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Martes, 5 de Agosto de 2025
[Revisión del VAR]

Una Supercopa con superclásico a estadio supervacío

Roberto Rabi González (*)

Jugar un superclásico sin hinchas es renunciar al corazón del fútbol como fenómeno cultural. Es declarar que el país no puede garantizar que dos comunidades deportivas puedan convivir en un espacio compartido sin violencia. Es aceptar que la fiesta popular más importante del calendario debe ser reemplazada por un evento aséptico, hecho para la televisión y para el marketing, pero desconectado de su esencia social.

La posibilidad —cada vez más real— de que el Superclásico del fútbol chileno entre Colo-Colo y Universidad de Chile se juegue sin público en las tribunas debería preocuparnos a todos, más allá del lugar que cada quien ocupe en la geografía del hinchismo. No es simplemente un tema de seguridad o de orden público, aunque esos sean los argumentos más esgrimidos por las autoridades para justificar una eventual medida de este tipo. Lo que está en juego es mucho más profundo: la salud del fútbol chileno como fenómeno cultural, su rol como espacio de encuentro social, y la credibilidad del sistema que se supone lo sostiene.

Cada vez que se plantea la realización de un partido de alto riesgo sin público, especialmente cuando se trata del partido más importante del calendario nacional, se instala una narrativa oficial que parece inapelable: la violencia en los estadios ha llegado a niveles que no se pueden controlar. Las imágenes están ahí: fuegos artificiales lanzados desde la galería al campo de juego, agresiones a jugadores, enfrentamientos entre barras, e incluso incidentes con armas blancas. Por lo mismo se ha propuesto innumerables veces una salida sin duda eficiente: jugar sin público.

Es una solución para nada original, el clásico entre Al Ahly y Zamalek, los clubes más grandes de África, ha sido jugado a puertas cerradas durante años, sobre todo entre 2012 y 2018, como consecuencia de la masacre de Port Said (2012), donde murieron 74 personas tras un partido entre Al Masry y Al Ahly, (la tragedia en un estadio de fútbol con más víctimas fatales este siglo). El clásico entre Olympiakos y Panathinaikos, en Grecia, también ha sido varias veces suspendido o jugado sin público, especialmente por enfrentamientos entre ultras, y entre dichos hinchas violentos con la policía. El gobierno griego ha cerrado estadios o suspendido fechas completas de la liga por violencia reiterada. 

Otras soluciones cercanamente eficientes, pero casi tan dramáticas, se intentaron, por ejemplo, a propósito de la bullada final de la Copa Libertadores de 2018 —Boca vs. River— que tuvo que cambiarse ni más ni menos que de continente, jugándose en definitiva en el Santiago Bernabéu.

Pero limitar la discusión a esos hechos puntuales equivale a tratar los síntomas sin examinar la enfermedad. La violencia en el fútbol chileno no es un fenómeno autónomo ni espontáneo. Es el resultado de un modelo de gestión que ha renunciado al control institucional de los espectáculos deportivos, y de los espectáculos masivos en general. Soltando la papa caliente y arrojándosela a los privados, delegando de forma irresponsable la relación con las multitudes y barras a arreglos informales, muchas veces opacos, y que responde más a lógicas clientelares que a un compromiso con la seguridad, la convivencia y, en el caso del fútbol, del deporte como bien público.

Uno de los elementos más complejos del panorama actual es el rol que han asumido —o que se les ha permitido asumir— ciertos grupos de barristas organizados. No se trata de caricaturizarlos como una manga de delincuentes, sucios, hediondos y malhablados, como muchas veces se intenta desde el discurso fácil, pero tampoco se puede obviar que en numerosos casos han terminado funcionando como verdaderos enclaves de poder delictivo dentro de los clubes, capaces de negociar favores, entradas, viajes y hasta decisiones deportivas. No es casualidad que los vínculos entre dirigentes y líderes de barras estén siendo investigados en varios clubes, y que muchos de esos vínculos tengan años de antigüedad.

