Mientras los camisas negras luchaban contra los camisas rojas en las calles, la situación política del país seguía siendo crítica y, por tanto, favorable a los designios de Mussolini.
En junio de 1920, falto de apoyo político, cayó el gobierno de Francesco Nitti y el rey Víctor Manuel recurrió a Giovanni Giolitti, quien formó su ministerio con una coalición en la que figuraron todos los partidos italianos, menos el comunista. Giolitti mostró una gran pasividad frente a los desmanes y creyó que la mejor manera de sofocar los desórdenes era prestándole ayuda a una de las facciones en lucha, vale decir al fascismo. En su opinión era única manera de detener la amenaza comunista sin comprometer a la nación en una guerra civil.
Así, los camisas negras recibieron armamento entregado por el gobierno y tanto el Ejército como la policía ignoraron las infracciones a la ley que los fascistas cometían a diario y concentraron todo su rigor en contra de la extrema izquierda.
Revisa las entregas anteriores de esta saga "Hace un siglo de la alborada fascista de Benito Mussolini" y "Camisas negras, rojas y azules"
"Pacto de Pacificación"
Tan favorable para Mussolini como el suministro de armas resultó la decisión de Giolitti de poner fin a la aventura de D'Annunzio en Fiume. El día de la nochebuena de 1920, las tropas al mando del general Di Caviglia atacaron aquel puerto dálmata y cuatro días más tarde, tras algunos violentos enfrentamientos, dominaron completamente la situación.
D'Annunzio, que había jurado dramáticamente morir con sus "legionarios" entre las ruinas de la ciudad, entregó pacíficamente su gobierno a un grupo de ciudadanos y se marchó. Con ello, Mussolini no tenía ya ningún adversario directo y de prestigio en la dirección del patriotismo de derecha. Censurado por no haber acudido en auxilio de D'Annunzio, el jefe fascista declaró: "La revolución debe llevarse a cabo con el Ejército, no contra el Ejército; con armamento, no sin él; con fuerzas preparadas, no con turbas indisciplinadas reunidas en la mitad de la calle”.
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Pero, aunque Mussolini anunciaba una revolución con "fuerzas preparadas", muy pocos creían seriamente, a fines de 1920, que los acontecimientos siguieran semejante curso. En enero de 1921 Giolitti dimitió como primer ministro, siendo reemplazado por Ivanoe Bonomi, un socialista moderado, quien no demostró mayor aptitud que sus predecesores en el restablecimiento del orden.
Merced a su elocuencia y persuasiva oratoria, el editor de "Il Popolo d'Italia” no sólo fue confirmado en su cargo, sino que emergió de aquella asamblea como el jefe omnímodo e indiscutible del fascismo, con el título oficial de Duce (Caudìllo).
El pueblo italiano se había hastiado de la violencia imperante en la península durante los 18 meses anteriores. El mismo Mussolini, temiendo que sus partidarios más extremistas, hombres duros y tenaces como Roberto Farinacci, en Cremona; Cesare Rossi, en Milán, y Dino Grandi, en Bolonia, lo obligaran a dar el golpe de Estado antes de que llegara el momento propicio, decidió moderar la marcha del movimiento. Así, entró en negociaciones con Bonomi y el 3 de agosto fue redactado un "pacto de pacificación", suscrito por los socialistas, los jefes de sindicatos y los fascistas. Era una oportuna tregua, antes de que las luchas callejeras desembocaran en una guerra civil de verdad, la que habría dado el poder a los generales de Ejército, con grave daño para el líder fascista.
Destruyen a la izquierda
Mussolini estaba dispuesto a renunciar por el momento al empleo de la violencia, pero muchos de sus seguidores no compartían igual criterio. Las secciones locales de los camisas negras en la Romagna, el Véneto y Reggio Emilia se negaron enérgicamente a atenerse a la tregua y los "squadrisri" continuaron apaleando como antes a sus adversarios casi toda Italia. En Florencia surgió un conato de rebelión y los fascistas disidentes no trepidaron en recordarle a su jefe el pasado. En todas las esquinas de la ciudad aparecieron pasquines en los que se leía: "Quien traiciona una vez, traiciona de nuevo". Para calmar los primeros brotes de furor que cundían contra él, Mussolini dio un nuevo golpe de efecto: el 17 de agosto de 1921 dimitió a su cargo en el Comité Ejecutivo Fascista. Tal como él lo esperaba, reunido el Comité dos días más tarde, rehusó admitir su dimisión, argumentando que un asunto de tanta trascendencia debía debatirse en el seno del Congreso Nacional del Fascismo, que se realizaría próximamente.
