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Miércoles, 18 de Junio de 2025
Extracto 'La creación de la amenaza roja'

'Campaña del terror' y medios de comunicación

Marcelo Casals Araya

El autor es licenciado y magíster en Historia de la Pontificia Universidad Católica, y doctor en Historia de América Latina de la Universidad de Wisconsin-Madison, de Estados Unidos. El libro fue editado por LOM en 2016.

Durante la campaña presidencial de 1964 se desplegó un intenso esfuerzo propagandístico orientado a persuadir a los electores a rechazar la opción de votar por Allende y el FRAP y, de modo indirecto, favorecer la opción de Frei Montalva y la DC. Todo ello operó sobre el entendido de que una victoria izquierdista significaría el fin de una serie de formas y prácticas sociales valiosas, enmarcadas todas ellas en la llamada «civilización cristiano-occidental». La elección presidencial, en ese sentido, se planteó como una disyuntiva vital y terminal, adaptando el esquema ideológico bipolar de la Guerra Fría a la realidad local, aplicado hasta sus últimas consecuencias. Una opción significaba, en esa óptica, reeditar en Chile las facetas más oscuras de los regímenes socialistas de otras latitudes -incluyendo cese del Estado de derecho, violencia, arbitrariedad, destrucción de la religión, miseria generalizada, etc. -, imágenes al respecto habían circulado en el país desde principios de siglo. La otra opción, por el contrario, implicaba la mantención de la libertad en cuanto concepto integral que irradiaba hacia todas las áreas del quehacer humano y, además, la implementación de un conjunto de reformas estructurales funcionales a la mantención de la cohesión social. 

La elección política de cada votante estaría cruzada por la emoción y la ansiedad y no por un análisis racional de las necesidades del país y las características de las fuerzas en disputa, enturbiando con ello todo el proceso de decisión colectiva.

La izquierda conceptualizó este esfuerzo mediático como «campaña del terror», apuntando al sustrato engañador y espurio que tendría su propaganda. En concreto, el FRAP acusó que, mediante estas estratagemas, se pretendía infundir miedo en la población mediante la presentación de una serie de imágenes catastróficas que podrían materializarse en un futuro cercano. De ese modo, la elección política de cada votante estaría cruzada por la emoción y la ansiedad y no por un análisis racional de las necesidades del país y las características de las fuerzas en disputa, enturbiando con ello todo el proceso de decisión colectiva. Además, la propagación del miedo como herramienta de persuasión polarizaría artificialmente el proceso eleccionario, dejando profundas huellas en la convivencia democrática. 

La izquierda, por último, acusó la intervención de agentes externos al juego político partidario en la instalación de la propaganda antimarxista, lo que implicaba compromisos ineludibles con la campaña freísta, desestimando con ello sus aspiraciones populares, nacionales y revolucionarias. 

Más allá del hecho de que el concepto mismo de «campaña del terror» haya estado atravesado por una intencionalidad política concreta, lo cierto es que define de buena manera tanto los objetivos como las prácticas involucradas en este tipo de esfuerzo propagandístico. Por una parte, constituye un esfuerzo sistemático por moldear los términos del debate público, buscando influir en las decisiones políticas individuales expresadas, en este tipo de casos, en el voto. Por otro lado, para llevar a cabo aquel objetivo, se apeló principalmente a los miedos socialmente compartidos ante un futuro presentado como amenazante. María Isabel Castillo y Elizabeth Lira, en un estudio basado principalmente en la realidad del Chile dictatorial de los años ochenta, señalan que tanto como la violencia directa, la amenaza política genera un tipo de violencia que afecta las propias estructuras psíquicas del sujeto, dejándolo vulnerable a una amplia gama de mensajes. El impacto de este tipo de proyecciones sociales, por cierto, es diferenciado, influyendo en ello tanto las experiencias y las representaciones colectivas de cada sociedad, como también los sectores sociales específicos en los cuales impacta. Tanto el miedo como la amenaza, señalan Castillo y Lira, constituyen un tipo de relación social y política específica, cuya significación está dada por las condiciones de cada coyuntura y las expectativas sobre posibles cambios futuros. El miedo, que se genera en la subjetividad de cada individuo y, por lo tanto, se experimenta privadamente, puede amplificarse hacia grupos sociales más amplios a través del esfuerzo mancomunado de diversos actores en ese sentido. 

La propagación mediática y la recepción social del miedo afecta directamente las relaciones que los individuos tejen entre ellos, experimentándose al mismo tiempo como una sensación interna de desamparo frente a un peligro presente, inminente o anunciado.

