Este artículo es parte del newsletter exclusivo La Semana del pasado martes 15 de abril de 2025, y ahora se comparte para todos los lectores.
Ha muerto Mario Vargas Llosa, y ya ha comenzado la vivisección de su figura, entre el brillante novelista y el controvertido intelectual, como si eso fuera posible y contradictorio.
El pivote se genera por el cambio sustantivo de Vargas Llosa en sus posiciones políticas, quien inició su aventura literaria a la vez que militaba en el Partido Comunista de Perú, y logró el reconocimiento universal en 1963 con La ciudad y los perros, a la par que la Revolución Cubana encantaba a la intelectualidad de izquierda mundial y acunaba a la generación del Boom Latinoamericano de literatura, de la cual Vargas Llosa fue uno de sus máximos exponentes. Hasta llegar a ser una de las figuras más relevantes de la derecha liberal latinoamericana, siendo promovido al rango de marqués por parte de la Corona Española en 2011 y habiendo profesado un anti-izquierdismo militante y rabioso.
El cambio de Vargas Llosa -de alabar a los cubanos, a anatemizarlos-, fue, de todos modos, paulatino, pero no el momento en que se produjo el quiebre, el que fue sordo y amargo.
Este se produjo a propósito del caso de Heberto Padilla (1968-1971), un escritor cubano que criticó la Revolución Cubana -desde las plataformas que la propia Revolución había dispuesto para desarrollar un debate cultural, hasta entonces, bastante libre y contraejemplar del modelo soviético-, y quien finalmente luego de días 37 días de desaparición (y señales de tortura, según algunos), apareció realizando una "sentida autocrítica" por cargos contrarrevolucionarios en su contra y denunciando a colegas, entre otros, su esposa, la poeta Belka Cuza Malé.
Era el año 1971, pero la escena recordaba la década de los 30 de las peores y más burdas purgas de Stalin. Algo que puso en jaque a toda la intelectualidad mundial de izquierda, la que se había entusiasmado de manera desbordante por una Revolución Cubana que -hasta entonces- permitía un pluralismo de forma y fondo que la hacía lucir libre, joven y distinta, al punto que conquistó los corazones de la izquierda europea de mayo de 1968, la que vio en el ejemplo de los jóvenes barbudos latinoamericanos -en especial el Che Guevara- un camino distinto al pesado y gris que planteó la Unión Soviética, apenas desestalinizada.
Según se narra en Las Cartas del Boom, que recoge la correspondencia entre Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, el impacto del Caso Padilla fue demoledor al interior de este círculo de escritores jóvenes y de fama mundial.
Cuando el caso empezó, los escritores optaron por dar una batalla interna en contra de estos signos de estalinismo de Cuba, la que para entonces se había aproximado nuevamente a la Unión Soviética -luego de su distanciamiento por la crisis de los misiles de 1962- al apoyarla, aunque con reparos, en su invasión a Checoslovaquia (1968), en un escenario de fracaso de la zafra azucarera que hacía imprescindible el apoyo económico de los soviéticos.
De esta manera actuaron soterradamente bajo el precepto de que no había que dar pábulo a la crítica anti-cubana y confiando en que el peso de sus nombres podría incidir en las decisiones de Fidel Castro, para intentar cambiar el curso de los acontecimientos, con cierta ingenuidad, motivada por cierta nostalgia de los efervescentes años iniciales de la Revolución.
Pero, Vargas Llosa fue haciendo muy tempranamente mutis por el foro, dejando de asistir y contestar a las instancias que los intelectuales de izquierda se daban en La Habana en busca de una inalcanzable conciliación, y comenzando a realizar críticas directas y públicas a Fidel Castro, aunque por la invasión de Checoeslovaquia y no por Padilla.
Julio Cortázar escribe a Mario Vargas Llosa el 31 de enero de 1969, a propósito de la ausencia y el silencio del peruano: "No es fácil resumirte la situación en una carta. Lo que para ti es claro, tus puntos de vista y tus actitudes, se han reflejado de una manera muy diferente en Cuba, con resultados muy penosos para quienes somos tus amigos y nos hemos visto obligados a imaginar tus verdaderas razones a fin de defenderte de los ataques frente a los que eras objeto".
