Como una carta dirigida al niño que llegó a su vida a través del sistema de acogida, Pablo Rivera presenta 'Yo también soy tu papá', un libro íntimo sobre una paternidad construida con un profundo compromiso. En sus páginas, el autor relata los aspectos emocionales y legales de una experiencia transformadora: los años compartidos con un hijo que no lleva su apellido, pero que le cambió la vida. A través de escenas cotidianas y audiencias judiciales, Rivera construye un relato humano que desafía las formas tradicionales del significado de la palabra familia.
En un contexto donde las leyes muchas veces no reconocen las experiencias de quienes crían, este libro ofrece una mirada profunda sobre las formas posibles de ejercer la paternidad.
Pablo Rivera es académico, con una trayectoria vinculada a la investigación y la docencia. En 'Yo también soy tu papá', debuta como autor con una escritura que conmueve por su cercanía y que, al mismo tiempo, interpela al sistema legal en torno al cuidado.
"Este libro narra la historia de un hombre que, tras cumplir su rol como cuidador de acogida, debe entregar al niño que tuvo a su cargo. Sin embargo, un giro inesperado en las circunstancias lo enfrenta a una decisión profunda: asumir que el vínculo formado entre ambos podría ser más que transitorio. Una historia sobre afectos que desbordan los procedimientos y sobre la posibilidad de un lazo definitivo nacido del cuidado", menciona Daniel Campusano, editor de La Pollera Ediciones, a cargo de la publicación.
Extracto
Prólogo: El día que cambió todo
11 de enero de 2019. Era un día soleado. En vez de ir a la oficina, esa mañana me quedé en casa para ayudarte a ti y a la señora Carmen a armar tu mochila para el fin de semana. Chiquitito como eras, tus cosas cabrían perfectamente en un espacio pequeño. Y, aunque
el calor del verano santiaguino era intenso, doblamos tres pares de shorts, seis poleras, dos polerones y un par de pantalones largos para el remoto caso de que la tarde refrescara. También un par de zapatos extra y un pijama.
En un estuche chiquito pusimos tu cepillo de dientes, la pasta sabor frutilla y el resto de colonia que quedó en el frasco después del derrame de la semana pasada. La mamadera y la leche en polvo especial en una bolsa separada. Los libros de cuentos para dormir en un sobre de papel. Probamos primero la mochila negra, pero nos dimos cuenta de que no había espacio para tus pañales y el mudador plegable que había prometido enviarle a tu tía Alejandra, la hermana de tu mamá. Era el tercer fin de semana que te quedarías allá y debías acostumbrarte poco a poco a su casa. Así que tuvimos que cambiar todo a la mochila azul. Mientras tú jugabas con los bloques de construcción, hacías amagues de colaboración pero rápidamente volvías a lo tuyo. Pollo, pásame tus pañales, Pollo, ¿qué polera quieres llevar?, Pollo, ¿otra vez sacaste tu mamadera?.
Claro que era un teatro nuestro para hacerte parecer más grande. Tenías apenas un año y nueve meses. La mochila estaba preparada cuando decidí tomar a Nichi, el conejo de peluche que te había traído después de mi último viaje. Siempre te gustó ese conejo
por su pañoleta roja, su gorro azul y, sobre todo, su camisa removible que más de una vez tuve que salvar antes de que la tiraras a la basura. Y fue cuando lo puse dentro de la mochila que comprendiste que te quedarías a dormir fuera de casa.
Empezaste a llorar.
Reclamaste. Te dio la pataleta.
O al menos eso quise ver yo, porque tampoco tenía ganas de que tú durmieras fuera ese fin de semana. La vez anterior había sido dura. El silencio y lo poco que me demoré en limpiar el departamento recordaron tu ausencia. O cuando puse la mesa solo para dos, sin tener que poner tu platito verde sobre el mantel.
