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Domingo, 5 de Octubre de 2025
En memoria

Carta para ti, que ya no estás

Marco Enríquez-Ominami

Miguel Enríquez (Foto: Manuel Cabieses Donoso, archivo Londres 38).

Miguel Enríquez (Foto:  Manuel Cabieses Donoso, archivo Londres 38).
Miguel Enríquez (Foto: Manuel Cabieses Donoso, archivo Londres 38).

Marco Enríquez-Ominami escribe esta carta a su padre Miguel Enríquez, fundador y secretario general del MIR, a 51 años de su asesinato a manos de la DINA. "Te habría gustado este momento: aquel en que las máscaras caen".

Me decías a menudo: “Vivimos en una tragedia que nunca termina, que se repite”.

Y cada año que pasa me lo confirma aún más.

Los mismos rostros, las mismas promesas, las mismas ilusiones — y el país, prisionero de su propio decorado, repite la misma historia como si temiera despertar.

Tenías razón: solo vivimos en la repetición.

Y el papel que desempeñamos es el de un pueblo que ha olvidado que otro destino era posible —

o tal vez simplemente que siempre existe una elección, más allá de la sumisión, la confrontación o el exilio.

¿Te acuerdas, tú, del tiempo de la Unidad Popular?

Era más que un gobierno: era una fe compartida, un intento de reconciliar la justicia y la libertad, de transformar el poder sin destruirlo.

Allende creía que se podía abrir el camino de un socialismo democrático, que se podía cambiar la sociedad sin violencia.

Pero el poder, ese, nunca quiso compartir — y la esperanza se transformó en trampa mortal.

De aquel desastre nació una oligarquía más poderosa, orgullosa de sus crímenes, segura de su legitimidad y enriquecida con su saqueo.

Reescribió el lenguaje del bien y del mal: el lucro se volvió virtud, la solidaridad una desviación.

La pobreza casi se duplicó, mientras los vencedores confiscaban las palabras de la libertad.

No era liberalismo — era robo con total impunidad.

Y Chile, laboratorio de esa doctrina, se volvió un país donde la economía reemplazó a la moral.

Tú lo habías visto claro: “No es un modelo, es una impostura”.

 

Luego vino la transición.

La izquierda, cansada, firmó la paz antes de haber ganado la guerra.

No juzgar, no molestar, no despertar a los fantasmas — tal fue la consigna.

Y tú decías: “No se funda una democracia sobre el silencio de los muertos y el despojo de los vivos.”

Pero el país, aliviado, prefirió el olvido a la verdad. La renta reemplazó a la justicia.

El fin de la guerra fría y la euforia de la globalización trajeron crecimiento, y ocultaron la desposesión; las cifras sirvieron de excusa para la pérdida de la memoria.

La Constitución de Pinochet convirtió a Chile en un museo de la estabilidad: todo se movía en la superficie, nada cambiaba en el fondo.

Incapaz de adaptarse, sin visión ni inversión en educación y en investigación, el país se encerró en su propia inmovilidad.

Y mientras otras naciones invertían en conocimiento, nosotros exportábamos nuestra inercia — nos privábamos de futuro.

 

Luego, un día, la calle se levantó.

El estallido social fue tu voz regresando desde los ausentes.

Habrías sonreído, tú que repetías: “Un pueblo no duerme, sueña en silencio hasta el día en que grita.”

Y ese día, Chile gritó — fuerte, claro, sin odio.

Hicieron falta casi treinta años de paciencia y desilusión para que ese grito estallara por fin, como un recuerdo reprimido que sube a la superficie.

Pero la izquierda, una vez más, creyó en los acomodos razonables con la verdad.

 

Boric llegó con promesas de cambio, con la inocencia de quienes aún creen en el milagro de la palabra.

Tenía en sus manos una oportunidad histórica: transformar la rabia en proyecto, la revuelta en refundación.

Pero prefirió hablar con su círculo, en lugar de hablarle a su país.

Encerrado en sus certezas, confundió pureza con lucidez, radicalidad con visión.

En lugar de un proyecto de nación, ofreció un mosaico de causas, un diccionario de identidades en el que cada uno se reconocía un instante pero nadie se encontraba.

En pocos meses, desperdició el impulso de un pueblo y transformó la esperanza en desconfianza.

Y el país votó “no” — no al cambio, sino a la caricatura del progreso, abriendo el camino al retorno de una derecha dura, orgullosa de sus certezas y de sus fantasmas.

 

El miedo volvió.

Los capitales huyeron, las reformas callaron, la derecha recuperó la postura de salvadora.

No hizo falta conspirar: bastó con esperar a que la izquierda se agotara en su dogmatismo y sus contradicciones.

Triste espectáculo, enorme responsabilidad.

Hicieron falta más de treinta años, y el estrepitoso fracaso de Boric y su gobierno,

para que políticos de primer rango se atrevieran a reivindicar los “beneficios” de la dictadura.

Esta vez, el círculo casi se ha cerrado: los herederos de la mentira se presentan otra vez como los guardianes de la verdad.

Pero si la historia se repite, es porque nos negamos a aprenderla.

“Despertemos”, me habrías dicho. “El futuro todavía existe, pero se cierra un poco más cada día.”

 

Sí, hay que despertar.

La trampa está casi cerrada, pero aún no sellada.

Queda una fisura, una luz — aquella que tú llevabas sin saberlo: la claridad, la dignidad, la verdad desnuda.

Debemos aprender de nuestras faltas, no para juzgar, sino para comprender.

Porque un pueblo que mira su pasado de frente se vuelve capaz de inventar su porvenir.

 

Te habría gustado este momento: aquel en que las máscaras caen,

en que la verdad deja de ser un riesgo y se convierte en una liberación — una posibilidad de recomenzar.

Me enseñaste que un pueblo no muere de pobreza, sino de olvido.

Y que la verdad, incluso tardía, es una forma de amor.

Así que te lo digo, una vez más: la verdad no es un riesgo — es nuestra última oportunidad.

 

Santiago, 5 de octubre de 2025.

Marco Enríquez-Ominami



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