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Miércoles, 6 de Agosto de 2025
[Extracto]

Dos crónicas de Roberto Arlt como corresponsal de diario El Mundo en Chile

Interferencia

Ambas piezas periodísticas del reconocido escritor argentino forman parte del libro ‘La Química de los Acontecimientos’ (2020) del autor Felipe Reyes F. y de La Pollera Ediciones, y cuyos escritos reunidos en este ejemplar van desde el género policial hasta tocar su visión política y de las calles santiaguinas —con una cita a un joven tesista Salvador Allende, como fuente, incluida— en pleno gobierno del Frente Popular del expresidente Pedro Aguirre Cerda. De breve paso por nuestro país, que duró apenas siete meses, aterrizó para escapar de un amor tormentoso y ya con sus principales obras literarias, ‘El juguete rabioso’ y ‘Los lanzallamas’ como exitosos libros.

El extracto del libro que aparecerá en esta nota está dividido en tres partes: una introducción o prólogo, como lo sienta —bien robusto y detallado— escrito por el propio autor, Felipe Reyes, sobre la llegada, el periodismo, el comportamiento, los amigos, la política y la mirada de Roberto Arlt. El libro completo publica en total 18 diferentes columnas del reconocido autor argentino. 

Las dos crónicas que se incluyen en esta nota son, ‘Chile a través de un aristócrata’, que está incluido en la sección de Escritos sobre política; y la otra crónica  —que pertenece a los Escritos sobre literatura— es ‘Literatura sin héroes’. 

Por Felipe Reyes F.

1940 fue un año difícil para Roberto Arlt, el fin de un ciclo, un tiempo marcado por el dolor y la muerte: había concluido legalmente su matrimonio con Carmen Antinucci –quien mue­re de tuberculosis ese mismo año–; Mirta Electra, su hija de quince años, se había fugado con un capitán de aviación mucho mayor que ella, con el que se casó y pronto se separó antes de cumplir veinte, y “Vecha”, su anciana madre, le pronostica­ba un futuro sombrío y lo reprendía con sermones religiosos. En medio de ese vendaval, el escritor se enamoró de Elizabe­th Shine, secretaria de la editorial Haynes –que albergaba a la revista El Hogar, Mundo Argentino y el diario El Mundo, en el que Arlt escribía desde 1928–, pero sus nervios comenzaban a erosionarse y a poco andar el nuevo vínculo iba tornándose conflictivo. La máquina vital no le daba respiro: se ocupaba de la economía de su exesposa, de su hija y de su madre. “El suel­do de El Mundo no resuelve todos sus compromisos, a pesar de que lleva una vida modesta”, aseguró su colega Raúl Larra.

En marzo de ese mismo año, el Teatro del Pueblo –que montó casi la totalidad de su dramaturgia– había estrenado su obra La fiesta del hierro y, a pesar de los siempre escasos billetes de la escritura, Arlt decidió dividir sus derechos de autor en dos partes: una para su hija Mirta y la otra para Elizabeth, pues la esperanza de obtener una fortuna y resolver los apremios eco­nómicos con sus proyectos industriales, a los que le dedicaba tiempo y energía, permanecía intacta. “Inventar es para Arlt condición divina: inventando, el hombre se asemeja a dios. In­venta sueños y sueña inventos”, dijo también Larra.

Buscando un paréntesis, una distancia necesaria que le per­mitiera ordenar la confusión de sus días, Arlt le pidió a Car­los Muzio-Sáenz Peña, director de El Mundo, hacer un viaje a Chile y despachar a Buenos Aires artículos sobre el devenir cotidiano local. Los temas serían la contingencia humeante, el acontecer político y social, los fundamentos de la férrea oposi­ción y los obstáculos en el camino del nuevo Frente Popular, con Pedro Aguirre Cerda a la cabeza del gobierno desde 1938, quien había puesto en marcha uno de los ejes de su programa presidencial, decretando: “Para que la enseñanza pueda cum­plir su misión social con toda amplitud es necesario que sea: gratuita, única, obligatoria y laica”.

En esa época, con la prensa escrita convertida en un me­dio de masas, los diarios enviaban a sus cronistas a recorrer otros mundos. El reportero dedicaba amaneceres y sobreme­sas a desentrañar personajes, vínculos y filiaciones. Después de unos cuantos días tenía suficientes historias en la libreta de anotaciones y, sobre todo, en la retina. Así, el corresponsal se diluía para tender puentes entre culturas mientras los lectores de la gran ciudad compraban diarios y revistas de a cientos y a miles, para informarse y viajar con la imaginación. Arlt cono­cía de sobra los rigores del oficio periodístico: “pergeñar notas para ganarse el puchero”, decía, “acosado por la obligación de la columna cotidiana”; había tecleado en “redacciones estre­pitosas”, en las que alternaba su trabajo periodístico con las piezas literarias que componía en el solitario horario nocturno para alimentar esa inmensa e insaciable boca que es un diario. A sus cuarenta años de edad, ya había conocido el reporteo ca­llejero; el vértigo y el prestigio que significaba tener una muy leída columna en un periódico de gran tiraje como El Mundo, sobre sus recorridos por Buenos Aires, para luego transformar­se en un cronista viajero que iba variando su adjetivación para dar cuenta de nuevos rumbos como la Patagonia, Uruguay, España y Chile. El día que se publicaba, “El Mundo aumentaba su tirada, se vendía casi exclusivamente por las notas de Arlt”, atestiguó Raúl Larra.

Finalmente, el director de El Mundo aceptó la propuesta de su cronista más leído –por eso, él mismo se ocupaba de co­rregir los textos de Arlt–, de ese hombre obsesivo al que solía presentar en las visitas a la redacción como: “El atorrante Arlt. Un gran escritor”.