El Congreso fascista, celebrado entre los días 6 y 7 de noviembre de 1921, en la Sala de Conciertos Augustea, en Roma, y que convirtió al movimiento en un partido político, constituyó un triunfo rotundo para la consolidación del prestigio de Mussolini. Merced a su elocuencia y persuasiva oratoria, el editor de "Il Popolo d'Italia” no sólo fue confirmado en su cargo, sino que emergió de aquella asamblea como el jefe omnímodo e indiscutible del fascismo, con el título oficial de Duce (Caudìllo). Sin embargo, el jefe fascista debió renunciar a su política de pacificación, la que desde ese momento fue tácitamente abandonada. La lucha callejera organizada y los asaltos de los camisas negras se intensificaron, alcanzando grandes proporciones.
Uno de los cuatro enemigos de Mussolini -la izquierda- había quedado fuera de combate.
El gobierno de Bonomi, incapaz de dominar los desórdenes y la anarquía reinantes en la península, cayó en febrero de 1922. Después de una crisis ministerial que se prolongó casi por un mes, Luigi Facta -un sujeto vacilante y carente de personalidad política- juró como primer ministro. Facta se demostró tan inepto como su antecesor para controlar la situación y siguió apoyando a lo fascistas. Al finalizar el verano europeo de 1922, al precio de cuatro mil muertos y cerca de 40 mil heridos, toda resistencia a los camisas negras había sido vencida. Las fuerzas de izquierda, derrotadas en la calle, hicieron un esfuerzo final: en agosto la Confederación del Trabajo, controlada por los comunistas, proclamó la huelga general, pero este último recurso también fue liquidado por los "squiadristi". Los camisas negras se hicieron cargo de todos los servicios públicos, mientras pelotones de activistas sembraban el terror entre los huelguistas.
Los alcaldes y los concejos municipales de gran número de pueblos y ciudades en que predominaban izquierdistas, fueron violentamente expulsados. En Génova, Bolonia y Milán, los fascistas ocuparon los ayuntamientos y oficinas municipales. Uno de los cuatro enemigos de Mussolini -la izquierda- había quedado fuera de combate.
Giro hacia la monarquía
De los tres enemigos del Duce que permanecían en pie -la monarquía, la Iglesia y el gobierno liberal-, los dos primeros, al menos, no podían ser eliminados con los métodos de los "squadristi". Por lo tanto, Mussolini, quien durante años había hecho alarde de un fiero republicanismo, comenzó a orientar su brújula hacia una posible alianza con el rey. Las razones que lo movían a ello eran de tipo práctico. Las circunstancias de que el Ejército regular hubiera prestado juramento de fidelidad a la corona y a la Casa de Saboya, de que muchos fascistas fueran sentimentalmente monárquicos y, sobre todo, la consideración de que un golpe de Estado respetando el sistema vigente le daría a su régimen una apariencia de legalidad ante los ojos de las potencias extranjeras, convencieron a Mussolini de que era mucho más convincente actuar dentro del ámbito de la monarquía.
Desde el momento en Mussolini proclamó su adhesión al rey, los fascistas no tardaron en recibir el apoyo del Partido Nacional --colectividad que representaba las más rancias tradiciones monárquicas- y en ser acogidos con mucha más simpatía en el seno del Ejército y de la Marina. Con esto Víctor Manuel III -conocido por su hostilidad hacia los camisas negras-, se vio a su vez impedido de tomar partido contra el fascismo. El segundo enemigo potencial del fascismo también estaba bajo control.
Las gachas están listas
Junto con adherir a la monarquía, Mussolini jugó otra carta que le permitió, al mismo tiempo, debilitar la posición del rey y ganarse el apoyo del alto mando del Ejército. Consistió en dejar que sus partidarios prometieran la regencia al duque de Aosta -comandante del III Ejército italiano en la Guerra del Catorce y primo del Rey Víctor Manuel- en caso de que, producido el golpe de Estado fascista, el soberano hiciera honor a su juramento de velar por la Constitución y abdicara. La valiosa adhesión del Duque se materializó en una asamblea organizada en Florencia por el general Italo Balbo, uno de los fascistas más prominentes.