Estuve enojado los tres días que estuviste fuera. Me di cuenta por el exceso de comida y vino durante los almuerzos de ese fin de semana. Y porque tampoco quise llamar a mi mamá para no recibir un reproche (un “te lo dije”) porque ella siempre me había advertido lo difícil que sería dejarte ir.
El llanto se calmó cuando la Carmen te convenció de que Nichi solo iría de paseo y que él había querido meterse solito en la mochila. Después fui a contestar algunos
correos y hacer como que trabajaba. Tuve de nuevo tiempo para revisar el papel que yo había firmado, confirmando mi compromiso con los pasos del “enlace” (así denomina el Programa de Familias de Acogida —FAE— el traspaso entre un cuidador y otro). Poco a poco irías quedándote más y más horas en la casa de tu tía Alejandra, con sus niñas y su marido, hasta el día en que ya no volvieras más a este hogar. Ese día, en vez de mochila, tendría que poner todo en una maleta y esperar que no quedara nada atrás, pues de otro modo cada objeto tuyo podría ser un aguijón de melancolía. Tu destino estaba sujeto a una firma que voluntariamente yo había grabado en tres copias de un mismo papel.
Cuando llegó la hora me puse la mochila, agarré tu coche paraguas y nos despedimos de la Carmen. “Hasta el lunes, pórtate bien”, te dijo ella con una sonrisa. Tenías la mirada nerviosa, y te agarrabas de mi cuello sin poner la cabeza en mi hombro. Recibiste el beso sin demasiada convicción. Bajamos los cuatro pisos del edificio por la escalera, como tantos otros días que bajábamos para ir a comprar o andar en el triciclo azul. Caminamos hacia el metro por la calle de siempre. De Manuel Montt a Cerro Blanco nos tomaría 25 minutos, entre las paradas y el cambio de línea. Quería llegar antes que tu tía Alejandra a las oficinas del FAE, para que no hubiera sospecha alguna de que yo no te pensaba entregar.
No alcanzamos a tomar el primer tren, pues no quise bajar corriendo la escalera de la estación. Y mientras esperábamos el siguiente, me llamó tu tía y dijo: “Hoy no podré ir a buscar al niño. No puedo. Disculpen”. Esbocé una respuesta educada. De caballero, como decían en mi colegio. Pero hervía por dentro. No era posible que cambiara las cosas así, sobre todo ahora que ya estaba tan dolido frente a la idea de tener que olvidarte. Dolido de vivir con el miedo a que un día tú me olvidaras. Me dio rabia que alguien de tu familia hiciera eso, que te dejaran ahí, mientras que yo no encontraba la manera de retenerte.
Recordé la escena de la mañana, armando la mochila y buscando la manera de consolarte cuando entendiste que no dormirías con nosotros esa noche.
¿Quién te iba a explicar ahora lo que había pasado?
¿Cómo alguien podía renunciar a la posibilidad de pasar la tarde jugando contigo? ¿Quién era tan necio como para no entender el privilegio que era tenerte?
No tomamos el tren que llegó, ni el siguiente, ni el que vino después.
Volvimos a casa deshaciendo el mismo camino. Subimos los cuatro pisos del edificio por la escalera. Saludamos a la Carmen sorprendida de vernos de vuelta. Sacamos al conejo de la mochila, sin magia alguna. Dejamos el cepillo de dientes de nuevo en el vasito del baño. Guardamos los tres pares de shorts, las seis poleras, los dos polerones y un par de pantalones largos de nuevo en la cómoda. Colgamos la mochila vacía dentro del clóset. Para ti ese paseo tan corto probablemente no significó nada… pero para mí fue
un viaje sin retorno.