“LA NECESIDAD DE ALGO HERMOSAMENTE SERIO”

(Los días de Arlt en Chile)

Con el corazón herido, dominado por la confusión, arras­trando con dificultad la implacable cadena del amor atada a uno de sus tobillos, Arlt inició su viaje rumbo a Santiago, a esa ciudad de “abandono y miseria” que rastreará al otro lado de la cordillera. “Se había peleado conmigo y quería irse. Nos seguíamos peleando por carta”, dijo Elizabeth Shine décadas después en una entrevista publicada por el diario argentino La Nación en 1999, tenía 86 años y vivía en un hogar de ancianos en el barrio de Villa Devoto en Buenos Aires, y agregó: “Los dos éramos terriblemente celosos. Antes de que saliera para Chile, yo le aclaré que no tenía vocación de Penélope y él se puso furioso. En realidad había comenzado un pulóver, pero no tenía intención de terminarlo y empezarlo de nuevo… A veces él me pegaba en la calle, pero yo le devolvía. Cuando se fue a Chile, quería hacer un viaje largo, quería librarse de mí. Sufríamos mucho. Era un sufrimiento, pero también era una necesidad estar juntos. Era un amor a pesar de nosotros”.

Arlt llegó a Santiago en diciembre de 1940, acosado por el delirio y los “impulsos que retuercen al hombre”, como dijo él mismo, de los que no logró librarse. Era un ímpetu desbocado que lo traicionaba. En su novela El juguete rabioso, había escri­to un presagio posible de la catástrofe y la esperanza: “Podía hacer lo que se me antojara... Matarme si quería... Pero eso era algo ridículo...Y yo...Yo tenía necesidad de hacer algo hermo­samente serio, bellamente serio: adorar a la vida”.

En esa entrevista de La Nación, Elizabeth reconstruyó los arrebatos del escritor: “Un día fui a trabajar y encontré unos sobres escritos con su letra y dirigidos a amigos de la redac­ción. Era temprano. Todavía no había llegado nadie. Me apro­pié de ellos y los abrí: decía cosas espantosas sobre mí, incluso intimidades. Hice desaparecer las cartas y al rato me avisaron que tenía una llamada de larga distancia. Era él desde Chile que me decía arrepentido: ‘Hice una gran macana, les mandé unas cartas a esos piojosos, sacáselas, que no las vayan a leer’”.

En Chile, Arlt “trabaja directamente sobre la interpretación de la noticia; escribe con un estilo de una amplitud desconoci­da: usa la primera persona para hablar sobre todo y por todos, y discrimina el uso de la palabra como si estuviera inventando una lengua. En Arlt abundan las observaciones sobre las moda­lidades lingüísticas y las convenciones verbales: el periodismo es siempre una teoría del lenguaje”, dijo Ricardo Piglia sobre su escritura de prensa, y con ese pulso desmenuzó la coyuntura política del Frente Popular como un renegado que escruta una ciudad ajena, con la desolación a cuestas. También escribió car­tas: en una dirigida a su madre, le dice: “Yo bien, trabajo mucho y estudiando más, pues nada conocía y me imaginaba de un país como éste. Está a un paso de la Argentina y por su abandono y miseria es peor que África. La capital, un barrio de Buenos Ai­res, la Boca o Mataderos. Para nosotros los argentinos que trae­mos dinero la vida es barata, pero para los nativos es sumamente cara. La ropa cuesta como en BA y los sueldos máximos son de 200 pesos. Una sirvienta gana en la capital 10 por mes. Aquí en Santiago vive Raúl González Tuñón con quien me veo frecuen­temente y que es un muy grande amigo y muy buen muchacho”.

En otra carta le contó del alivio cardiaco que sentía en es­tos lares: “Todos los trastornos que padecía del corazón se han pasado, lo que me hace creer que esos trastornos no eran del corazón sino de origen gástrico, provocados por los mejorado­res químicos que en la Argentina los panaderos le echan al pan. De otra manera no se explica cómo es posible que aquí pueda tomar vino, comer comida con salsas y no sufrir absolutamente nada ni del estómago ni del corazón”.

La respuesta de la madre no se hizo esperar, ella le dijo que no se aleje de la religión y que no se olvide de su hermana muerta: “Mi querido Roberto: No me siento nada bien y quiero decirte una cosa antes de morir. Te ruego para el bien de tu alma, para tu salvación, buscate un fraile o un cura y confesate y comulgá... Roberto, no tires esta carta y pensá que en lo que te digo está la salvación, acordate lo que te dijo Lila antes de morir... Roberto, tenemos que volvernos a ver pues Lila está en el Cielo con los Santos”.

Instalado en Santiago, Arlt esperaba encontrar consuelo y distracción a sus tormentos amorosos, a sus dudas y temores, escribiendo. Aferrándose a su labor como única tabla de salva­ción frente a un naufragio inminente, como cualquiera de sus personajes, con esa añoranza disgustada, con el fracaso per­manente de la búsqueda de un sentido, y tal como ellos, volvió a esa mujer idealizada, como las que habitan en sus cuentos y novelas. Sin ella el mundo era disputas y rencor lunfardo, argu­cias y culpas y sentimentalismo de arrabal, como en un tango de Alfredo de Angelis.

Pronto Arlt descubrió la hebra del acontecer político local y sus bifurcaciones, las que se esmeró en comprender: obser­vaba, escuchaba, leía, anotaba. Cruzó el centro de Santiago, se acercó a la redacción del diario El Siglo –en la calle Moneda esquina Mac-Iver–, en busca un antiguo amigo y compañero de sus tiempos como reportero policial en el diario Crítica, el poeta Raúl González Tuñón, “el pichón de Argentina”, radica­do en Chile. Luego de su paso por España en los medios repu­blicanos La Nueva España y El Diario, donde había conocido a García Lorca, Alberti, Machado, Hemingway y Dos Passos. Al caer la República, González Tuñón había abandonado la península para volver a Sudamérica con sus amigos Neruda y Delia del Carril.

