Me parece más un mal que un bien tratar del trabajo de la mujer como de un tema feminista. Es preferible enfrentarlo lisa y llanamente como un problema del trabajo a secas.
En Chile, país pobre, la mujer se ha incorporado a casi todas las profesiones y oficios; la necesidad no le dejó el lujo de escoger y la legislación del trabajo por sexos no madura todavía en el mundo para evitarle aquellas labores tremendas que estropean en la niña a la moza y en esta a la madre. Así, aunque nuestras mujeres no bajen aún a las minas, ni rompan piedras en las canteras, el hecho es que ya se han dado a labores viriles y a más de una brutal. Tengo delante de los ojos todavía a un grupo de mujeres que limpiaban la vía férrea en Combarbalá después de un derrumbe y bajo un sol de fuego.
Nuestra famosa civilización no ha sabido vigilar sobre la preservación de la madre. Se habría necesitado liberar de la miseria a toda mujer que cría o que educa cuando el padre falta o ha abandonado a los suyos, siguiendo vicios, cosa esta más común en Chile que en cualquier tierra que yo conozca.
La situación actual de Chile y en buena parte del Pacífico, es la de que la mujer se ha incorporado ya, y en masa, a todas las formas de trabajo donde se la tolera o se la busca. Ya no es cuestión de que nos hablen de un “mejoramiento en los salarios femeninos”, sino lisa y llanamente de pedir la nivelación de los jornales para los dos sexos. A igual horario y a igual género de labor, paga común. Sieguen muchachos y muchachas en el campo argentino, hagan de mandaderos los niños o las niñas, vendimien hombres o viejas, en el Valle de Aconcagua, el oficio no tiene cara y no para mientes entre barbar y bucles, es el Trabajo en concreto y en abstracto con mayúscula. ¿Quién puede tartamudear siquiera una razón contraria a este derecho recto y claro como la espada?
En mi viaje último por la América del Sur, pedí a varias dirigentes feministas que me averiguasen los salarios de nuestras mujeres en las fábricas y en el campo, porque bien me sé la vieja inequidad y conozco esta vergüenza desde que tenía siete años y veía las pagas dobles en el fondo. Mis amigas de Chile no me ayudaron, pero otras del Pacífico han contestado. Mis gracias por esas respuestas que queman las manos y que redundan más o menos en lo que sigue. Las obreras industriales han visto subir sus salarios en las ciudades pero la nivelación está muy lejos todavía. Las trabajadoras del campo viven todavía del absurdo que bueno es llamar delito: su jornal, en algunos países es la mitad del masculino sin que haya diferencia alguna en la faena la cual deje margen a una excusa o mixtificación en los puntos más celados por la austeridad o donde los patrones no son señores del siglo XI, el desequilibrio de las pagas es de un tercio. Esto es el tope de la justicia social en las zonas favorecidas.
El campo representa, yo me lo sé bien, el lugar donde la América del Sur tiene a su gente más digna y pura, y en donde la abandona del más raso desamparo. El campo criollo resulta por eso a la vez nuestra honra y nuestra vergüenza.
Pero no se vaya a creer que la plana peor del problema es la de solo el trabajo agrícola. En ciudades del Pacífico y del Caribe que se tienen por modernas, el comercio ha adoptado la tábula africana del medio salario para sus empleadas, sin dar más razón que la del sexo y la abundancia de la oferta. “Son muchas las mujeres que quieren trabajar, dicen los jefes de empresa, y un hombre ‘luce’ más en un escritorio: le da más tono al negocio…”.
Con lo cual tenemos otra vez delante, galvanizando, el esperpento medieval, con lo cual el sexo femenino sigue siendo en cierta manera, una jettatura para el trabajo y una condición más propicia para la vida galante…
Va más lejos todavía la vieja lepra oriental. En muchos colegios privados de la América criolla se mantiene la calificación sin apelativo de maestros y maestras y de este modo, la hora de clases se gobierna por ley en vez del trabajo; el sexo es una categoría en sí.