Cuando le fue presentada la perspectiva de la regencia, el noble militar -que desde hacía tiempo se jactaba de que a él le vendría mucho mejor la corona que a su primo- no tuvo el menor inconveniente en ofrecer su más amplia cooperación al movimiento, comprometiéndose a utilizar su influencia para que el Ejército no se opusiera a los planes fascistas. La palabra del duque representaba prácticamente una garantía de que el golpe podía realizarse con éxito. La culminación de estas negociaciones fue un telegrama firmado conjuntamente por los generales De Bono, Fara, Magiotto, Zamboni y Tiby, que fue enviado a Mussolini en Milán. Su contenido no podía ser más elocuente: "Ven. Las gachas (pastas) están listas. La comida está servida. Sólo tienes que sentarte a la mesa".
Cuando Mussolini llegó a Florencia, se encontró con que Balbo había escogido un "Cuadrunvirato" para organizar los preparativos militares para el golpe de Estado. El Duce no tardó en ser informado de que si no accedía a una acción inmediata, "se emprendería la marcha sobre Roma sin él".
Mussolini aprobó los planes trazados y se hizo cargo de la presidencia de la asamblea. Además de Balbo, el Cuadrunvirato estaba integrado por el general De Bono, el general De Vecchi y Michele Bianchi, secretario del Partido Fascista. Los tres primeros eran jefes del Ejército, siendo Bianchi el único civil y probablemente el único fascista convencido de los cuatro. Cuando se sugirió la fecha del 4 de noviembre para dar el golpe, Mussolini la rechazó, pues coincidía con el aniversario de la victoria de Italia en la guerra y no deseaba "estropear un día de conmemoración histórica introduciendo un elemento de actividad revolucionaria".
Finalmente, se acordó marchar sobre Roma el 28 de octubre de 1922. Asimismo, se dispuso que seis días antes, el 22 de octubre, la asamblea, iniciada en Florencia, se reanudaría en el Hotel Vesubio, de Nápoles, para proceder a los últimos detalles de coordinación.
El asalto final
El 22 de octubre de 1922, desde las primeras horas de la mañana, los dirigentes fascistas se congregaron en el Hotel Vesubio y trazaron un plan final, que comprendía cinco etapas.
Primera: al amanecer del 28 de octubre los fascistas se apoderarían de los edificios públicos, teléfonos, estaciones ferroviarias y cuarteles de las principales ciudades de la península.
Segunda: mientras aquellas operaciones tuvieran lugar, tres grande contingentes de camisas negras se reunirían en las cercanías de Roma, en Santa Marinella, a unos 80 kilómetros al nordeste de la capital; en Tívoli, 40 kilómetros al este de Roma; y en Monterotondo, 25 kilómetros río Tíber arriba.
Tercera: el general De Vecchi y Dino Grandi irían a Roma y presentarían un ultimátum al rey y al gobierno, exigiendo la inmediata entrega del poder a los fascistas.
Cuarta: si el ultimátum era rechazado, Roma seria ocupada mediante un ataque por sorpresa y los ministerios asaltados por los camisas negras. Si esta acción conducía a una batalla en la que los fascistas sacaran la peor parte, las fuerzas en Roma se retirarían a Foligno, en donde se les unirían tropas de refuerzo que cubrirían su retirada a través de los Apeninos hacia el valle del Po.
Quinta: se establecería un gobierno fascista en la Italia central; los camisas negras se concentrarían nuevamente, lanzándose en un ataque general sobre Roma.
Los autores del plan fascista preveían tres probables alternativas: la aceptación del ultimátum, seguida del derrumbamiento de toda oposición y el completo éxito del golpe; el rechazo del ultimátum, seguido de la ocupación con éxito de la capital después de una lucha poco intensa; y, por último, la repulsa del ultimátum acompañada de un combate sin fortuna que hiciera degenerar la situación en una guerra civil. La mayoría de ellos confiaba que conseguirían el triunfo sin gran resistencia.
Algunas horas más tarde los fascistas iniciaron su marcha hacia Roma y el asalto final al poder.
Fuentes:
Carlos M. Rama: Revolución social y fascismo en el siglo XX.
John Gunther: Los amos de Europa.
Andrés Nin: El fascismo italiano.
Edwin Harrington, Julio Lanzarotti y Carlos Naudon: Historia del fascismo.
Emil Ludwig: Conversaciones con Mussolini.
Mussolini y el fascismo italiano: Álvaro Lozano.
El nacimiento del fascismo: Ángelo Tasca.
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