Estamos donde tú estás. Síguenos en:

Facebook Youtube Twitter Spotify Instagram

Acceso suscriptores

Jueves, 14 de Agosto de 2025
Biografía

Extracto del libro 'Lou Reed. Catálogo irracional'

Ignacio Julià

En este capítulo Hace tanto frío en Alaska… [Ruta 66, noviembre de 2007], el periodista catalán Ignacio Julià describe el proceso de creación de uno de los discos más reconocidos del cantautor: 'Berlin', obra que este año cumple 50 años, que trata la historia de una pareja sumergida en una relación en decadencia por la violencia y las drogas. El libro de editorial Ander se lanzará en el Boulevard Alameda 333, el sábado 6 de mayo a las 17:30 hrs., en el contexto de la 3ra Feria de las Artes Literarias y Musicales.

¿Qué debería dolerle más? ¿Las fulminantes e injustas críticas que Berlin sufrió en su día o, ahora, la casi unánime opinión positiva ante los conciertos que le trajeron a Europa a principios del pasado verano? Aquellos conciertos vestían de gran ocasión el retorno a la entumecida, sangrante dramaturgia de un álbum único en su especie; lo hacían con el apoyo de secciones de cuerda, viento y coro adolescente, además del guitarrista original Steve Hunter, los decorados de Julian Schnabel y las proyecciones de la hija de este, Lola. Sin embargo, por encima de la fatua celebración de un clásico postergado, prevalecían en aquellas representaciones la excelencia musical y la emoción tajante, el sobrio pero rebosante apoyo orquestal a un rock en los huesos, la directa sencillez de palabras cargadas de una melodramática intensidad rayana en el colapso emocional.

Solo cinco años después de su publicación, le confesaba al periodista inglés Allan Jones: “El modo en que se despreció el álbum supuso la mayor decepción a la que me había encarado en mi vida".

“Siempre me ha gustado mucho Berlin”, declaraba a la televisión británica antes de iniciarse la gira. “Berlin tiene su edad, como la tengo yo. Trabajamos muy duro en la idea de interconectar las canciones y tramar una historia, para que funcionara. Así que ese álbum particular tiene para mí una resonancia especial. Me preocupaba el hecho de que me había gustado entonces, pero, ¿aguantarían las letras? Me preocupaba que fuese quizás un poco melodramático, que el lenguaje no fuese tan bueno como yo pensaba, que quizá podía haberlo hecho mejor o podría mejorarlo si empezaba desde el principio, pero me pareció que estaba bien como estaba…”.

¿Una resonancia especial? Bueno, digámoslo sin más dilación: pese a ser literalmente masacrado en su día (mayormente por la prensa musical anglosajona; la crítica continental fue más comprensiva), Berlin sigue siendo el álbum de Lou Reed favorito de muchos aficionados, aunque sospecho que el aura de grandioso malditismo que lo envuelve (por no hablar de la mórbida materia prima de estas canciones) tiene mucho que ver en esa elección. Fue además el salvavidas del artista neoyorquino cuando más extraviada parecía su carrera, el faro al que dirigirse cuando fallaban las credenciales artísticas: sorprende que desde su estreno en Brooklyn a finales de 2006, la traslación escénica de la tragedia de Caroline y Jim haya sido oficialmente anunciada como la primera representación en vivo de la obra cuando este repertorio fue ampliamente visitado durante sus giras de los setenta, llegando en 1979 a incluir hasta seis canciones del álbum en sus conciertos. 