En Chile, el poeta argentino retomó el periodismo, el ejer­cicio permanente de la columna de opinión, el reporteo de las luchas obreras, pero también la poesía, escribiendo lo que lue­go sería su libro Himno de pólvora, publicado en 1943: “poemas civiles” –como él mismo los llamaba– sobre viajes, barrios de París, Buenos Aires y Nueva York; pueblos cordilleranos o de la Patagonia, personajes del circo, oscuros tugurios, marine­ros, hampones y contrabandistas, o sobre acontecimientos po­líticos y sociales. “Escribir poesía combativa era escribir a la sombra de Raúl González Tuñón, el Rubén Darío de la poesía social”, declaró alguna vez Octavio Paz. En El Siglo, el poeta alimentaba las columnas “De sol a sol” y “El diablo cojudo”. Junto a Neruda –y otros escritores– fundó la Alianza de Inte­lectuales en Defensa de la Cultura, a semejanza de la que exis­tía en Valencia, Barcelona y París, y cuyo primer presidente fue el novelista Alberto Romero. En sus memorias, Visto y vivido en Chile, el escritor peruano Luis Albero Sánchez recordaba que los dos poetas “enseñaron por todo Chile a saludar con el puño derecho cerrado; a cantar ‘La Internacional’; ‘La Carma­ñola’ y la tonada de ‘Los cuatro muleros’ con letra en alabanza del Quinto Regimiento, que era el de los comunistas”.

Junto a Amparo Momm, su pareja, González Tuñón com­partía una amplia vivienda en Ñuñoa, en Irarrázaval al llegar a Pedro de Valdivia, con su inseparable Neruda y Delia del Ca­rril. La casa “recibía torrentes de visitantes. Se bebían semanal­mente hectólitros de vino –atestiguó Luis Alberto Sánchez–. Derrochaban algunas cantidades respetables de cordero, chan­cho, pasteles de choclo, langostas, jaibas, erizos, ostras, locos, cholgas, pollos, centollas del sur, qué sé yo”. En sus memorias, Sánchez recuerda al poeta argentino y a su compañera en las veladas de la casa de la calle Irarrázaval: “González Tuñón pa­recía gitano, ardoroso, arbitrario cañí. Había en él mezcla de romanticismo y vanguardismo estimulante. Discutía y fumaba como un condenado. Su mujer, Amparo Momm, tenía también aspecto de gitana. Morena, turgente, de una sonrisa natural, entusiasta, competía con Delia en poner orden a esos dos poe­tas y su corte luzbeliana, y sus excesos báquicos”.

Para ese reencuentro santiaguino con su amigo González Tuñón, Arlt llevaba bajo el brazo el manuscrito de su libro in­édito de relatos El criador de gorilas; quería publicarlo, confiaba en su amigo, sabía que él lo orientaría y lo pondría al tanto de la vida cultural de esta ciudad ajena. En la redacción conoció al escritor Volodia Teitelboim, uno de los fundadores del perió­dico, quien estaba al tanto de los sólidos antecedentes literarios del escritor y periodista argentino quien para entonces ya había publicado novelas, cuentos, obras de teatro y los volúmenes de sus Aguafuertes porteñas y españolas.

Las visitas a la redacción de El Siglo se hicieron habituales. Arlt llegaba por las tardes, al final de la jornada, comentaba sin reservas su trabajo del día, sus colaboraciones para El Mun­do –sus “Cartas de Chile”, en las que analizaba la estructura política del país, el déficit de salario y alimentación, además de un par de obras literarias locales como la de Benjamín Suberca­seaux y Chela Reyes, citando erróneamente el nombre de una de sus obras–. También permanecía atento a los cables interna­cionales, seguía el ascenso en Europa del nacismo y su rastro infame; en columnas como “El terrorista Hess aterrorizado” o “Tierras fecundas para el ocultismo” se detiene en algunos de sus singulares personajes, los vínculos entre la astrología y la doctrina nazi que imprimía su sello de muerte.

Arlt hacía preguntas, ataba cabos, establecía vínculos y filiaciones. Fue testigo y registró, cuestionó, increpó a los que levantaban objeciones y conspiraban contra el gobierno de Aguirre Cerda: “los grandes terratenientes, financieros, industriales y políticos de significación afectados en sus intere­ses por el nuevo régimen”, y aseguró que “pondrán sus espe­ranzas en un pronunciamiento cuartelero”, anota en la crónica “Estructura política de Chile”, en la que presume que dichas agrupaciones “estarían organizando clandestinamente briga­das de choque”. En “Chile a través de un aristócrata”, fustigó sin rodeos lo expuesto en Chile o una loca geografía de Benjamín Subercaseaux; para Arlt “un libro que es lo suficientemente su­perficial para merecer el elogio de sus contemporáneos”, obje­tando el Premio Municipal de Santiago que había obtenido la obra ese mismo año (Gabriela Mistral, certera, había advertido a Subercaseaux: “Van a zarandearlo por la gruesa columna de reparos que levanta en frente de la chilenidad”). Arlt alude a “la frivolidad de proporciones increíbles” del análisis del es­critor chileno. “Dudo que haya país Sud Americano donde las masas hayan sido más explotadas, hambreadas, masacradas y calumniadas que las masas proletarias de Chile. Albergándose cuando pueden en un conventillo que nos recuerdan las más salvajes descripciones gorkianas, semidesnudos, estos tremen­dos desdichados han tenido que soportar sobre sus espaldas una sociedad que engendra literatos como Benjamín Suberca­seaux, banqueros como Edwards, financieros como Ross Santa María políticos como Alessandri, es decir, los arquetipos más ferozmente enemigos del pueblo que pueda soñarse para casti­go mismo”, y concluye: “hay momentos en que el lector que conoce Chile se queda dudando si el libro que lee versa sobre Chile o sobre un país imaginario”. Arlt impugna el triste retra­to de Subercaseaux amparado en el estudio La realidad médico social chilena (al que también le cambia el nombre), del enton­ces ministro de Salubridad del Frente Popular, el médico Sal­vador Allende, publicado poco tiempo antes, una fuente veraz sobre la miseria, el maltrato y el despojo hacia los más pobres. Teitelboim también recordaba que cada vez que él debía ir a la cárcel a ver a sus camaradas, “Arlt quería venir conmigo, le gustaba visitar encarcelados y me contaba de sus visitas a la Penitenciaría de Las Heras, donde había visto cómo fusilaban a Severino Di Giovanni”.

