre —dijo.

 

Permanecimos en Auschwitz tres semanas. No teníamos nada que hacer. Dormíamos mucho. De tarde y de noche.

La única preocupación era evitar los traslados, y permanecer allí el mayor tiempo posible. No era difícil: bastaba con no inscribirse, jamás, como obrero calificado. A los peones se los conservaba hasta el final.

Al término de la tercera semana se destituyó a nuestro jefe de bloc, juzgado demasiado humano. Nuestro nuevo jefe era feroz y sus ayudantes verdaderos monstruos. Los buenos tiempos habían pasado. Comenzábamos a preguntarnos si no sería mejor dejarse designar para el próximo traslado.

Stein, nuestro pariente de Amberes, continuó visitándonos y, de vez en cuando, nos traía media ración de pan:

—Toma, es para ti, Eliézer.

Cada vez que venía, las lágrimas le corrían por las mejillas y allí se detenían heladas. A menudo decía a mi padre:

—Vigila a tu hijo. Está muy débil, deshidratado. Vigílalo bien para evitar la selección. ¡Coman! Cualquier cosa y en cualquier momento. Devoren todo lo que puedan. Los débiles no duran mucho aquí…

Y él mismo estaba tan flaco, tan seco, tan débil…

—Lo único que me conserva con vida —tenía costumbre de decir— es saber que Reizl y mis pequeños viven todavía. Si no fuera por ellos, no resistiría

Una noche vino hacia nosotros con el rostro radiante.

—Acaba de llegar un transporte de Amberes. Mañana iré a verlos. Seguramente tendrán noticias…

Y se alejó.

No lo veríamos más. Había tenido noticias. Verdaderas noticias.

 

De noche, acostados en nuestras literas, tratábamos de cantar algunas melodías jasídicas y Akiba Drumer nos destrozaba el corazón con su voz grave y profunda.

Algunos hablaban de Dios, de sus voces misteriosas, de los pecados del pueblo judío y de la liberación futura. Pero, yo había dejado de rezar. ¡Estaba con Job! No había renegado de Su existencia pero dudaba de Su justicia absoluta.

Akiba Drumer decía:

—Dios nos pone a prueba. Quiere ver si somos capaces de dominar los malos instintos, de matar en nosotros a Satán. No tenemos derecho de desesperar. Y si nos castiga implacablemente es porque nos ama tanto más…

Hersch Genud, versado en la Cábala, hablaba del fin del mundo y de la venida del Mesías.

Solo de tanto en tanto, en medio de esas charlas, un pensamiento zumbaba en mi espíritu: «¿Dónde está mamá, en este momento… y Tzipora?…».

—Mamá es todavía una mujer joven —dijo una vez mi padre—. Debe de estar en algún campo de trabajo. Y Tzipora, ¿no es ya una chica mayor? Ella también debe de estar en un campo…

¡Cómo deseaba creerle! Se simulaba: ¿si el otro lo creía?

Todos los obreros calificados ya habían sido enviados hacia otros campos. Más de un centenar éramos simples peones.

—Hoy es el turno de ustedes —nos anunció el secretario del bloc—. Partirán con los transportes.

A las diez nos dieron la ración cotidiana de pan. Una decena de SS nos rodeó. En la puerta, el cartel: EL TRABAJO ES LALIBERTAD. Nos contaron. Y ya estábamos en pleno campo, en el camino inundado de sol. En el cielo, algunas nubecillas blancas.

Caminábamos lentamente. Los guardias no tenían prisa. Nosotros nos alegramos. Al atravesar las aldeas, muchos alemanes nos miraban sin asombrarse. Probablemente habían visto no pocas de esas procesiones…

En el camino encontramos jóvenes alemanas. Los guardias empezaron a hacerles bromas. Las jóvenes reían dichosas. Se dejaban besar, toquetear y estallaban de risa. Todos reían, bromeaban, se decían palabras de amor durante un buen trecho del camino. Durante ese tiempo, al menos, no tuvimos que soportar los gritos y culatazos.

Al cabo de cuatro horas, llegamos al nuevo campo: Buna. La puerta de hierro se cerró detrás de nosotros.

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