Cuando ello sucede, es decir, cuando el miedo puede comunicarse y compartirse, los comportamientos y la vida cotidiana se ven alterados, en la medida en que surge la posibilidad imaginada como cierta de experimentar dolor, sufrimiento o pérdidas de los fundamentos culturales y materiales de la vida. En otros términos, la propagación mediática y la recepción social del miedo afecta directamente las relaciones que los individuos tejen entre ellos, experimentándose al mismo tiempo como una sensación interna de desamparo frente a un peligro presente, inminente o anunciado. La absorción de aquella sensación de peligro puede derivar en la experimentación de una amenaza vital y condicionar al comportamiento en función de ello. 

 Los términos en los que fue planteada la elección presidencial de 1964 encajan en ese esquema, toda vez que, en el debate público de campaña, se insistió por parte de la mayoría de los sectores políticos en calificar a aquellos comicios como una «encrucijada» que decidiría el futuro de la nación, asociando a cada opción en competencia, por añadidura, un complejo programa de cambio social. La «campaña del terror» se alimentó justamente de estas ansiedades, presentando en su mensaje las posibilidades destructivas de las consecuencias de una de aquellas candidaturas. 

En términos de Erik Erikson, se le asoció a la izquierda una «identidad negativa», concentrando en ella todos los males presentes y, sobre todo, futuros, llamando al mismo tiempo a evitar tales derroteros mediante el apoyo electoral al abanderado de las fuerzas «democráticas». En otras palabras, existe en estos casos una reformulación ideológica sobre el enemigo, al cual se le adjudican una serie de comportamientos, intenciones y características morales que son presentadas como incompatibles con la esencia del cuerpo social al cual se dice representar”. 

La «campaña del terror», entonces, podemos definirla como un esfuerzo sistemático y concertado por propagar a través del cuerpo social sentimientos asociados al miedo y la repulsión frente a una opción política caracterizada en términos absolutos como la negación de la comunidad nacional. Su propósito, en ese sentido, es influir en las conductas y decisiones políticas de la mayor cantidad posible de sujetos y, de ese modo, evitar la expansión del sector político al cual se combate. Los mecanismos de persuasión, lejos de fundamentarse en un raciocinio lógico, se apoyan en las ansiedades, emociones y expectativas compartidas, basando sus mensajes en la realidad circundante y acomodándola a las necesidades discursivas del momento. Esta exacerbación de la ansiedad y el temor frente a un futuro amenazante dificulta la discriminación entre los planos sicológico e ideológico, condicionando en diferentes grados la conducta y, en este tipo de casos, la decisión política. Según Castillo y Lira, la «campaña del terror» de 1964 contiene todos estos rasgos: en aquel esfuerzo propagandístico se generalizaron y distorsionaron algunos rasgos de la realidad presente o pasada y local e internacional, con el objeto de persuadir en torno al peligro para toda la sociedad que significaba la izquierda marxista. 

La inclusión de dinámicas no-racionales en los procesos de decisión política, como el miedo y la amenaza, no debiera sorprendernos. La política moderna está atravesada por la inclusión de una serie de elementos discursivos que escapan al ámbito del discernimiento racional.

La campaña, en palabras de estas autoras, «significó una exposición masiva y prolongada de todos los chilenos a las consecuencias fatales que tendría para su vida personal, familiar y social y para sus creencias y adhesiones religiosas el advenimiento de un gobierno socialista». Para graficar esas amenazas globales, la propaganda anticomunista enfatizó la asociación entre orden social establecido y nación en tanto unidad inmutable, por lo que la posibilidad de cambio propuesta por la izquierda se volvía peligrosa aún para la estabilidad de la comunidad nacional y la existencia de los individuos que la componían. De allí también que se subrayara el carácter internacional de la inspiración del accionar izquierdista en Chile, toda vez que se buscaba establecer la no-concordancia entre esa fuerza política, portadores de una «identidad negativa», y una suerte de «esencia» nacional definida implícitamente. 

La inclusión de dinámicas no-racionales en los procesos de decisión política, como el miedo y la amenaza, no debiera sorprendernos. La política moderna está atravesada por la inclusión de una serie de elementos discursivos que escapan al ámbito del discernimiento racional, y que se relacionan con los relatos muchas veces míticos con los que se significan la existencia y las acciones humanas. El mito, como señala Adrián Huici, es parte integrante de lo político, en la medida que ambos son componentes esenciales en el ordenamiento discursivo de un conglomerado social. Incluso en las sociedades más racionalistas existen elementos míticos en la conformación de las percepciones, las creencias y las convicciones colectivas, muchas de ellas expresadas en el plano político de la existencia. En ese sentido, toda cultura crea sus propios mitos con independencia de sus especificidades propias, en la medida en que necesita mantener una cohesión y un lenguaje común entre sus miembros, definiendo con ello sus roles y las formas aceptables de relaciones interpersonales. 