En algún escritorio desocupado de la redacción, junto a un café, Arlt exponía su carpeta con hojas mecanografiadas que da­ban cuenta de su lucha cotidiana con la forma: “Para que vea que no macaneo. Sabe, a mí me gusta retorcerle el cogote a las palabras”, decía el argentino. “Escribía con faltas de ortografía; pero respetaba las palabras”, recordó años después Teitelboim. Arlt había zanjado cualquier acusación semejante en el prólogo de su novela Los Lanzallamas: “Se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen co­rrectos miembros de su familia. Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada. Pero por lo general, la gente que disfruta de tales beneficios se evita siempre la molestia de la literatura”. Onetti va más allá, lee los acordes arltianos como la manifestación de una corriente (o un vendaval) interior: “la pro­sodia arltiana era la sublimación del hablar porteño: escatimaba las eses finales y las multiplicaba en mitad de las palabras como un tributo al espíritu de equilibrio que él nunca tuvo”.

“EL VÉRTIGO DE UNA CIUDAD DESCONOCIDA”

(Su libro en el Frente)

El criador de gorilas apareció a fines de marzo de 1941 en edi­torial Zig-Zag. Reunió las experiencias que vivió Arlt en 1935 durante un viaje a España y algunas ciudades del norte de África como Tetuán, Tánger y Ceuta. Difuminando los contornos del relato y la crónica, Arlt cede el primer plano a un conjunto de quince textos ambientados en esas tierras; proverbios, traicio­nes y venganzas, la irracionalidad de la mirada occidental sobre algunos rincones de ese continente. Civilización y barbarie acti­van la voz de los personajes y sus crudas experiencias. La huella de la esclavitud, el tráfico de armas, el contrabando, la codicia humana, la falta de escrúpulos de militares españoles, los celos, los odios que no se atenúan, las delaciones y dilemas morales presentes en toda su obra. Los testimonios reconstruyen un mundo ajeno que Arlt describe como un testigo presencial. “El que escribe es un extranjero, un recién llegado que se orienta con dificultad en el vértigo de una ciudad desconocida”, escribe Piglia en el prólogo de los “Cuentos Completos” de Arlt.

Vértigo que desaparece en el tono seguro de su indagación de la maraña política local. “A partir de su viaje a España y a África, en 1935, Arlt tiene una intervención más política desde sus notas, escritas al calor de los acontecimientos internaciona­les y dejando de lado ya a la crónica costumbrista, que fueron sus aguafuertes porteñas”, afirma Sylvia Saítta, su biógrafa, autora de El escritor en el bosque de ladrillos.

Chile se sacudía el segundo gobierno de Alessandri Palma y el devastador terremoto de Chillán. Después de la repúbli­ca socialista de Grove y la insurrección de la marina en 1931, todo volvió a la sombra de la derecha. Terminando la déca­da, a la llegada del Frente Popular al gobierno, la mitad de los santiaguinos pobres vivían en esos conventillos descritos por Alberto Romero y Nicomedes Guzmán en las novelas La mala estrella de Perucho González y La sangre y la esperanza. La capital era una ciudad de algo más de novecientos mil habitantes que comenzaba a extenderse hacia los cuatro puntos cardinales. El promedio de vida no pasaba de los cuarenta años y la mortali­dad infantil era aterradora. Los partidos de izquierda habían echado a andar el Frente Popular local cuyo abanderado era un hombre de clase media que prometía “pan, techo y abrigo” y lo subrayaba con una sentencia, acaso un aforismo: “gobernar es educar”.

Los Frentes Populares habían fracasado en España y Fran­cia, pero en Chile este proyecto político obtuvo una ajustada victoria electoral en la elección presidencial de octubre de 1938 (con el 50,45%), como estandarte y baluarte de las capas medias, la masonería y los laicos, y ampliando su base en los movimien­tos populares y obreros, atendiendo sus demandas laborales y, en el ámbito cultural, fortaleciendo la labor del Departamento de Extensión Sociológica y Cultural, creado en 1932 al alero del recién inaugurado Ministerio del Trabajo. Dirigido por el escri­tor y periodista Tomás Gatica Martínez (ex-director de la revis­ta Zig-Zag), este departamento estaba dividido en cuatro áreas: la Sección “Docente”, dirigida por Joaquín Edwards Bello, or­ganizaba cursos gratuitos de formación sindical y leyes sociales, pero también sobre temas culturales o de sicología y sociolo­gía. La sección “Biblioteca”, a cargo de Neruda, organizaba la catalogación de las publicaciones y la formación de bibliotecas itinerantes en sindicatos y gremios. En la sección “Espectácu­lo”, el dramaturgo René Hurtado Borne, asesorado por Antonio Acevedo Hernández, promovía el teatro obrero popular, con funciones gratuitas semanales en los lugares de trabajo. Y en la sección “Propaganda”, Tomas Lago se encargaba de divulgar las actividades del Departamento, y programaba los cursos y conferencias semanales para niños y adultos sobre biología, mo­ral, historia, literatura y arte. Acción y entramado que operaban como un órgano de política cultural del Estado dirigido a los trabajadores y a los sectores populares, dignificando la cultu­ra obrera. La Universidad de Chile abría sus aulas al público a través de las Escuelas de Temporada con sus salones, teatros y otros espacios adecuados para ello. Y la Biblioteca Nacional abrió un servicio nocturno para facilitar el acceso a la lectura a los ciudadanos que por sus horarios de trabajo no podían asistir al establecimiento en su horario diurno. La nueva sala fue bau­tizada con el nombre del fundador de la Sociedad de Artesanos, Fermín Vivaceta, y estaba abierta al público de lunes a viernes desde las 20:30 hasta las 23:00 horas. Por entonces, Santiago también era el refugio de políticos sudamericanos y de intelec­tuales perseguidos por las dictaduras que asolaban el continen­te; a los que se sumó la inmigración española que a bordo del Winnipeg había escapado de la derrota de la república española y había encontrado en Chile un nuevo hogar.