En ese contexto, la respuesta de jugar sin público aparece como una solución cosmética, cuando no cobarde. Es más fácil vaciar el estadio que realizar la cirugía compleja que se requiere. Mucho más fácil que desmantelar redes de poder enquistadas. Es más sencillo castigar al hincha común que exigir responsabilidad a los dueños de los clubes y, sobre todo, a las autoridades de seguridad pública que no han sabido —o no han querido— controlar los accesos, prevenir los hechos delictuales o sancionar a los verdaderos responsables. Mucho menos pensar a mediano y largo plazo interviniendo en la configuración social, porque, claro, vivimos en tiempos en que los fenómenos sociales son asumidos por las ideas neoliberales como inmodificables por la autoridad. Esto es, parte del paisaje al que tenemos que acostumbrarnos, porque intentar modificarlo sería un sacrilegio propio del estatismo más vulgar.

Jugar un Superclásico sin hinchas es renunciar al corazón del fútbol como fenómeno cultural. Es declarar que el país no puede garantizar que dos comunidades deportivas puedan convivir en un espacio compartido sin violencia. Es aceptar que la fiesta popular más importante del calendario debe ser reemplazada por un evento aséptico, hecho para la televisión y para el marketing, pero desconectado de su esencia social. Por supuesto, se puede argumentar que hay momentos excepcionales que requieren medidas excepcionales. Nadie discute que hay situaciones límite que deben prevenirse, sobre todo cuando hay vidas humanas en riesgo. Pero convertir lo excepcional en regla —como viene ocurriendo en varios partidos de alta convocatoria— es normalizar el fracaso. Es una claudicación propia del más cobarde de los desertores.

¿Qué hacer entonces?

La salida no es sencilla, pero sí conocida. Requiere voluntad política, transparencia institucional y una transformación profunda de la relación entre los clubes y sus comunidades. Algunos pasos básicos que seguir serían, primero, como hemos insistido tantas veces desde esta tribuna, un diagnóstico interdisciplinario certero basado en información y no en especulación o deformación mediática. También sería muy útil realizar auditorías externas a los vínculos entre barras y dirigencias, con sanciones efectivas para quienes promuevan prácticas de clientelismo o financiamiento opaco. No estaría de más revisar los modelos de gobernanza de los clubes, muchos de los cuales están hoy capturados por intereses privados sin contrapesos democráticos ni participación de los socios e hinchas. Y, sobre todo, definir e implementar políticas públicas integrales de seguridad para espectáculos masivos, con inversión en infraestructura y sobre todo con un enfoque preventivo, no solo reactivo.

También sería un enorme avance fomentar la idea de la cultura futbolera como espacio de convivencia, recuperando el sentido comunitario del fútbol a través de campañas de educación, programas con las escuelas y apoyo a organizaciones sociales ligadas al deporte. Mucho se ha avanzado desde el aula, a tempranas edades, enseñando valores como el pluralismo, el cuidado por el planeta y tantos otros, en términos tales que los más viejos nos sorprendemos de la mentalidad superior de los niños y jóvenes, por ejemplo, frente a temas de violencia de género. Y eso es que, más allá del color político de las autoridades de turno, los propios libros de texto de los pequeños están plagados de esos discursos entre caras sonrientes y a todo color.

En definitiva, la eventual decisión de jugar el Superclásico sin público es mucho más que un tema de seguridad. Es un espejo incómodo que nos devuelve la imagen de un país que no ha sabido hacerse cargo de aspectos importantes de la vida en comunidad. Entre otros, del fútbol. No se trata de nostalgia vacía por los clásicos del pasado, sino de una preocupación legítima por el tipo de sociedad que estamos construyendo: una donde el miedo reemplaza al encuentro, donde la sospecha desplaza a la comunidad.

El fútbol es demasiado importante como para dejarlo en manos de unos pocos, que nos están llevando a jugar los partidos fundamentales con el estadio vacío. Y parece que estamos más cerca de demoler las galerías por peligrosas que de hacer la pega difícil. La de fondo. El Superclásico, más que cualquier otro partido, nos recuerda que lo que está en juego no es solo un resultado, sino la posibilidad de que Chile tenga un deporte que vuelva a ser de todos, en familia y con estadios llenos hasta las banderas.

* Roberto Rabi González es escritor, abogado de la Universidad de Chile, profesor de Derecho Procesal y Penal e investigador de la Asociación de Investigadores del Fútbol Chileno (ASIFUCH).



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