Resulta pues obvia la importancia del elepé concebido en 1973 por Reed y su productor Bob Ezrin, como lo es la evidencia de que la ceguera crítica de una época concreta nunca aniquila totalmente el curso de una obra maestra, solo lo detiene momentáneamente hasta la llegada de una nueva generación preparada para asumirla. No obstante, Berlin, que cuando se grabó tantos contactos tenía con el pasado reciente de su autor (un adicto a la anfetamina en proceso de romper un breve y errado primer matrimonio), proyectaría una nefasta sombra sobre su futuro tanto a nivel artístico, pues ahora se añadiría la pátina magistral de Berlin a las comparaciones negativas de sus nuevos discos con los de Velvet Underground, como personal, en su relación con el mundo exterior. Solo cinco años después de su publicación, le confesaba al periodista inglés Allan Jones: “El modo en que se despreció el álbum supuso la mayor decepción a la que me había encarado en mi vida. En ese punto cerré las cortinas. Y han permanecido cerradas".

“Tenía que hacer Berlin, de lo contrario me hubiese vuelto loco”, le diría posteriormente a Nick Kent. “Fue un álbum muy doloroso de hacer. No estaba precisamente entusiasmado con Lou Reed y Transformer. El aburrimiento no es la palabra adecuada".

A principios de 1973, Lou Reed disfrutaba por vez primera del éxito que se le había negado desde que a los catorce años registrara su primer single. Su segundo elepé en solitario, Transformer (RCA, 1972), primorosamente producido por David Bowie, le había convertido en el nuevo Rey del Glam gracias a dianas como «Vicious», «Satellite of Love» y, naturalmente, «Walk on the Wild Side». Pero el Fantasma del Rock, como se anunciaba en carteles y publicidades, seguía girando con una banda de tercera, The Tots, que jamás debió haber abandonado el circuito de bares de Long Island. Otra cosa era el terreno discográfico, pues RCA finalmente vislumbraba dividendos en el artista. Tras algunas reuniones, les convenció de la veracidad de todo el asunto, de lo astuto que sería, en vez de una secuela de «Walk on the Wild Side», hacer un magnífico lo que fuera. A cambio tendría que entregarles un álbum en vivo y uno de estudio en la línea de Transformer. Pagó su deuda con Rock’n’roll Animal y Sally Can’t Dance, ambos de 1974.

“Tenía que hacer Berlin, de lo contrario me hubiese vuelto loco”, le diría posteriormente a Nick Kent. “Fue un álbum muy doloroso de hacer. No estaba precisamente entusiasmado con Lou Reed y Transformer. El aburrimiento no es la palabra adecuada; sabía que las cosas no iban bien y estaba expectante. Fue como mi matrimonio, una suerte de acto pesimista; no tenía otra cosa que hacer en aquel momento”.

Distanciado de Bowie tras el éxito internacional de Transformer, Reed accede —por sugerencia de su representante Dennis Katz— a contratar como productor al canadiense Bob Ezrin. Factótum de los éxitos de Alice Cooper, a quien Reed despreciaba por haber hecho morboso espectáculo de la decadencia, Ezrin contaba solo veinticuatro años y había producido una versión del «Rock’n’roll» de Velvet Underground para Mitch Ryder y su efímera banda Detroit (búscala en el álbum homónimo de 1971, debut discográfico de Steve Hunter). Este fue el dato que le ganó la inmediata simpatía del cantante unos meses antes, al hacer Ezrin una visita de potencial cliente a los estudios londinenses Trident mientras Reed y Bowie trabajaban en el álbum transformista. 

“Cuando nos juntamos por primera vez, me tocó algunas de sus nuevas canciones”, declaró hace unos meses Ezrin a Uncut. “Yo pensé: Esto es bueno, pero ¿y si hiciésemos algo que contara una historia completa a lo largo de un álbum? Por ejemplo, esa joven pareja en la canción «Berlin», ¿qué les ocurrió? Debí pulsar el botón correcto. Se fue de mi casa y un mes más tarde tenía escritas casi todas las canciones”. Revisando las mismas (hay que decir que cuatro de ellas provenían de los restos de Velvet Underground), Ezrin sugiere que las una en una historia hecha de imágenes cinematográficas, “a film for the ears” [una película para el oído], como rezaría el eslogan. La idea de Ezrin era utilizar ese subtexto que la música de cine aporta a una película para envolver el drama. 