En ese contexto iban apareciendo las obras de esos nue­vos autores que nutrirían la llamada “Generación del 38”1  a quienes la cuestión social los conmovía y era la materia prima de sus narraciones, empeñados en desmarcarse de la oficia­lidad criollista embelesada en el paisaje campesino; tramas y retratos de huasos zonzos bajo un sauce llorón junto al estero, en faenas campesinas narradas por ojos de ciudad y manos de escritorio. Un fondo y una forma que comenzaba a extinguirse en narraciones tributarias de una época de transformaciones, que se ocupaba de las precarias condiciones laborales de los mineros del cobre o los empleados públicos; de la vida en los cités y conventillos de la ciudad, de sus formas de expresión, de la explotación y el abuso de poder o la tortura psicológi­ca de la vida militar a la que accedían los jóvenes más pobres de la periferia urbana y zonas rurales, atendiendo el reclamo que hacía Joaquín Edwards Bello: “En Chile, donde se escribe tanta historia, hasta llegar a no saberse nada, hacen falta mu­chos novelistas que nos digan algo de la vida íntima, o de la sub-historia. Es preciso conocer no solo la copa del árbol, sino también las raíces”.

Arlt, por su parte, ya había hecho un camino propio como narrador en la urbe, al igual que esa nueva generación de escri­tores chilenos había ido en la dirección contraria a la tendencia dominante de sus contemporáneos argentinos atados al mo­nolito de la literatura gauchesca, que hacían del mundo rural y sus avatares el escenario de sus obras; de esas ficciones que transcurrían lejos de esa metrópolis –Buenos Aires– que en las primeras décadas del siglo XX bullía de inmigrantes de todas las procedencias. Arlt, hijo de inmigrantes, se movió a sus an­chas –como sus personajes– por la ciudad, labrando una escri­tura que le dio título de propiedad literaria. En el hormigueo y el murmullo permanente, él disfrutaba “los extraordinarios encuentros de la calle. Las cosas que se ven. Las palabras que se escuchan. Las tragedias que se llegan a conocer. Y de pronto, la calle, la calle lisa y que parecía destinada a ser una arteria de tráfico con veredas para los hombres y calzada para las bestias y los carros, se convierte en un escaparate, mejor dicho, en un escenario grotesco y espantoso donde, como en los cartones de Goya, los endemoniados, los ahorcados, los embrujados, los enloquecidos, danzan su zarabanda infernal”, goce descrito en “El placer de vagabundear”.

El último día de 1940, Teitelboim se dirigió al Correo Cen­tral, necesitaba despachar una carta urgente. Atravesó a paso firme la Plaza de Armas, la que comenzaba a desocuparse fren­te a la inminencia de la celebración de año nuevo. En un esca­ño, un hombre de sombrero calañés lloraba desconsoladamen­te. No parecía un pordiosero o un cafiche. Volodia se detuvo, se acercó, era un rostro conocido, era el mismísimo Roberto Arlt que secaba sus lágrimas con un pañuelo blanco. Se sentó junto a él, trató de consolarlo; Arlt entre sollozos mencionó que tam­bién volvía del correo, y enseguida murmuró una frase sobre las cadenas del amor que al tratar de romperlas despedazan al hombre por dentro. Un par de horas antes había enviado a su hija en Argentina una sentida carta en la que le explicaba el es­pinoso sentimiento que lo poseía, y que ni la distancia lograba apaciguar; escribió: “Elizabeth y yo, como siempre, lágrimas y sonrisas, besos y patadas. Como de costumbre, somos la piedra del escándalo de las honradas pensiones. Es el amor”.

Su escape a este lado de la cordillera no dio resultado. La ausencia de esa mujer lo corroía. Arlt le pidió a Elizabeth que viajara a Chile para reunirse con él y empezar de nuevo. Ella aceptó. Llegó a Santiago, y a los pocos días viajaron a Puerto Montt y luego cruzaron a la isla de Chiloé. En la entrevista en el asilo de ancianos de Villa Devoto, Elizabeth recapituló aquel viaje: “En Puerto Montt fuimos a ver la película La bes­tia humana y en la oscuridad del cine sentimos un gran olor a pescado. Cuando se encendieron las luces advertimos que nos rodeaban indios mapuches que habían visto el film descalzos.

Cruzamos a la isla donde comimos tortilla de erizo y torta de manzana. Era en enero y puse un pie en el agua pensando que me podría bañar, pero el agua estaba congelada. Vivíamos en el Hotel Alemán. El pidió ostras y vino Concha y Toro. Aquel viaje fue nuestra única época de armonía”.

Volvieron a Santiago y Elizabeth regresó a Buenos Aires. No está claro cuánto tiempo más Arlt permaneció en Chile, pero por la data de los siguientes envíos de sus artículos al El Mundo y la publicación de El criador de gorilas en marzo del año 41, entrado el otoño habría regresado a Argentina.

“DORMÍA CON LA LUZ PRENDIDA”

(El regreso a Buenos Aires)

Elizabeth recordaba el regreso de Arlt a Buenos Aires: “El diario quería que la etapa de Chile fuera el inicio de un largo viaje periodístico por América Latina. Para justificar el fin de una gira que tantas tramitaciones había costado, fue a verlo a Muzzio Sáenz Peña, y le dijo: ‘No puedo seguir, tengo un cán­cer en la lengua’, y le mostró una pequeña afta que le había sa­lido. Muzzio, por supuesto, no le creyó”. Al tanto de su retorno, el escritor y periodista Gerardo Pisarello lo invitó a escribir en el primer número de la revista Nueva Gaceta, de la Agrupación de Intelectuales, Artistas, Periodistas y Escritores argentinos, que aparece el 1 de mayo de 1941 con el artículo “Chile a través de un aristócrata”, la impugnación de Arlt al libro de Benjamín Subercaseaux referido anteriormente.

Arlt continuó su vínculo con El Mundo, sin embargo, “a partir de ese momento, su situación en el diario empeoró. Ya no le dieron el lugar que le correspondía. No lo tenían mal, pero no tan bien como antes –afirmó Elizabeth–. Entonces, él cada vez se volcó más al proyecto de instalar una fábrica para explo­tar su invento: unas medias de mujer que no se corrieran. Junto con su socio, el actor Pascual Nacaratti, pusieron un taller en Lanús. La fórmula ya la había patentado en 1934. En aquel sue­ño concentraba sus esperanzas”. Las esperanzas de un hombre enfermo: sufría de problemas cardíacos y frecuentes dolores de estómago. Había pasado unos días en un sanatorio del barrio de Belgrano, en Cabildo y Zabala, y le recetaron unas inyec­ciones. Por las noches Arlt tenía pesadillas, “dormía con la luz prendida y se despertaba aterrado –recordaba Elizabeth–, solo mis palabras lo calmaban, y volvía al sueño”.