 El mito en la política moderna opera ofreciendo una idea, un relato del pasado y una proyección propia del futuro compartido que otorga legitimidad al poder constituido. 

El lenguaje mítico, para ello, no utiliza conceptos elaborados y articulados lógicamente unos con otros, sino que prefiere las imágenes y dramatizaciones que el individuo procesa mucho más desde lo emotivo que desde lo racional. Estas imágenes organizadas argumentalmente buscan provocar en cada sujeto una identificación con una versión ampliada e idealizada de la comunidad en la cual se inscribe, dejando muchas veces de lado las construcciones racionales. De hecho, como el mismo Huid menciona, lo político, al estar entreverado con el poder y el mito, es una dimensión de las relaciones humanas en donde la razón instrumental no es hegemónica en tanto todo hecho politizado es una interpretación subjetiva de ciertos rasgos seleccionados de la realidad. Por esos intersticios entra la dimensión emotiva, irracional y dramatizante de lo político que, en escenarios de gran polarización y politización social, dominan la intencionalidad y la expresión pública de las diferentes opciones en disputa. 

En política, particularmente en momentos de crisis, cambio o elección, por ejemplo, se apela a los «padres de la patria» como fuentes de inspiración para la acción, en un ejercicio que pretende actualizar al pasado en función de las necesidades presentes.

El pensamiento mítico tiene algunas particularidades que en política se vuelven especialmente evidentes. Por un lado, podría calificarse de «bipolar», por cuanto tiende a ver la realidad como una lucha frontal entre fuerzas excluyentes e irreconciliables, donde una asume la representación del bien y otra del mal. La difusión sostenida de este tipo de lógicas puede llevar al maniqueísmo más reduccionista y, por lo mismo, a la demonización de los sectores que, desde una óptica particular (que, por lo demás, es o aspira a convertirse en hegemónica), son caracterizados como peligros manifiestos para el orden social. Esa estigmatización, por lo demás, puede llegar al grado de desfigurar la categoría ontológica de esos individuos, haciéndose posible su eliminación física sin tapujos éticos. Por otro lado, el mito tiene la potencia para convocar a la acción colectiva, tanto con fines revolucionarios como conservadores. En el segundo caso, el orden social se sacraliza, identificando el momento inmutable en que se habría fundado, con lo que todo planteamiento tendiente al cambio general o particular es tachado de herético. Así, se apela a la estabilidad con argumentos no-racionales (y, por lo mismo, no racionalmente debatibles), enlazando pasado y presente en un conjunto cerrado de certezas irrenunciables. 

De allí también que el mito no se guíe por una concepción lineal del tiempo ni los acontecimientos se ordenen por un principio de causalidad. Apela, por el contrario, a momentos fundacionales que sirven de arquetipo para el presente y el futuro, reeditados a través del rito. En política, particularmente en momentos de crisis, cambio o elección, por ejemplo, se apela a los «padres de la patria» como fuentes de inspiración para la acción, en un ejercicio que pretende actualizar al pasado en función de las necesidades presentes. La narración de una nación, para que sea convincente, debe hundirse en los orígenes históricos identificados como propios con el objeto de borrar el carácter contingente, histórico e «imaginado» de las relaciones sociales producidas en el seno de esas comunidades. 

En muchos casos, aquella historia que se representa como compartida se materializa a través de la celebración de ritos, algo permanentemente presente en la política contemporánea, y llevado a sus más altas expresiones por los regímenes totalitarios del siglo XX. Los ritos, por lo demás, asumen en gran parte la lógica bipolar del pensamiento mítico, reproduciendo a través de su expresión pública los elementos centrales del relato unificador que, por lo general, tipifica a un enemigo absoluto y amenazante que estaría conspirando en contra de la unidad del colectivo en cuestión. En los casos de adhesión popular más pronunciados, en el rito se anula la facultad crítica y racional del sujeto, personalizando en el líder la totalidad de las voluntades involucradas. 

Si bien la persuasión es un fenómeno inherente a las relaciones intersubjetivas del hombre, la propaganda no existe sino en un medio social complejo.