En adelante, los intentos de los amigos de Vargas Llosa por lograr un cambio desde dentro fueron sin éxito. Si con la "sentida autocrítica" no había quedado claro, los resultados del Primer Congreso Nacional de educación y Cultura de Cuba de 1971 (muy cerca de la resolución del Caso Padilla), lo hicieron evidente. En la instancia se delineó una política cultural cubana cercana al realismo y a un latinoamericanismo nacionalista, militante y utilitarista, en el que se hizo además oficial una doctrina anti-homosexual.
En la clausura, el líder de la Revolución Cubana dijo -en clara alusión a Padilla- que habían "ratas intelectuales" y que "por cuestión de principios, hay algunos libros que de los cuales no se debe publicar un solo ejemplar, ni un capítulo, ni una página ¡ni una letra!", refiriéndose a la obra del escritos cubano anatemizado y publicado en La Habana revolucionaria.
Un punto de inflexión que terminó acabando con el proyecto cultural rico y diverso de la primera década de la Revolución Cubana, que hizo -entre otras cosas- de la Casa de las Américas un centro de pensamiento que influyó grandemente en toda la intelectualidad latinoamericana.
Después de eso, poco a poco, Vargas Llosa fue sincerando su total alejamiento de Cuba y del resto del círculo de escritores del Boom -quienes permanecieron más o menos fieles a Cuba hacia afuera y más o menos críticos hacia adentro-, y haciendo público un proceso que transitó de la decepción hacia la aversión por la izquierda, con el correlato del progresivo abrazo de un liberalismo militante cada vez más derechizante.
Vino el golpe de puño de Vargas Llosa a García Márquez tras la exhibición de una película en México en 1976 (más motivada por celos que por política), su candidatura fallida a la Presidencia de Perú (1990), la que de todos modos lo catapultó como un importante pensador político de derecha, y una vida literaria marcada por otras grandes novelas, lo que a la postre le granjeó merecimientos como para recibir el Premio Nobel de Literatura en 2010.
Antes del quiebre por el Caso Padilla, Vargas Llosa escribió -además de La ciudad y los perros (1963)- La Casa Verde (1966) y Conversación en La Catedral (1971). Luego Pantaleón y las visitadoras (1973) y La Tía Julia y el escribidor (1977), periodo en el que algunos analistas dicen que rehuyó la política en su obra literaria. En 1981 escribió La guerra del fin del mundo, en 2000 La fiesta del Chivo y 2010 El sueño del celta, en las que retomó la crítica política, en obras que parecen tener cierta continuidad con su etapa ‘cubana’.
De hecho, si se siguen las revelaciones de Las Cartas del Boom, la idea de hacer un perfil del dictador Rafael Leónidas Trujillo nació de uno de los juegos literarios que se propusieron hacer los autores, en los cuales cada escritor, de cada nacionalidad, haría una especie de perfil novelado de los grandes tiranos de sus países.
Escribe Carlos Fuentes a Mario Vargas Llosa en 1967: "Hablaba anoche con Jorge Edwards y le proponía lo siguiente: un tomo que podría titularse "Los Patriarcas", "Los Padres de las Patrias", "Los Redentores", "Los Benefactores" o algo así. La idea sería escribir una crónica negra de nuestra América. Una profanación de los profanadores, en la que v. g., Edwards haría Balmaceda, Cortázar un Rosas, Amado un Vargas, Roa Bastos un Francia, García Márquez un Gómez, Carpentier un Batista, yo un Santa Ana y tú un Leguía".
La idea de que cada escritor, de cada nacionalidad, perfilara a cada dudoso prohombre (aunque no queda claro, por qué Edwards habría incluido a Balmaceda en esta proterva lista), no fructiferó, pese a que se jugó con ella por años. Al final, Vargas Llosa descartó hablar de Agusto Leguía, y cruzó las fronteras nacionales y el Caribe para realizar su famosa novela La fiesta del Chivo, sobre Rafael Leonidas Trujillo, el dictador dominicano, arquetipo del gorilismo militar latinoamericano. Un arquetipo que siempre despreció, lo que le evitó hacer lo que hiciera Jorge Luis Borges y que le costó el Nobel: ir a congraciarse con Augusto Pinochet (y quedar moralmente descalificado para el máximo galardón).
Es cierto que Vargas Llosa cambió en 180° y hoy la izquierda no llora a uno de sus próceres -como pasó con García Márquez, también Nobel (1982)-, pero también antes lo había hecho Fidel Castro y Cuba, en 1971, al inicio de la UP. De eso se habla menos.
Comentarios
Añadir nuevo comentario