Pero la lonja más fea de la historia negra que voy contando la da el servicio doméstico. No hay hotel europeo o americano donde yo me aloje en el que no indague clara o mañosamente cómo anda este asunto de las pagas maniqueas, es decir, contrastadas. A menos de que se trate de país nórdico o sajón, el hábito hace siempre su zancadilla a la ley, y la deja entera e inútil como una nuez vana. La camarera puede ser excelente, hacer camas y barridos irreprochablemente, dar óptimo trato a los clientes, que de todas maneras el camarero la aventajará en soldada, y en una proporción muchas veces escandalosa. Y me tengo de contar con dolor que nuestras viajeras criollas, al pagar las propinas de sus sirvientes de barco y otro hotel se portan en esto como hombres, nada menos que eso. Las he visto rematar la eterna injusticia con la mayor naturalidad, como que siguen una costumbre y no hay opio igual al de la costumbre para adormilar la consciencia. También ellas, mujeres, viven la superstición del sexo: temen degradar al mozo con una magra paga y para la camarera que les sirvió con paciencia y hasta con cierta ternura, llegarán al filo del mínimum, seguras de que esa mujer, no les pondrá cara ácida ni les va a dar un bochorno en el hall lleno de gente. Aquí lo de la soga propia apretando más que la ajena.
Cuando las veo dosear las propinas, ¡ay, cuántas cosas veo detrás de esa mano ladina! Miro la masa de nuestras sirvientas criollas que ganan de veinte a cincuenta pesos, veo la muchedumbre indecible de nuestras “chinas” que yo me tengo por las mejores que produce nuestra injusta América y a las que he contado y puesto en lugar donde queden para un archivo de la costumbre criolla.
Nosotros, gente del Pacífico, no podemos hablar de feminismo mientras tratemos a lo paganas a esas criaturas cuya estampa suele valer para un santoral; mientras vivamos junto con nuestras chinas en romanas del Imperio o en gamas negreras de Virginia o en reyezuelas hindúes.
Y ahora vamos a la calidad del trabajo mujeril.
No vivimos ya los tiempos en que nosotras trabajábamos según los aprendices del Medioevo, o tartamudeando un oficio, es decir, “chamboneando” hasta llegar el meollo del aprendizaje y ser válidas. Ha corrido mucha agua bajo los puentes desde cuando hacíamos nuestros tanteos ingenuos y nos toleraban en los talleres de la nación, o sea en los oficios a título de prueba. Nuestra habilidad agraria, artesana o profesional se ha triplicado. La mujer tiene como un adobo del pudor, el pundonor; ella ha sabido que debía merecer su promoción y se ha puesto a hacer para merecer; ella ha quemado las etapas lentas y en muchos casos hoy día rebosa su capacidad para dar testimonio rotundo que acalle el regateo de su valor.
Hasta algo más que eficiencia en la obra mujeril de Chile: hay en ella estas dos virtudes capitales: la generosidad –el rebose que dije– y el primor. En el personal de un colegio, por ejemplo, es la mujer quien va más allá del horario y no se escapa al son de la campanilla, como un peón de paga. Y he oído contar a los médicos que, entre los enfermeros, es la mujer quien no se contenta con gobernar las dietas, aplicar las vendas y celar las medicinas. Ella es quien se acuerda de llevar al enfermo los imponderables de la confortación, la alegría y el cariño, que suelen doblar la virtud de los fosfatos y las sales. Imponderables son esos que en los hospitales valen por el radium.
En cuanto a las empleadas de oficina bancaria o comercial, el escritorio de las mujeres será allí el más pulcro y su trato de los clientes, el más cordial. Inútil buscar en un bureau la marca de la clase; la fineza no corresponde allí el apellido ni aun a la educación profesional, es mujeril y por esto, delicado y ligero, es la champaña de su bondad alegre, grato de gustar y de ver.
La jornada de la enfermera, doble como la cara de los tejidos finos para quien sabe palpar también la jornada de la maestra rural, de la nodriza, manejadoras todas ellas del cuerpo y el alma de la raza y más autoras de lo que se sabe de nuestra fuerza y de nuestra dicha.
Cada viajero que demora en Chile hablará de vuelta a Europa, de las mujeres extraordinarias que trató en Santiago o en Concepción. El hombre de paso no llegó a las haciendas o a las aldeas; de haber alcanzado hasta allá se pasmaría al constatar esto: lo poco que hay de espiritualidad en el campo feliz del Pacífico, es la mujer quien lo pone y lo nutre. Tierra adentro, todo sería, sin ella, brutalidad y hastío, simple barbarie. Andan las manos del mujerío en la hortaliza, en la viña luciente, en el durazno desmalezado, y en cuando se entra a las casas, anda ese mismo primor en mantelería, en macetas y dulces, en la dulzura del ambiente doméstico, que regalonea al extraño igual que al dueño de casa. Primor no quiere decir aquí coquetería ni preciosismo, dice escrúpulo, cuido y un filtro de calidad.