El domingo 26 de julio de 1942, Roberto Arlt murió en la pensión de la calle Olazábal en Belgrano donde vivía. Tenía 42 años. El sábado había ido a la asamblea de socios del Círculo de la Prensa para votar por la nueva directiva. Volvió tarde, Elizabeth, embarazada de seis meses, dormía. “Ese domingo, despertamos a las nueve y nos pusimos a conversar”, recordó. “Hablamos del hijo que él esperaba con tanto afán. Él prefería que fuera mujer, quería llamarla Gema (pronunciaba Yema), un nombre que a mí no me gustaba. La sirvienta nos trajo el desayuno. Yo estaba de espaldas a él, mirando hacia la pared. Le pregunté la hora y él me contestó: ‘No sé’. Fue lo último que dijo. Después oí un ronquido, se había producido el ata­que. Corrí a llamar al médico. La gente de la pensión tuvo miedo por la criatura y no me dejó subir hasta que, a los diez minutos, vino el doctor Müller. Subí con él, pero Roberto ya había muerto. Murió a las diez de la mañana”. Fue velado en el Círculo de la Prensa, en la calle Rodríguez Peña 80, don­de había estado la noche anterior, en un rito electoral que se­guramente no le interesaba. “El nunca anduvo en estas cosas –dijo su amigo Conrado Nalé Roxlo en el N°21 de la revista Conducta de aquel año 1942–. Parecía como si hubiese querido despedirse de muchos”.

El lunes 27, El Mundo publicó la emotiva nota de sus com­pañeros de la redacción acompañada de un pequeño retrato del escritor, “Falleció ayer nuestro compañero Roberto Arlt”, que junto a resaltar sus méritos como cronista, dio cuenta del alcance de la pérdida: “Arlt ha muerto. Decir lo que para no­sotros representa esta noticia, más dolorosa aun por lo inespe­rada, es algo que excede a la información periodística. Es un dolor nuestro, un duelo que nos pertenece íntimamente, como nos pertenece el camarada que tuvimos a nuestro lado durante largos años”. Mientras, Elizabeth y algunos amigos llevaron los restos del escritor al cementerio de la Chacarita y el poeta Horacio Rega Molina, compañero y crítico literario del diario, leyó un poema en honor al fallecido:

¡Si yo supiera todo lo que sabes

lo que desde tu muerte has aprendido,

lejos del canto y las palabras graves,

fría la boca, inútil el oído!

A tu lado se plasman las matrices

de la resurrección y mientras tanto

te veo en tu centón de lodo y piedra

acunado por mórbidas raíces

riéndote del ciprés y de la hiedra.

La lluviosa mañana del martes 28, Elizabeth, Mirta y “Ve­cha” –la esposa, la hija y la madre del escritor–, junto a dos de sus amigos, volvieron al crematorio del cementerio y Elías Castelnuovo recordó una visita periodística que habían hecho con Roberto al crematorio tiempo atrás, donde el director del lugar les había mostrado cómo operaba el horno: “Qué estu­pendo, exclamó Roberto abriendo tamaños ojos, ver reducir a un mastodonte de ciento veinte kilos de peso, con los bolsillos llenos de plata, a un quilo y medio de polvo. ¡Es fantástico! ¡Bárbaro!”.

Tiempo después, Elizabeth recapitulará ese amargo mo­mento: “Ese mismo día, retiré las cenizas con la autorización del director del cementerio. En una carta desde Chile me había dicho que quería ser cremado. En agosto, en una tarde fría, fuimos al Tigre en una lancha colectiva con Leónidas Barletta y Diego Newbery. Estuvimos recordándolo todo el tiempo y luego navegamos por aguas del Paraná hasta la confluencia del río Capitán y del Abra Vieja. Allí, donde él lo había pedido, esparcimos sus cenizas”.

Unos días después, en la revista Nosotros el escritor Álvaro Yunque evocó al desaparecido en su nota “Roberto Arlt”, y se refiere a su escritura última y a su análisis en su estadía chilena: “La muerte quiebra a Roberto Arlt, cuando su talento estaba entrando en sazón. Lo dice el equilibrio –raro en él– de sus ar­tículos últimos sobre un tema tan complejo como es el de la lu­cha político-social. Viajero siempre, Arlt, en sus más recientes peregrinaciones de periodista, supo aliar su observación –que siempre fue aguda, capaz de descubrir datos originalísimos– a la reflexión, y extraer conclusiones certeras de una situación tan aparentemente confusa, como es la de Chile de hoy, por ejemplo. La hora, los hombres, las esperanzas, los libros del Chile contemporáneo, tuvieron en Arlt un comentador impe­cable y justo”.

Chile a través de un aristócrata

Revista Nueva Gaceta, 1 de mayo 1941

Acabo de leer el libro del señor Benjamín Subercaseaux ti­tulado Chile o una loca geografía. Tenía curiosidad de conocer qué visión tenía de su despedazado país, un hombre a quienes otros escritores de su misma edad consideran como una de las figuras más representativas de la literatura chilena.

El libro pretende encarar la geografía meramente física des­de un nuevo ángulo y en su prólogo se anticipa que el autor no tocará en lo más mínimo las cuestiones sociales. Uno acepta a regañadientes esta omisión y comienza a leer un libro que es lo suficientemente superficial para merecer el elogio de sus contemporáneos e incluso aspirar a un premio municipal. El libro, es necesario precisarlo, refleja la modalidad social de su autor. La frivolidad alcanza en sus páginas proporciones increí­bles. Hay momentos en que el lector que conoce Chile se queda dudando si el libro que lee versa sobre Chile o sobre un país imaginario, porque, esa franja de conventillos espantosos, de pueblos semidestruidos, de ciudades coloniales aplastadas por una miseria cruel, que escalonan de Norte a Sur al país de Chi­le, no aparece por ninguna parte.

El Chile del señor Subercaseaux es un Chile de ballet o de geografía para señoritas tontas.