De la época es también esta declaración de Reed, citada por Victor Bockris en su biografía del neoyorquino: “Se trata del tipo de planteamiento que utilizarías en poesía. En vez de establecer una división entre lo que es una canción pop y una historia real o un poema real, las fundí para que esa división no existiera".

Como explicó en 1973 a la revista Circus: “Los jóvenes ya no se interesan por la realidad, sino por la realidad fílmica. Y ya no pueden tragarse esa realidad fílmica sin música de fondo, sin un subtexto. La música es lo que realmente le da un significado a una escena. Hoy los jóvenes ya ni siquiera necesitan las películas, han visto demasiadas. Dado que el subtexto puede usarse como único mecanismo para resaltar la emoción, y dado que Lou sabe cómo crear personajes y una historia, decidimos hacer una película sin imágenes”.

De la época es también esta declaración de Reed, citada por Victor Bockris en su biografía del neoyorquino: “Se trata del tipo de planteamiento que utilizarías en poesía. En vez de establecer una división entre lo que es una canción pop y una historia real o un poema real, las fundí para que esa división no existiera. El placer que me proporcionaba escribir un cuento o un poema realmente buenos no se diferenciaba del que me producía escribir una canción. Junté las dos cosas y conseguí que funcionara como un todo. Si lo piensas, tiene mucho sentido”.

El problema, en cualquier caso, no fue fundir la canción y la narrativa, sino fundamentar esa fusión en la cruel historia de desamor que viven Jim y Caroline, dos norteamericanos expatriados en la ciudad del muro, pues el relato se quiere contemporáneo al álbum. Ella es una viciosa ninfómana que desatiende a su prole y le engaña con cualquiera… un sargento negro, una amiguita parisina, un galés llegado de la India…; él un adicto a la anfetamina, herido en su cuestionada virilidad, que adoptará el papel de gélido narrador. Ambos se enzarzan en una descendente espiral de celos, violencia, excesos y odio que desembocará en el suicidio de ella. La libido disparada por las drogas, al amanecer los nervios a flor de piel, la sangre reseca en las sábanas. Qué triste canción…

“Tras comenzar a abrirse paso por el oscuro túnel de algunas de sus más grandes composiciones, salió a la superficie un Reed más duro y frío”, escribe Bockris en la citada biografía. “Lo que hacía destacable esta obra era que, a pesar de describirse a sí mismo como un caso de psiquiátrico, también se estaba presentando como un pionero del dolor; alguien dispuesto a correr riesgos para recuperar las imágenes de su vida y convertirlas en arte”.

Reed y Ezrin aterrizan en Londres el 23 de junio de 1973. Tienen reservados los Morgan Studios, en Willesden, del 25 de junio al 15 de julio. Según presupuesto, el álbum deberá completarse en doce días, por lo que Ezrin dedicará de catorce a veinte horas diarias a la monumental producción. La razón de este apremio es que han contratado a músicos de primera división: Jack Bruce, quien leyó detenidamente las letras antes de crear sus partes, tocó el bajo; Steve Winwood, el órgano; Steve Hunter y Dick Wagner, las guitarras (aunque éste último solo toca rítmica en una canción, como desveló Hunter, ambos participarían en la posterior gira de la que surgió Rock’n’roll Animal ); Michael y Randy Brecker el saxo y la trompeta respectivamente; B.J. Wilson (Procol Harum) y Aynsley Dunbar (Bluesbreakers) la batería. Los arreglos corrieron a cargo de Ezrin —que también hizo coros, tocó piano y mellotron— y Allan MacMillan.

El estremecedor autorretrato de un adicto al speed («How Do You Think It Feels», un estoico rock que, lanzado como single, poco tenía que hacer entre los que todavía tarareaban «Perfect Day») y una prolongada, monotemática letanía de resentimiento («Oh, Jim»).