En aquella amplia dimensión no-racional de la política moderna, la propaganda juega un rol fundamental. Siguiendo a Alejandro Pizarroso, es posible definirla como un proceso comunicativo que busca una respuesta del receptor mediante una dependencia formativa y persuasiva a través del control del flujo de la información, impactando tanto en el raciocinio lógico como en las emociones de los individuos. 

Si bien la persuasión es un fenómeno inherente a las relaciones intersubjetivas del hombre, la propaganda no existe sino en un medio social complejo. De hecho, es posible señalar que el fenómeno mismo de la propaganda es inherente a la organización de los Estados modernos, a pesar del origen etimológico del concepto, por cuanto requieren de una institucionalidad compleja desde la cual organizar y difundir los conceptos e imágenes funcionales a la continuidad de esa misma estructura. Si bien hay importantes antecedentes anteriores, la propaganda a gran escala es principalmente un fenómeno asociado a la política de masas del siglo XX, teniendo por hitos inaugurales la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa. Luego, durante la segunda conflagración mundial y particularmente en la llamada Guerra Fría, las técnicas de persuasión de masas se vieron perfeccionadas, constituyéndose incluso como tópico de investigación y debate científico. 

Algunos regímenes políticos, de hecho, centraron parte importante de su atención en el desarrollo de un aparato propagandístico funcional a sus necesidades de persuasión. El marxismo-leninismo, por ejemplo, asumía a la sociedad como un conjunto en permanente estado de conflicto interno, por lo que la lucha por las conciencias era vital. La propaganda, de ese modo, debía invadir todas las esferas de la vida y el arte en orden a conformar la mayoría social para el salto revolucionario de la sociedad. Basados en esos preceptos, el régimen soviético se especializó en montar inmensos programas de propaganda para convencer al mundo y a su propia población sobre las bondades del socialismo. En los regímenes fascistas italiano y alemán se experimentaron nuevos avances en estas materias, transformando a la propaganda en un aspecto central de las relaciones entre el Estado y la sociedad. Todo acto social, político, deportivo, cultural y artístico devino en objeto de propaganda, difundiendo a través de ellos un mensaje simple, maniqueo y repetitivo con un indisimulable cariz antirracionalista. A ellos se le sumaron los rituales políticos ya mencionados, momentos en los cuales se insistía en los elementos doctrinarios básicos del régimen. El férreo control estatal de las comunicaciones y de las actividades de los ciudadanos logró que el mensaje gubernamental no encontrara oponentes y, gracias a su masividad y repetición, logró impactar en la conciencia de parte mayoritaria de la sociedad. 

La propaganda debe exagerar, minimizar o desfigurar, según sea el caso, la información en la cual se basa su mensaje, destacando aquello que resulte más útil para sus fines. Pero, no debe llegar al extremo de hacer poco creíble la idea que intenta proyectarse.

A raíz de la Segunda Guerra Mundial, en los países occidentales se comenzó a experimentar un proceso de centralización estatal de las comunicaciones con fines propagandísticos destinado a ganar en efectividad en el vital esfuerzo persuasivo de masas, situación que se prolongó por el resto de la centuria, más aún cuando se requerían todas las armas posibles en la batalla ideológica global contra el marxismo soviético. La propaganda a gran escala, en ese sentido, estuvo asociada siempre a regímenes y grupos de poder. Su expansión estuvo íntimamente relacionada con la modernización de las sociedades, la masificación de los medios de comunicación y la difusión de doctrinas e ideologías políticas funcionales a los distintos modelos de orden social defendidos. 

La propaganda, para lograr su objetivo persuasivo, debe seguir ciertos parámetros recurrentes, estudiados por Jean Marie Domenach en la década de los sesenta. En primer lugar, el mensaje difundido debe ser simple, breve y claro, utilizando para ello las diferentes técnicas lingüísticas asociadas, como los símbolos, las consignas, la rima, el ritmo, la metáfora, el símil, la paradoja y la personificación. Del mismo modo, la propaganda debe encontrar un enemigo único sobre el cual descargar todos sus argumentos, a la vez que exaltar a los héroes y valores representados como propios. 

En segundo término, la propaganda debe exagerar, minimizar o desfigurar, según sea el caso, la información en la cual se basa su mensaje, destacando aquello que resulte más útil para sus fines. Ello, por cierto, no debe llegar al extremo de hacer poco creíble la idea que intenta proyectarse, por cuanto una de las condiciones necesarias para que la propaganda pueda impactar en el público buscado es que su contenido sea, ante todo, verosímil. 

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