Calmando la ira, me abordó de nuevo el mismo miedo que sentía antes de salir de casa. Cierto: para el Estado y su programa de protección de menores yo solo era alguien que cumplía un rol temporal y limitado en la cadena de cuidado y de restitución de derechos. Era un adulto que, sin tener ningún vínculo previo contigo, sería tu cuidador para evitar que te internaran en algún hogar del Sename. “Familia de acogida externa” como le llaman. Un cuidador sin vínculo previo. Pero nada de eso importaba ahora. Me estremecí porque me di cuenta de que quería protegerte. Porque nadie podía tratarte como un mero expediente, nadie podía hacerte sentir abandonado, ninguna persona podía olvidarse nunca de ti. Que nadie jamás te iba a tratar mal, mi pequeño. Tardaría meses en entender por qué tu tía Alejandra hizo lo que hizo, pero para ese entonces yo ya me veía a mí mismo como una persona distinta.
Ese día, cuando tú estabas de nuevo jugando en tu pieza y el conejo estaba acostado en la cama de siempre, me sentí padre tuyo por primera vez.
Lo que sigue es un mensaje que quiero dejarte por escrito. Aunque ya llevamos varios años en esta historia, no sé cuánto tiempo tomará para que tengamos la certeza de que seguiremos siempre juntos. Es 2025 y ya hemos pasado un proceso de adopción fallida, un juicio de cuidados personales que solo ha tenido salidas temporales, e incluso hemos revertido resoluciones legales donde se escribieron mal nuestros nombres.
Por lo mismo, y pese al tiempo transcurrido, nada nos asegura que sigamos viviendo como ahora. Cualquiera sea el caso, la ley establece (al menos hoy) que, si algún día tuviéramos posibilidad de adoptarte, tendríamos que competir con otras familias. Pese a ello, con Francisco nos hemos prometido dar todas las peleas posibles por tu cuidado, aunque las probabilidades legales aseguren poco. Siempre un juez puede mirar desigualmente nuestro matrimonio homosexual con el de otras parejas heterosexuales bien avenidas.
Eso, sin contar que ese mismo juez decida privilegiar a tu familia de origen en todo el proceso, pues, aunque estuvieron tres años en silencio, reaparecieron y han querido hacer valer su derecho a verte. Y frente a la sangre, en Chile, siempre es posible perder.
Por eso quiero escribirte estas páginas.
Dicen que como ha pasado tanto tiempo, cada día, cada mes, cada año que pasas a nuestro lado agrega puntos para que nuestra familia sea legalmente reconocida
algún día como tal. Mientras tanto, debemos hacer acrobacias mentales y espirituales para hacerte sentir nuestro hijo —que es lo que necesitas para crecer sano y seguro— y, al mismo tiempo, prepararte para tu eventual partida. Por eso te contaré esta historia,
que es mi historia, pero que en realidad es la historia de nosotros dos. Porque todo lo que te diré tiene que ver con cómo me he convertido en un papá de facto, y cómo juntos hemos construido una familia que jamás pensé podría existir.
Porque con el correr del tiempo tú me dijiste papá y tuve que aprender a responder a esa mirada, a pesar de que el sistema que dice protegerte vea con sospecha algunos intentos por garantizar que no te irás de esta casa. Porque en el caso de historias como la nuestra, el Estado sigue atendiendo a sus propias lógicas y procedimientos, y a veces olvida cómo pensar el bienestar de las infancias más allá de lo que dicen o piensan los adultos. Te quiero contar, entonces, cómo tratando de ser tu papá, aprendí también a ser padre de mí mismo y a tener la valentía de mirar más allá de lo posible.
Todo padre quiere regalarle siempre algo a sus hijos y, en este caso, mi vanidad me obliga a tratar de ser un ejemplo para ti. Pero superado eso, viene lo que realmente
importa: espero que, contándote esta historia, aprendas también que ha sido el amor que siento por ti aquello que me ha permitido enfrentar la adversidad.
Porque eres el niño más amado. E incluso, si algún día no estás conmigo, seguirás siéndolo. No importa quién te cuide: es gracias a ti que alguien siempre se puede convertir en una mejor versión de sí mismo.
Las páginas que siguen son precisamente para que no olvides esto.
Comentarios
Añadir nuevo comentario