Al igual que otros economistas de izquierda, en sus años mozos Mario Marcel analizó con rigor crítico las políticas de la dictadura. Por ejemplo, desde las oficinas de Cieplan pasó el bisturí por las privatizaciones de empresas públicas, la desigualdad y el desempleo que destruyó vidas y hogares. De hecho, en los años 90 todavía colaboraba con economistas heterodoxos como Manuel Solimano y Gabriel Palma.
Treinta años después, con una brillante carrera funcionaria a cuestas, su interlocutores son gerentes de AFP, directores de bancos y fondos de inversión. Su agenda de actividades está cargada de charlas ante grandes empresarios, gremios privados y escuelas de economía; sus encuentros con el mundo del trabajo forman un conjunto vacío. La paloma de los 80 se había transformado en el halcón monetario de hoy.
Lo curioso de esta trayectoria es que resulta inversa a la que han seguido muchos de sus pares en Estados Unidos. Paul Krugman recuerda en su última columna para The New York Times, a propósito de los nuevos nombramientos en la Reserva Federal, que las palomas fueron desplazando paulatinamente a los halcones en la fijación de la política monetaria estadounidense.
Cabe preguntarse en qué lugar de la escala del halconómetro se encuentra Mario Marcel.
Tradicionalmente, al decir de uno de estos consejeros, el rol de la Reserva Federal (Fed) siempre fue el del aguafiestas. Su misión era la de quitar la champaña justo cuando la fiesta estaba por agarrar vuelo. Hablando en “técnico”, cuando la economía se acercaba al pleno empleo y se “recalentaba”, los precios minoristas subían y la única receta para controlarlos era aumentar las tasas de interés o reducir el nivel de circulante.
El responsable de esta narrativa fue Milton Friedman y se llegó a conocer como la visión “aceleracionista” del empleo. Por encima de un cierto nivel, todo incremento en los puestos de trabajo sería perjudicial y se trasladaría a inflación. Los datos de la época validaban la hipótesis.
Así la Reserva Federal se transformó en un Terminator de inflación. En septiembre de 1981 elevó la tasa de interés a un insólito 14 %. Los años posteriores vieron dispararse el número de personas sin empleo, de industrias cerradas y barrios céntricos sumidos en la decadencia y el consumo de crack. Las consecuencias para América Latina fueron también devastadoras. Pero era un problema transitorio, dijeron los halcones.
A partir de la segunda mitad de los 90, sin embargo, sucedió algo extraño. Las fuerzas de la gentrificación comenzaron a recuperar los barrios de la pobreza para entregárselos al mercado inmobiliario; la revolución tecnológica tomó pista para despegar y las innovaciones financieras lograron crear dinero de la nada simplemente empaquetando deudas a granel y revendiéndolas como capital en trocitos: valores basados en hipotecas, swaps de impago crediticio y una larga lista.
El desempleo comenzó a bajar… y bajar y en Estados Unidos perforó el piso del 4% sin generar inflación. La hipótesis “aceleracionista” de Milton Friedman había quedado suspendida, cuando no desahuciada. A partir de la crisis asiática, cada sucesiva crisis financiera generaba en la Reserva Federal una respuesta más generosa en términos de abundante liquidez y bajas tasas de interés.
Cuando los halcones amenazaban con quitar esta liquidez, las palomas batían sus alas en señal de reclamo. Hasta Donald Trump exigió del organismo una mirada bondadosa con el empleo. Hoy la lista de palomas incluye, por ejemplo, a economistas como Mary C, Daly, la gobernadora del Fed de San Francisco. Una mujer soltera, nacida en una familia modesta del Misuri rural, sin educación secundaria completa y que debió rendir exámenes por correo para poder proseguir sus estudios. Daly suele reunirse con sindicatos, trabajadores del retail y pequeños empresarios antes que con la banca de inversiones. Algo impensable en el marco ideológico (y supuestamente técnico) en el que se mueven el Banco Central de Chile y sus consejeros.
El cóndor no perdona
Pasarán quizá generaciones antes de que el Banco Central de Chile incorpore en sus filas a alguien como Mary C. Daly. Por el contrario, sus ex consejeros suelen incorporarse rápidamente a Sanhattan (el lugar de donde provienen) o a la campaña de José Antonio Kast.
Cabe recordar que el escudo del Banco Central es un cóndor y sus consejeros son por definición halcones. Que algunos hayan sido palomas, como en su tiempo lo fue Marcel, se suele perdonar. Ahora bien, no debiera sorprender que las palomas de Cieplan sacaran picos y garras. Era lo esperable en un progresismo que se alejó de lo social y en un Banco Central cuyo principal público objetivo son las mesas de dinero.
Cabe preguntarse en qué lugar de la escala del halconómetro se encuentra Mario Marcel.
Un banco central centrado únicamente en controlar los precios vía tasas de interés es un poderoso mecanismo alimentador de la desigualdad social.
Carlos Massad llevó las tasas de interés a su techo máximo en plena crisis asiática (9% promedio anual en 1998), provocando una hecatombe en el empleo. En sus últimos años se volvió paloma, pero ya era tarde. La inflación se pegó por debajo de la meta del 3% anual.
Vittorio Corbo, un economista formado en la banca y alineado con sus intereses, hizo lo mismo que Massad en los años 2005 y 2006, y con saña. Tres de sus cuatro años a cargo del Central arrojaron inflaciones por debajo de la meta, logro que hinchó las ganancias de los bancos y de sus accionistas, pero dejó a uno de cada diez chilenos buscando empleo sin encontrarlo.
En el otro extremo, la paloma que más batió sus alas fue Rodrigo Vergara durante los difíciles años de Bachelet II. Quizá sea su formación jesuita lo que incidió en una gestión moderada de las tasas y poco alarmista con la inflación.
Mario Marcel heredó de Vergara la tendencia y la actitud, pero debió hacer frente a un escenario radicalmente distinto debido a los efectos de la crisis Covid en la cadena de suministros y en los precios finales. El halcón salió del closet y su presa fueron los retiros que realizaron desde sus cuentas los afiliados a las AFP.
En las dos últimas décadas ha habido siete años en que la meta de inflación del 3% anual se vio superada, obligando al Banco Central a subir las tasas de interés. En contrapartida, hubo nueve años en que el objetivo se cumplió en exceso. En todos ellos el costo de este sobreajuste en el nivel de precios lo terminó pagando el mundo del trabajo, mientras que las ganancias fluyeron hacia el sector financiero. El resultado, en términos de distribución de la riqueza, es claro.
Un banco central centrado únicamente en controlar los precios vía tasas de interés es un poderoso mecanismo alimentador de la desigualdad social.
Al cierre de las campañas electorales para elegir al próximo Presidente de la República, este problema estructural e institucional sigue brillando por su ausencia, y es triste.
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