“Empezamos solo con Lou, pero luego, siempre que tenía la oportunidad, introducía algún elemento europeo”, explicó Ezrin a Circus. “Intentaba darle un tono a lo Kurt Weill, que fuese al mismo tiempo contemporáneo y europeo, pero también resultara comercial. A lo largo de todo el álbum se escucha esa combinación europeo-americana. Y, a nivel de sonido, creé una especie de cuna. Si escuchas detenidamente verás que en todas las canciones se visualiza una U. Está hecha de batería a ambos lados y el bajo en el fondo. En el centro mismo está la voz, contando la historia, así que el bajo de Jack y las baterías de B.J. y Aynsley se concentran en sostener el argumento. No encontrarás ningún segmento impulsado por una guitarra rítmica. El resto es música de fondo, un subtexto arreglado por mí para estimular en el oyente sentimientos e imágenes”.

Ese carácter cinematográfico se impone desde la efectista cháchara con que se inicia el álbum, disipándose en un fragmento del tema «Berlin» (incluido en su primer álbum Lou Reed (RCA, 1972) en una versión que no le satisfacía, donde ella era más Lauren Bacall que Marlene Dietrich), hasta la inolvidable gran escena final que levanta «Sad Song». Entre ambos temas, el devastador retrato introductorio de la heroína y sus circunstancias («Lady Day»), un mordaz manifiesto de situación social («Men of Good Fortune») y otro de menoscabada hombría («Caroline Says»). El estremecedor autorretrato de un adicto a al speed («How Do You Think It Feels», un estoico rock que, lanzado como single, poco tenía que hacer entre los que todavía tarareaban «Perfect Day») y una prolongada, monotemática letanía de resentimiento («Oh, Jim»). La segunda cara del elepé original, que se iniciaba con posiblemente la más glacial balada que haya dado el rock («Caroline Says II»), proseguía con el distante recuento de la pérdida de sus hijos a manos de los asistentes sociales («The Kids») y la malsana observación del lugar donde ella se había cortado las venas («The Bed»). 

Escuchado de cabo a rabo, el drama atrapa sin posibilidad de resbalar hacia la parodia pues, cuando salta el resorte defensivo del humor, la sonrisa se te hiela en los labios. Resumido en un párrafo como el anterior, obliga a preguntarse: ¿en qué estarían pensando? Cuando aparece el álbum en julio de 1973, la radio emite éxitos de Roberta Flack, Elton John, Tony Orlando y Wings, pero, siempre contrario a la corriente principal, Reed ha hipnotizado a Ezrin y ambos han erigido una imponente catedral en devoción al Mal Rollo. Cuando en un reportaje previo Rolling Stone anunciaba ingenuamente, “No resulta exagerado decir que Berlin será el Sgt. Pepper’s de los setenta”, no tenían ni idea que sería más bien el último estertor agónico de los floridos sesenta, o, como escribe el poeta Jeremy Reed, “un correctivo inusualmente sombrío aplicado a la temática glitter”.

John Rockwell, quien escribió en The New York Times: “El fondo está arropado con los atavíos del rock, pero la forma es más operística y cinemática que estrictamente musical en el sentido pop tradicional, y los sentimientos descritos son enteramente personales".

Las críticas no fueron benevolentes (“un desastre”, “un álbum completamente desprovisto de esperanza”, “quizás el álbum más deprimente jamás hecho”) y, hasta a la previamente interesada Rolling Stone, se le derramó el vitriolo. En su reseña del álbum, un tal Stephen Davis sentenciaba molesto: “Hay ciertos discos que son tan patentemente ofensivos que uno desearía tomarse algún tipo de venganza física en los artistas que los han perpetrado”. En una posterior crítica de desagravio, en la misma publicación, Timothy Ferris alegaba: “Berlin es amargo, inexorable, y uno de los álbumes conceptuales más logrados que se puedan escuchar. Lo bonito no tiene nada que ver con el arte, ni tampoco el buen gusto, los buenos modales o la moralidad”.