No me hubiera ocupado en manera alguna de este libro, si de pronto, allá por la página 209, no hubiera tropezado con una monstruosa calumnia que el autor le levanta a las madres campesinas y proletarias de Chile. He aquí lo que dice este señor bien nutrido de la tremenda mortalidad infantil chilena que bate un récord universal:

“Aquí los niños perecen casi intencionadamente. Estoy en condiciones de afirmar que la terrible cifra de mortalidad que acosa a Chile se debe en gran parte a LA AUSENCIA DE INS­TINTO MATERNAL Y EN PROPORCIONES MUCHO ME­NORES A LA MISERIA Y A LA PRETENDIDA POBREZA FI­SIOLÓGICA DE NUESTRA RAZA”.

En otros términos:

La responsable de la tremenda mortalidad infantil no es la oligarquía vasco-catalana de Chile que deja perecer intencio­nadamente a su campesinado de hambre, sustrayéndole al año 4 mil millones de pesos de jornales sobre la suma de jornales que debía pagarle (declaración del conservador Blanquier al conservador Figueroa Larraín), sino las madres campesinas y proletarias que, según este señor, están poco menos que detrás de sus hijos, empujándolos hacia la muerte. O hacia la enfermedad que ocasiona la muerte. Si aún lo dudamos, el autor lo ratifica más adelante. Lo que equivale a guiarnos por esta afirmación, que por lo menos el 50% de las madres pobres son culpables de haber provocado intencionadamente la muerte de sus hijos, o, más claro, que Chile es el único país del mundo donde las madres pueden semiasesinar a sus hijos o crear culpablemente las determinantes filicidas sin que el Estado intervenga en manera alguna para evitar estos asesi­natos virtuales.

Evidentemente uno lee y relee muchas veces esas líneas, an­tes de aceptar que un hombre en sus cabales pueda atreverse a escribir semejante monstruosidad.

¡Y que pueda, además, escribirla con toda impunidad!

A continuación el autor afirma que está en condiciones de probar semejante aserto; pero sigue de largo sin probar absolu­tamente nada, y hasta, probablemente, sin acordarse de lo que escribió. Yo creo que en Santiago de Chile, en vez de propiciar la candidatura del señor Subercaseaux para un premio munici­pal, cuyo importe saldrá́ del bolsillo del pueblo que este señor injuria, debía obligársele a presentar las pruebas fehacientes de sus afirmaciones y obligarlo a rectificarse, porque no es posible que el extranjero de buena fe lea gravemente este libro y grave­mente crea que en Chile las “madres dejan perecer a sus hijos casi intencionadamente”. Esto es demasiado fuerte por mate­rialista que uno sea.

Que yo sepa, la crítica chilena no se ha ocupado seriamen­te de las monstruosidades y estupideces que contiene Chile o una loca geografía. En general, los profesionales de la litera­tura y de la historia, en Chile, más que aclarar el tremendo problema del país, prefieren extender sobre sus llagas socia­les una cortina de humo. Esta cortina de humo es hábilmente manejada por los políticos de los diarios conservadores que tratan de ocultar que las masas, desde hace más de un siglo, son sistemáticamente hambreadas, explotadas, masacradas y calumniadas. Al punto que el país ha rodado a tal grado de empobrecimiento que más del 60% de la población trabajadora va descalza y vestida de harapos. Dudo que se pueda superar la miseria asiática en que vive esta raza que fue fuerte, pero que está devastada por el alcoholismo y la descalcificación en unas tierras también descalcificadas y empobrecidas, con un ganado también diezmado y descalcificado, con unas selvas también diezmadas y empobrecidas, con unas riquezas natu­rales también raleadas por el nativo por el tremendo verdugo del capitalismo extranjero.

Tengo aquí a mano un estudio leído en la tercera sección del estudio de la Semana del Ingeniero por el señor Alfonso Olea Núñez. Trata de “La industria molinera y de su influencia so­bre la alimentación nacional”. Después de describir la destruc­ción del molino familiar, que durante casi todo el siglo pasado entregó para el consumo una harina de gran valor alimenticio, que el país consumía especialmente para el alimento de la clase obrera, el señor Olea describe la sustitución por harinas de ci­lindro, las cuales, por el enorme consumo que de ellas hace el trabajador, son una de las causas de los más graves trastornos fisiológicos y económicos. Así, para dar un dato relacionado con la disminución de potencia del obrero, nos basta recordar que, durante mucho tiempo, un obrero salitrero o cargador de carros de trigo levantaba con facilidad un saco de 100 a 120 kilos y hoy, ya se sienten fatigados por el peso de 80 kilos y aun menos. Se ha ordenado el envase de 60 kilos para ciertos productos”.

Más adelante el ingeniero Olea Núñez anota en el país un déficit alimenticio de:

Carne 151.000 toneladas anuales

Leche 135.000 ” ”

Pan 230.000 ” ”

A su vez el doctor Salvador Allende, en sus estudios esta­dísticos “La realidad médico-social de Chile”, dice: “La mayo­ría de la población sufre hambre fisiológica”. Mientras que en Francia corresponden 320 litros de leche de consumo anual por habitante, el poblador de Chile consume 7 veces menos, es de­cir, 50 litros anuales. Piénsese que la leche es el alimento básico del niño. ¡Qué diremos de la carne (8 gramos de carne por día y habitante), qué diremos de la vivienda donde la densidad media es de 5,6, afirmando una publicación hecha por la Caja de la Habitación que existe una mortalidad infantil de 450 por 1.000 en el tugurio y de 250 por 1.000 en habitaciones higiénicas!

No cometeré la ingenuidad de creer que el señor Suberca­seaux ignora estas espantosas cifras. En Chile las conoce todo el mundo, menos los extranjeros que van a Viña del Mar y re­gresan diciendo que los vinos de Chile son exquisitos. Y por cierto que lo son.

¿Qué responde el señor Subercaseaux al manifiesto de la Asociación de Arquitectos en el que se afirma que la tercera parte de la población de Santiago vive en viviendas extraor­dinariamente malsanas y que 1.500.000 chilenos, es decir la tercera parte de la población de Chile, carece de alojamiento mínimamente adecuado?

