La primera vez que oí hablar de John Searle no fue en clases de lingüística, sino en clases de literatura; particularmente en una sobre la obra de Enrique Lihn que dirigía Carmen Foxley en el viejo edificio de Filosofía y Humanidades. Carmen Foxley empezó a hablar de la pragmática: la idea de que las palabras no solo dicen cosas, sino que también hacen cosas. Esta corriente parecía ser una forma de escape del textualismo del estructuralismo, una vía que también había intentado el postestructuralismo, pero que a Foxley no le parecía la más adecuada. De este modo, Carmen Foxley fue una de las primeras estudiosas de la literatura que intentó instalar la pragmática como un modelo teórico alternativo al estructuralismo y, de alguna manera, a los postestructuralismos que estaban en boga a principios de los noventa.
En esos días con la profesora Foxley aprendimos sobre John Austin y John Searle. Austin había escrito un texto muy importante en 1959 llamado Cómo hacer cosas con palabras, y Searle había escrito en 1969 otro texto titulado Actos de habla. Los actos de habla eran la forma en que las palabras nos permitían prometer o comprometernos, haciendo que no solo fueran algo que dice cosas, sino algo que permite la interacción entre personas. Recuerdo que, mientras se hablaba de esto, miré hacia la parte de arriba de la sala y vi un cartel que decía “Mechones, van a morir”, y le comenté a la profesora: “Bueno, eso parece ser un acto de habla”. Ella me respondió: “Claro, tiene toda la razón, eso es un acto de habla porque es una amenaza”. Un semestre más tarde, en la línea de lingüística, volvimos a estudiar a Austin, a Searle y también a Grice y a otros teóricos de la pragmática, como Sperber y Wilson. Searle se convirtió en una especie de estrella porque, como ya mencioné, permitía escapar del textualismo al que estaban acostumbradas tanto la lingüística como la literatura, y demostraba que la semántica no era suficiente para entender cómo interactuamos los seres humanos.
El gran impacto de John Searle en Chile no se daría necesariamente entre los estudiantes de las complejidades de la lingüística y la literatura, sino entre los de Educación Media. A fines de los años noventa, con la reforma educacional, apareció el planteamiento de cambiar el currículum de la asignatura “Castellano”, que pasaría a llamarse “Lenguaje y Comunicación”. Guillermo Soto, entre otros, incorporó la teoría de los actos de habla de Searle como materia obligatoria para tercero y cuarto medio, en los libros de texto. La idea estaba vinculada simbólicamente tanto al reconocimiento de la dictadura como al florecimiento de la nueva democracia. Así, los actos de habla se convirtieron en materia obligada del colegio e incluso se preguntaban posteriormente en la Prueba de Aptitud Académica y la PSU, convirtiendo a Searle en uno de los personajes lingüísticos más importantes para varias generaciones en Chile.
Muchos años antes de eso, la profesora Aura Bocaz ya lo había traído a un congreso junto a investigadores tan importantes como Charles Fillmore, Ilya Prigogine y Humberto Maturana. Searle vino y dio un par de conferencias. La profesora Bocaz solía decir que ese era el momento en que habían “venido los grandes”. Recuerdo una anécdota curiosa respecto de Searle, en que el profesor Guido Vallejos tuvo que llevarlo de vuelta al aeropuerto y Searle había escuchado recientemente la conferencia que le correspondía a Humberto Maturana. Guido Vallejos dijo que Searle se fue mascullando en el auto durante todo el viaje para sus adentros “Maturana is fake, Maturana is fake, Maturana is fake".
Debió ser cerca del año 2000 cuando leí El redescubrimiento de la mente de John Searle —cuando mi amiga Natalia García me lo regaló para mi cumpleaños—, un libro publicado en inglés a principios de los noventa y recién traducido al castellano. Lo leí con mucho ahínco, pues las ciencias cognitivas me entusiasmaban desde mis clases de psicolingüística en 1995-1996 con la profesora Bocaz. El libro de Searle cuestionaba la teoría dominante en Ciencias Cognitivas de las últimas décadas: el computacionalismo, desarrollado por Noam Chomsky y la Inteligencia Artificial, que postulaba que la mente era un computador que sigue reglas y representaciones. Searle discutía esto fundamentalmente porque decía que los símbolos eran simplemente cadenas que se reinterpretaban y reescribían según reglas computacionales, sin que hubiera ningún significado detrás; por lo tanto, no había ni semántica ni pragmática.
Un lustro más tarde, aproximadamente, me daría cuenta de que ese libro era un desarrollo más extenso de su mayor aporte al pensamiento de fines del siglo XX: la hipótesis de la habitación china. Este era un argumento en contra de las teorías computacionalistas y una respuesta al test de Turing. Searle planteó que un computador que chatea con un humano —como en el Test de Turing— resultaba equivalente a una persona encerrada en una habitación que, sin saber nada de chino, recibe preguntas en ese idioma por debajo de la puerta y, buscando en libros de reglas, encuentra la respuesta adecuada para responder. Ni la habitación ni la persona sabían chino; por lo tanto, la manipulación de símbolos no es capaz de resolver el tema fundamental de la conciencia y el significado.
Esta fue una de las hipótesis fundamentales que desbarató a la Ciencia Cognitiva Clásica y supuso el golpe final para esas teorías. Al mismo tiempo, Searle discutía con las teorías de Redes Neuronales, a las que acusaba de simplemente abrir la “caja negra” del conductismo para encontrar múltiples “cajitas” en su interior (los nodos de las redes), sin resolver el problema de fondo. La Ciencia Cognitiva que surgió después —la de las 4E— le debe mucho a sus argumentos; y corrientes como el corporalismo y las teorías de Lakoff, Johnson, y contraintuitivamente, también Maturana y Varela definen el campo hasta nuestros días. De esa manera, Searle fue uno de los cerebros más brillantes de finales del siglo XX y ayudó a entender el funcionamiento de la mente de una manera sumamente sutil.
En sus últimos años, fue acusado de acoso sexual por múltiples personas, y le fueron retiradas su cátedra y su condición de profesor emérito de Berkeley. Pasó los últimos meses de su vida en un asilo, prácticamente olvidado. Es algo en lo que hay que pensar, porque las historias a veces son más complejas y todo tiene luces y, a veces, sombras muy oscuras.
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