La reunión de Donald Trump con generales y almirantes no giró, como muchos imaginaron, en torno a planes de guerra inmediata con China, Venezuela ni a fantasías de invasiones extraterrestres. Fue, más bien, un ejercicio de doctrina en que los trató como niños y les dijo que el enemigo estaba en su propio país y que eran sus ciudadanos.
Hacer este tipo de reuniones y más aún televisarla ya era extraño. Los mandos militares acudieron con sus mapas, informes y planes de contingencia, esperando quizás una conversación sobre teatros de operaciones específicos. Sin embargo, lo que encontraron fue a un Trump más interesado en sus opositores y a un secretario de defensa que les exigió que no podían estar gordos y menos usar barbas, que personas así no pueden ser líderes. Los generales pensaban sin duda en el físico de Trump y en la barba del vicepresidente.
Pete Hegseth les habló como si fueran gente sin experiencia, y menos graduados de la Academia Militar West Point. Parecía una conferencia de scouts y lobatos. Las palabras del secretario de defensa tenían poca credibilidad. Para los generales y almirantes se trata de un ex conductor de televisión con acusaciones de abuso y problemas de alcohol. Los servicios de inteligencia de las fuerzas armadas estadounidenses lo conocen bien. Sus jefes están informados, y más aun no olvidan de las torpes conversaciones y mensajes sobre operativos secretos que terminaron en manos ajenas.
Trump estaba molesto porque nadie aplaudía ni reaccionaban a sus comentarios. Almirantes y generales en completo silencio. El presidente se quejaba que la doctrina militar estadounidense había quedado atrapada en paradigmas de la Guerra Fría. La obsesión con enemigos ideológicos o con la supremacía nuclear ya no ofrecía respuestas satisfactorias a los desafíos de un mundo cambiante.
Los generales, acostumbrados a presidentes que pedían precisión operativa, se encontraron con un líder que cuestionaba la estructura conceptual misma de la defensa. La conversación se tornó filosófica, casi como un seminario religioso.
Se habló de proyección de poder, sí, pero no necesariamente en términos de portaaviones o bombarderos. Trump planteó que la verdadera proyección de poder en el futuro vendría de la resiliencia tecnológica y de la capacidad de disuadir sin disparar.
Los almirantes escucharon cuando mencionó que la supremacía naval ya no podía sostenerse únicamente en flotas gigantescas. La guerra del futuro, según él, se libraría en la invisibilidad del ciberespacio y en el control de las comunicaciones globales.
Un punto central de la reunión fue el concepto de independencia estratégica. Trump planteó que Estados Unidos debía reducir su dependencia de alianzas que, en su opinión, debilitaban más que fortalecían. La doctrina, dijo, debía basarse en la autosuficiencia.
Para sorpresa de algunos, no hubo llamados a nuevas aventuras bélicas. Hubo, en cambio, una reflexión sobre la defensa como instrumento de soberanía nacional y no como vehículo de intervenciones interminables en tierras lejanas.
El discurso también incluyó un cuestionamiento al gigantismo burocrático del Pentágono. Trump habló de una doctrina más ágil, en la que la velocidad de respuesta importara más que la cantidad de efectivos desplegados en decenas de países.
La conversación se movió hacia el terreno de la historia. Trump recordó que las grandes potencias no caen tanto por derrotas militares externas, sino por agotamiento interno. La doctrina, entonces, debía también servir para proteger la cohesión nacional. Los generales, formados en manuales tradicionales, recibieron el mensaje con cautela. Algunos vieron en esas palabras una crítica velada a sus carreras enteras.
Trump se refirió al concepto de disuasión ampliada. No se trataba ya de infundir miedo al enemigo con arsenales visibles, sino de generar un ecosistema de fortaleza política, económica y cultural que hiciera innecesario el enfrentamiento directo. Se habló incluso de educación cívica. Trump planteó que la doctrina militar debía incluir la noción de que la verdadera seguridad empieza en la cohesión interna, en la confianza de los ciudadanos en sus instituciones.
Los almirantes, acostumbrados a medir el poder en toneladas de acero y misiles, escucharon que la nueva medida de la fuerza sería la capacidad de resistir crisis simultáneas: financieras, tecnológicas, sociales. Trump se dio cuenta que mover tropas, barcos y submarinos no impacta tanto ya como las redes sociales.
En ese sentido, la doctrina propuesta no apuntaba a la expansión, sino a la consolidación. Era una visión de repliegue estratégico, no como renuncia, sino como afirmación de prioridades internas.
Pero allí se abrió la mayor contradicción: el enemigo interno de Trump, en muchas ocasiones, parecen ser sus propios ciudadanos. Esa noción coloca a los generales frente a una disyuntiva peligrosa, pues ellos juraron defender la Constitución, no seguir ciegamente a un rey y menos atacar a sus ciudadanos. El invadir ciudades y estados de ideología demócratas, para reprimir a quienes no piensan como el presidente y usando las fuerzas armadas, es impensable para los generales.
La reunión concluyó sin órdenes inmediatas ni despliegues anunciados. Fue, más bien, la siembra de una idea inquietante: la de un ejército menos obsesionado con el enemigo externo y más en riesgo de ser empujado hacia un choque con su propia nación. Para los oídos de Rusia, China e Irán era un regalo. Pero para los mandos militares que fueron a la reunión se trataba de algo que nunca debe suceder en una república democrática.
Fue toda una pérdida de tiempo y gastos. Una humillación que todo el mundo vio. Otro show de televisión más de Trump, pero del que nadie se reía de sus chistes ni lo aplaudían. Triste espectáculo que solo tuvo un capítulo, malas críticas y baja audiencia. Un mal aprendiz.
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