¿Qué responde el señor Subercaseaux a la tremenda reali­dad de las poblaciones que carecen de servicios de agua potable y que alcanza en Chile (con la consiguiente alza de mortalidad) el 90% en Aysén, hasta el 30% en las provincias de Santiago y Valparaíso, el cogollo del Chile central?

El señor Subercaseaux no puede ignorar que las causas de muerte en criaturas menores de un año son:

Neumonía y bronconeumonía 24,7%

Debilidad congénita y distrofias 21,5%

Diarreas y enteritis 17,7%

El doctor Mardones dice a este respecto: “La primera cau­sa de la altísima mortalidad infantil es la ración insuficiente de leche maternal que disponen nuestros niños y también la inade­cuada alimentación artificial”.

¿Pero qué leche van a tener mujeres que están hambreadas desde que fueron engendradas por padres hambreados?

No quiero continuar amontonando cifras espantosas. Vuel­vo a insistir: dudo que haya país en Sud América donde las masas hayan sido más cruelmente explotadas, hambreadas, masacradas y calumniadas que las masas proletarias chilenas. Albergando, cuando pueden, en un conventillo que nos recuer­da las más salvajes descripciones gorkianas, semidesnudos, en compañía de sus mujeres semidesnudas, estos tremendos des­dichados han tenido que soportar sobre sus espaldas una so­ciedad que engendra, ¡vean ustedes!, literatos como Benjamín Subercaseaux, banqueros como Edwards, financieros como Ross Santa Marina, políticos como Alessandri, es decir, los ar­quetipos más ferozmente enemigos del pueblo que pueda so­ñarse para castigo mismo.

Literatura sin héroes

Diario El Mundo, 13 de octubre 1941

Una fea lámpara humosa cobra valor estético cuando ilu­mina el rostro de un héroe. No importa que la existencia de este héroe determine un peligro dado. Su capacidad de acción, por profundidad, le presta a la lámpara un relieve desusado. En consecuencia, el paisaje se viste con el espectro magnético del héroe.

En cambio, la realidad fotográfica de sí mismo o de las apa­riencias externas, le facilita al novelista sórdidos materiales de construcción literaria. Entre estos materiales se encuentra la medianía, que estando por sus naturales proporciones excluida de la obra de arte, ha sido hoy reivindicada por los novelistas en el denominado arte subjetivo.

Nosotros no desestimamos los valores sociales ni morales de la medianía, mas ello no significa que la medianía tenga el suficiente relieve para informar los frescos de la obra de arte. La reivindicación de la medianía es un suceso cuya responsa­bilidad atañe en particular al realismo. La primera reacción del realismo fue sustituir al deforme figurón que animaba los lien­zos del romanticismo con las meticulosas estampas amarillas que tejían las vidas de entonces. Este éxito del mediocre coti­diano en la novela, se debe a que el realismo no es un género sino una técnica que se limitó a describir lo que se hallaba de­bajo de sus narices con fidelidad del pantógrafo. Triunfo deter­minado por la facilidad de manejo del instrumento. Así, llegó a transferir la pintura de caracteres a la descripción lineal de las figuras y solo Huysmans, pésimo novelista y genial prosista, al exagerar la descripción de las cosas hasta su retorcimiento creó dentro del realismo un fenómeno de estilo esencialmente poéti­co, del cual Valle-Inclán en España fue fervoroso continuador. De hecho, la medianía constituyó y es la piedra angular del rea­lismo, pero su frecuencia dentro de la novela contemporánea es una peste que torna insoportable la lectura de los libros que hora tras hora invaden los escaparates.

Lo más curioso del caso es que el novelista parece ligado más que nunca a la tremenda medianía de sus contemporáneos, en el preciso momento en que el planeta es conmovido por la acción de héroes negros, rojos y blancos como en la astral cla­sificación de la magia.

La novela contemporánea casi ignora al héroe. Su material preferido son hombres y mujeres secos, aburridos, miopes, que narran con lágrimas de resina la historia de sus interiores de madera.

Cuando aparece una novela ligada a héroes auténticos, su éxito es asombroso, se ocupe o no de ella la crítica oficial. El asunto del libro corre de boca en boca y se da el caso de his­torias cuya carrera se debe exclusivamente a recomendaciones orales que llegaron a cruzar los océanos.

Dicho suceso no es frecuente.

¿A qué se debe el predominio de la medianía en la novela? A que sus autores son novelistas mediocres. Es rarísimo el es­critor que durante solo cinco minutos al día llega a sentirse hé­roe, tirano, asesino, santo o monstruo. En consecuencia, estos profesionales ignoran el interior de los héroes, de los tiranos, de los santos. En cambio, los vemos dedicar páginas y más pági­nas a describir cómo tiemblan los pétalos de una rosa de papel cuando pasa un ángel. En torno de esta apoteosis de la ficción atomizada, se estructura la estética del llamado arte nuevo.

Las consecuencias más graves producidas por estos embele­cos debemos relacionarlas con el estado mental a que predispo­nen a la juventud. Esta acaba por encontrarse frente a un mun­do de ficción desnaturalizado y tan estabilizado en la falsedad y tan fácil de abordar que, como es fácil, termina por admitir que es verdadero.

Por otra parte ¿quién no tiene algo que contar de sí?

Pero trate alguien de narrar cómo se violenta una caja de hierro, cómo se fabrica una fortuna especulando en la bolsa, cómo se fabrica una joya, cómo se organiza una industria, cómo se escribe una novena sinfonía, y cuéntelo exactamente y con todas las tremendas dificultades que el suceso presupone; y entonces quizá, habrá hecho una novela. Porque de cualquier modo, habrá cumplido con las leyes que rigen la vivencia de un relato.

Observamos en cambio, que la novela como el teatro con­temporáneo es obra de escritores que dominan el arte de escri­bir pero que carecen de asunto. Se pondrían comparar a estos autores a albañiles en disponibilidad. Saben manejar la cucha­ra, el nivel, la plomada, pero no tienen edificio que construir. De esta manera los géneros más expresivos y nobles se encuen­tran encarrillados en las humosas zonas de lo subjetivo, donde el capricho violenta todas las leyes de la gravedad. 

Y el lector va en busca de héroes a las llamadas biografías noveladas.

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