El feminismo del Presidente de Chile, que unos alaban y otros le ríen, viene de su puro sentido realista. Ha visto la vida nacional en sus vericuetos de ciudad y campo, yendo y viniendo del Congreso al Liceo, y del hogar al de los amigos, conoció el milagro racial del mujerío que en no más de veinte años se escardó de ignorancia, de negligencia y de lentitud. Lo ha visto tirar a gran prisa sus sedimentos coloniales y volverse criatura ajetreada, gobernante de maquinarias, fojeadora de libros y diarios, seria y responsable.
Hay que responder con algo más que la legislación escrita a este hecho tan ancho y cumplido: aunque el Código de Trabajo hable de obreros o de campesinos cubriendo así a los dos sexos, la costumbre perversa sigue haciendo de las suyas y pagando a esas mujeres según su antojo, es decir, lo menos posible.
Bueno será trabajar fuerte y duro en el año o los dos años que vienen, porque viene hacia nosotros con el paso de palomas que dijo Nietzsche, consejero de la astucia, un gran reflujo del Medioevo –del malo– hacia nosotros. Y no viene traído solamente rebrote de hongos, el viejo concepto que habíamos roto de que la mujer vuelva a pelar sus patatas y a hacer mistelas o zurcir calza. Como si la madre dejada por el vagabundo o el ebrio tuviese patatas que mondar y como si la hermana con niños a su cargo pueda pensar en las mistelas de una casa a la cual no llega la carne y donde no huele el pan.
Repechando mi memoria, cargada de noblezas tanto como de calamidades, encuentro esta frase, salida de boca ilustre, a propósito del salario mujeril: “Gabriela, ustedes, las mujeres, no tienen vicios. Los tenemos los hombres y son caros. Es la razón de que ganemos más: dejen ustedes que ganemos más”.
Es la frase más cínica que he oído en mi vida y prefiero “irme” antes de volver a escucharla en cualquier pedazo de mi América. Y los feos tiempos que vuelven y que son de reflujo, pudiesen acarrear otra vez a nuestras costas esta alga podrida del Medioevo, no del bueno, que mis gentes ignoran fabulosamente, sino del costado más negro del Medioevo.
Nuestras criadas, aseadas como las japonesas, no sé si como las chinas, aunque las siguen llamando “chinas”… Cada quien la dice, la expresa según su afecto, según cómo sea el agradecimiento que se tenga hacia la cumplidora leal que no escatima su faena… por ahora. Pues, agraviada y dolida de esa paga injusta, bien que ella despondrá algún día su preciosa sumisión y comenzará a reclamar de justo reclamo la paga que le han cicateado desde su tatarabuela.
Y estas siervas de la gleba o de la cocina, estas doncellas y mujeres que viven patio adentro, pocas veces con permiso y tiempo para salir a ver la ciudad en que viven o el campo que las rodea, estuchadas como en una cárcel sin rejas, reducidas a laborar lo mismo día tras día y mes a mes, con apenas vida propia, vigiladas para que no las galanteen descalabradamente, las muy sumisas y laboriosas son remuneradas con una mezquindad escandalosa que para los patrones no es sino la paga natural que siempre se les ha otorgado. Nunca ha sido más conveniente el peso de la costumbre para ellos y más desajustada para ellas y en ello la tradición se percude de moho o blande unas púas de ortiga.
Lo triste es que a muchas de nuestras criadas criollas tal situación se les ha encostrado como una lava seca, es decir, se les ha vuelto una imperturbable geología de abuso. Pero estoy cierta de que esa ceguera de sí mismas y esa impavidez de sus empleadores ha de cuartearse cuando surjan otras faenas posibles y mejor pagadas, sea en industria o en agro. Vendrán tiempos en que la china sea un lujo como lo es en los Estados Unidos y en varias zonas de Europa, tiempos en que no haya criada viviendo en la casa y tiempos en que la nana, la aya, la nanny, valgan lo que vale un doctor de cabecera o una masajista.
Y sobre que me extienda en alabanzas del encariñamiento con que cuidan a las guaguas y a los niños ajenos que a veces las consideran más madres que las inscritas en el Registro Civil.
El libro completo puede comprarse en la web de La Pollera Ediciones en este enlace.
Comentarios
Gabriela es brillante.
Añadir nuevo comentario