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Sábado, 2 de Agosto de 2025
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'Drive my Car': una catedral rodante

Juan Pablo Vilches

No es habitual que una película tome una fuente literaria sólida y, en vez de conformarse con respetarla o “traducirla”, la multiplique hacia otros rumbos y posibilidades. Tampoco es habitual que resulte tan bien.

Hace unos años, los mundos del cine y del escritor japonés Harumi Murakami se cruzaron con cierta notoriedad cuando el cineasta coreano Lee Chang-dong adaptó el cuento Barn Burning. Se trataba de un relato muy breve, que funcionaba en torno a muchos vacíos que la película intentó rellenar y traducir en imágenes, pero con desigual suerte. Muchos de los fotogramas finales de la película habrían quedado mejor como el espacio en blanco entre un párrafo y el siguiente.

Por otro lado, Drive my Car es un cuento un poco más complejo. Está centrado en un actor teatral que conversa con su conductora sobre su esposa, y sobre uno de los amantes que esta tuvo; con prosa desapasionada y detallista se urde un descubrimiento importante pero no espectacular, de esas “epifanías” que le llaman, pero sin revelación alguna, sino con la discreta verdad de aquello que siempre estuvo allí.

Un compatriota de Murakami, el cineasta Ryûsuke Hamaguchi, realizó con Drive my Car un ejercicio bastante más osado que el de Burning, al tomar el cuento como un tronco robusto para ramificar sus posibilidades hacia múltiples direcciones, constituyéndose así en una obra compleja y de ambición enorme, pero sin renunciar a contar su historia ni a interesarse en sus personajes. 

La historia de Kafuku con su esposa, la historia de Misaki con su madre, el montaje multicultural, la pareja de coreanos, la disfuncional estrella de televisión que interpretará al tío Vania, las memorables líneas de la obra que parecen recitadas como versículos de la Biblia y una Hiroshima renacida, son las muchas clavas de un juego de equilibrismo que se sostiene con gracia durante tres horas, y cuyo efecto combinado no hace sino crecer, haciendo que la película se vea grande.

Para ello fue necesario hacer algunos cambios. Por ejemplo, el protagonista Kafuku (Hidetoshi Nishijima) no es un actor sino un director teatral –con pasado actoral, eso sí– que deja Tokio por unos meses para dirigir un montaje del clásico Tío Vania, de Anton Chejov. Y el hecho de que sea el director, hace que la historia sea también la bitácora del montaje, en el que se escenifica en japonés, coreano, mandarín, malayo y también en lenguaje de señas.

Otra variación respecto del cuento es que la historia no transcurre en la capital japonesa sino en Hiroshima, una ciudad luminosa y moderna donde el trauma está menos presente en su geografía que en la mirada del espectador sorprendido. Hiroshima es además uno de los extremos de un viaje o peregrinación hacia el otro extremo de Japón (y del mundo), la isla de Hokkaido, tierra natal de la chofer del protagonista, Misaki (Tôko Miura), el otro centro de esta historia, y que en el cuento era apenas una terapeuta oficiosa.

Y una última variación es que –en el cuento– el vehículo de Kafuku era amarillo, mientras que en la película es rojo. Un detalle sin importancia, tal vez, pero que no deja de ser elocuente si nos imaginamos la película con un Volvo color canario recorriendo Hiroshima, llevando en su interior a dos personajes que no tienen nada que ver con esa estridencia. 

Kafuku y Misaki se entienden tan bien porque comparten la intensidad en el sentir y la discreción en el actuar, por lo que su relación –una argamasa que puede tomar forma burocrática, paternal o fraternal, pero nunca de pareja– se construye y se consolida con señales externas. O espejos que solo hablan por estar ahí, devolviendo una imagen. Como el asistente coreano del director (Jin Dae-yeon) y la relación con su esposa sordomuda (Park Yu-rim); o como la voz de la esposa del propio Kafuku recitando en un casete las líneas del Tío Vania, llenando así el tiempo y el espacio encapsulados en el interior de ese auto devenido en el confesionario de una iglesia.

La historia de Kafuku con su esposa, la historia de Misaki con su madre, el montaje multicultural, la pareja de coreanos, la disfuncional estrella de televisión que interpretará al tío Vania, las memorables líneas de la obra que parecen recitadas como versículos de la Biblia y una Hiroshima renacida, son las muchas clavas de un juego de equilibrismo que se sostiene con gracia durante tres horas, y cuyo efecto combinado no hace sino crecer, haciendo que la película se vea grande.

Cuando esto no funciona, la crítica usa la palabra “paquidérmica”, aludiendo a un conjunto ambicioso, voluminoso y al mismo tiempo muy lento y demasiado pesado para que la grandeza sea considerada un virtud. No es el caso.

Las cuerdas mencionadas que envuelven este trompo tienen velocidades e intensidades diversas, que sin embargo están urdidas para que el espectador las pueda seguir y comprender pausadamente, mientras que en silencio se conforma una imagen compleja, como la de los vitrales de una gran catedral gótica, donde los albañiles medievales aspiraban a capturar el cosmos.

Pero, ¿de qué cosmos estamos hablando? Cada uno podrá interpretarlo a su manera, pero lo que sí está claro es que su evangelio son los parlamentos finales del Tío Vania, donde la estoica Sonia pronuncia las palabras que darán a Kafuku y Misaki un nuevo sentido a sus tribulaciones pasadas y, tal vez, algo de firmeza para enfrentar las que vendrán. Y que la película considera innecesario mostrar.

El epílogo de Drive my Car no parece puesto ahí para cerrar la historia de manera unívoca. En unos pocos minutos, saca la historia de Japón, inserta elementos secundarios de historias secundarias y logra el milagro de separar a Kafuku de su Volvo rojo. El conjunto parece poco creíble si se interpreta como una consecuencia necesaria de lo que ya vimos, pero sí puede tener sentido si se le da un sentido alegórico respecto del crecimiento de Misaki, como personaje y como persona.

La obtención del Oscar como Mejor Película en Lengua no Inglesa y la candidatura a la Mejor Película, coronaron un periplo cargado de reconocimientos en diversas partes del mundo y significaron la consagración internacional de Ryûsuke Hamaguchi. Su carrera anterior ya era de por sí bastante interesante, pero el salto de calidad e impacto global logrado con Drive my Car amerita una explicación. 

Lo notable es que esta se halla en la trama de la misma película: en el clásico de Chejov, en el montaje multicultural que supone un triunfo resonante sobre los riesgos de la traducción y en la convicción casi religiosa de que ciertas piezas –bien tratadas– son comprensibles para todos, y en todo lugar. Como las catedrales.

 

Acerca de...

Título: Doraibu Mai Ca (2021)

Nacionalidad: Japón

Dirigida por: Ryûsuke Hamaguchi

Duración: 2 horas y 59 minutos

Se puede ver en: MUBI

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