“Si a la gente no le gusta Berlin, ¡es porque es demasiado real!”, contraatacaba un dolido Reed. “No es como un programa de televisión, en el que las desgracias de la gente resultan tolerables. La vida no es así. Y este álbum tampoco”.

Pero algunos cronistas, quizá más cultos que el típico crítico de rock de la época para quien todo empezaba y acababa en el blues, supieron ver a través de los embelesados cortinajes de la tragedia. Como John Rockwell, quien escribió en The New York Times: “El fondo está arropado con los atavíos del rock, pero la forma es más operística y cinemática que estrictamente musical en el sentido pop tradicional, y los sentimientos descritos son enteramente personales. Mientras que otros danzan y juegan a provocar una aureola de provocación sexual, Reed es fríamente real. Berlin es la saga típicamente onírica de una relación amorosa sadomasoquista ambientada en el Berlín contemporáneo. Pero lo contemporáneo se enriquece gracias al sutil reconocimiento de Brecht y de Weill, y el potencial sensacionalismo del argumento queda serenamente contrarrestado por una especie de flemática desesperación. Es, asombrosa e inesperadamente, uno de los discos rock más poderosos y originales que se han hecho en años”.

El problema congénito de Berlin, en mi opinión, es que, como ficción, pese a presentarse del modo más estilizado posible, mostraba excesivos rasgos de realidad. Autobiográfico o no, que cada cual saque su conclusión, la realidad es que en enero de 1973 Lou Reed se había casado con Bettye Kronstadt, en principio, según él, “una princesa, judía, hogareña”. La relación, que todos a su alrededor esperaban trajera estabilidad a la desvariada existencia del músico, pronto decayó en una perpetua borrachera a dúo aliñada con píldoras de todos los colores. Dicen que él la maltrataba, que ella no sabía dónde se había metido. Durante una discusión, ella le amenazó con una cuchilla de afeitar e intentó cortarse las venas, hecho que él desdeñaría públicamente. Su fugaz matrimonio se desmoronaba y se hace difícil negar que, directa o indirectamente, inspirase las canciones. Durante la gira de presentación del álbum, Reed repentinamente deja de hablarle, y ese mismo otoño Bettye obtiene el divorcio. 

Según declaró Ezrin a Uncut: “Esta clase de rabia no provenía de algún lugar inventado. Surgía de lo más profundo de la psique de Lou. Todos hemos pasado por relaciones en las que nuestras parejas nos han decepcionado y herido, y nosotros hemos querido hacerles daño”. 

Cuando en RCA escuchan lo que están financiando deciden que la idea original, un álbum doble, es inviable y Ezrin tiene que ponerse a la tarea de recortar catorce minutos de música, desechando muchas de las intros y codas musicales que hilvanaban las canciones.

Si bien estas circunstancias explican hasta cierto punto el fondo de la cuestión, un núcleo autobiográfico que naturalmente el autor negará rotundamente hasta el presente (“A eso se le llama escribir. No sé lo cerca que estaba de esos personajes. Son amalgamas. Te diré una cosa, es tan real como quieras. ¿Es verdad? Cada palabra es cierta”; Reed a Uncut), no desvelan el principal motivo de su ambigüedad y frialdad. “Reed es fríamente real”, escribió Rockwell; “un Reed más duro y frío”, repite Bockris; y es ese desapego del observador, expresado en frases desganadamente lacerantes (“But me, I just don’t care at all” o “And I said, oh, oh, oh, oh, oh, oh, oh, what a feeling”), lo que verdaderamente horripila en Berlin; no las desventuras sadomasoquistas de los protagonistas, no las resacas psíquicas que suceden a los excesos carnales, no la entumecida respuesta de ella (“You can hit me all you want to, but I don’t love you anymore”).

¿Es posible ser así de impávido (y amoral, aunque ese término resulte ya inútil) ante la carne trémula y eventualmente la ausencia del ser querido? Sí, si a uno le han tratado con electrochoques en su adolescencia para evitar desviaciones de la norma —sexual, social— como le ocurrió a un adolescente Lou Reed en los años cincuenta, tratamiento que afectaría para siempre su capacidad de memoria y afecto. Sí, si uno lleva años abusando de la anfetamina, que acelera los procesos fisiológicos a cambio de alejarte de la realidad objetiva y aniquilar cualquier emoción primaria. Sí, si como se chivó uno de los músicos, el cantante necesitaba ahogarse en whisky y química para entrar en los personajes y entonar/recitar sus diálogos (no falta quien ha visto en esa dualidad Jim/Caroline trazos de la irreconciliable bisexualidad de Reed en aquella época). Tanta entrega sin duda les pasaría factura, incluso antes de la publicación del álbum.

Cuando en RCA escuchan lo que están financiando deciden que la idea original, un álbum doble, es inviable y Ezrin tiene que ponerse a la tarea de recortar catorce minutos de música, desechando muchas de las intros y codas musicales que hilvanaban las canciones. El joven productor, que ha descubierto la heroína durante la grabación, acabará tan quemado que al regresar a Toronto sufre un colapso nervioso y debe ser hospitalizado por agotamiento físico y psíquico.

“Ezrin y yo teníamos grandes ambiciones para el disco”, reconoce hoy Reed. “Pensábamos que a lo mejor tendríamos la oportunidad de llevarlo a los escenarios, sacarlo de los dominios de un álbum rock y trasladarlo al teatro, pero la reacción fue tan terrible que ahí se acabó todo. Iros a casa. Adiós. Sois un fracaso, tíos”. 

Lou Reed’s Berlin quedará como sencillo testimonio de la restauración pública de una obra con la que su autor había tocado techo y al tiempo fondo. Ni Lou Reed es el mismo hoy, ni el público que ha aplaudido estas representaciones es el de 1973.

Han transcurrido treinta y tres años. El pintor Julian Schnabel, que se obsesionó con el álbum tras utilizarlo como paliativo de su propio divorcio, pertenece a ese círculo de oyentes que conservan Berlin como fetiche íntimo: “Este disco era la encarnación de las hermanas oscuras del amor: los celos, la rabia, la pérdida. Quizás sea el disco más romántico jamás hecho”.

Él fue uno de los instigadores de su reivindicación escénica (como lo fue en su día de Songs for Drella (Sire, 1990), la obra de Reed y Cale sobre Warhol), un espectáculo que ha convertido en película documental cuyo estreno en nuestro país tuvo lugar en el pasado festival de San Sebastián, ciudad donde Schnabel tiene residencia. Rodada cámara al hombro, centrada fehacientemente en el discurso musical, solo adornada por las filmaciones de Lola Schnabel, protagonizadas por Emmanuelle Seigner, esposa de Roman Polanski (quien, ironías de la vida, fue mentado por Reed en los setenta como el director idóneo para llevar el elepé a la escena o la pantalla), Lou Reed’s Berlin quedará como sencillo testimonio de la restauración pública de una obra con la que su autor había tocado techo y al tiempo fondo. Ni Lou Reed es el mismo hoy, ni el público que ha aplaudido estas representaciones es el de 1973, se mantiene empero la fuerza expresiva de una obra de arte que, tres décadas después de su concepción, finalmente ha encontrado un eco que ya no es únicamente el de la historia.

En este artículo



Los Más

Ya que estás aquí, te queremos invitar a ser parte de Interferencia. Suscríbete. Gracias a lectores como tú, financiamos un periodismo libre e independiente. Te quedan artículos gratuitos este mes.

En este artículo



Los Más

Comentarios

Comentarios

Añadir nuevo comentario