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Lunes, 4 de Agosto de 2025
[Una voz en la ciudad]

Viña es un Festival / Música junto al mar

Terencio

“Viña ya no tiene tanta plata y no se puede cobrar más cara la entrada, y ya no es lo mismo la eterna lucha entre la platea y la galería. La farándula se ha convertido en algo que sucede todo el año, y ya ni existen la revista Cosas, ni la Caras, ni la Paula que cubrían a sus artistas como parte del glamour que una vez nos quizo hacer creer que existía en Chile la recordada Regine (cuyo local se incendió y sigue siendo yeta hasta hoy en El Golf)”

Lo recuerdo perfectamente, fue en 1973. Esos años, los primeros años de mi vida, los pasaba en el verano donde mi ómama en Viña. Ella era la dueña de un restorán en la Avenida Valparaíso, casi con Villanelo, donde hoy está el local de García Vellella. Era un restorán raro, se accedía por una entrada como de esas que alojaban espacio para un par de autos bajo techo y se subía a un segundo piso. Esos veranos son los veranos inolvidables de mi infancia. Cada noche mi ómama se sentaba a comer en la mesa principal que estaba a la entrada del restorán. Una mesa larga en que se ubicaba del lado más extenso, mirando a los comensales. Yo tenía cuatro, cinco, años y me gustaba robarles las papas fritas a los parroquianos. Me metía debajo de las mesas y les quitaba, de a una, las papas. Mi ómama me llevaba a Viña en el tren que salía de la Estación Mapocho. Y en las noches yo conversaba en una pequeña terraza de ese segundo piso con un caballero ya jubilado de la marina sobre la luna y las estrellas. Cuando el local cerraba me iba con la ómama a un cuarto que quedaba junto al comedor y donde dormíamos. En el baño había “gomina” que ella aprovecharme de echarme para alisarme el pelo y en las tardes, cuando el restorán estaba cerrado, veía películas de cowboys y le preguntaba a mi abuelita si la gente que se moría en los tiroteos de esas películas se moría de verdad. Me contestaba: “sí, pero a sus familias le dan mucho dinero a cambio”. Una noche escuchamos en la vieja radio de la casa un episodio de “La Tercera Oreja”, y me morí de miedo. Otra noche me dijo: “vamos a ir al Festival de Viña”. Llevamos pollo asado envuelto en papel cebra y unos bebestibles y unos chales para el frío. Ese año ganó la competencia internacional Julio Zegers con “Los Pasajeros”.

En 1974 no pasé el verano con la ómama, mi padre estaba trabajando como ingeniero en el Embalse de Coligües, donde alojábamos en una pensión cerca de Rancagua. Y la noche del sábado 3 de febrero, en la cocina del comedor de la pensión pude ver por primera vez a Camilo Sesto.

No recuerdo mucho los Festivales de Viña de los setentas, pero sí me acuerdo de Bigote Arrocet y de “Libre” y de que me contaron que un par de años antes él había obtenido la primera Gaviota que se entregó fuera de competencia. Para esos tiempos ya había nacido “El Monstruo”.

La siguiente vez que fui al Festival fue en 1985. Esa noche mis padres me llevaron porque en aquellos días buscaban un departamento para comprar en la cuidad para pasar los veranos. Esa noche cantó Luis Miguel, al que yo, como buen quinceañero odiaba. En un momento del recital Luis Miguel hizo un cover de los Beatles y la gente creyó que estaba haciendo “playback”, pero lo cierto es que las primeras partes de la canción las estaba cantando un miembro de su orquesta.

Los Festivales de los años siguientes fueron los inolvidables. En 1986, 1987, 1988 vimos todos los Festivales con mis amigos del colegio, los que nos juntábamos en “El Cementerio”, el sector cinco de Reñaca, donde “todos se creen la muerte” y recuerdo con especial cariño las presentaciones de Opus, GIT, Air Supply y Laura Branigan. Recuerdo una anécdota especial, cuando para el festival de 1987 con esos amigos compramos un “combinado” en botella (combinados que eran sumamente populares en Viña, ibas a la botillería y pedías que te mezclaran el pisco con la bebida en dos botellas pet y te las llevabas), lo curioso es que los pacos les dijeron a mis amigos a la entrada: “no pueden entrar con las botellas, si quieren se las pueden tomar acá”. Y se las tomaron de una sentada y quedaron como zanja. Esa noche tocó Soda Stereo y pinchamos con unas niñas de la galería con las que al otro día fuimos a ver el Festival a su casa. Ese mismo año con Ricardo Lepori tratamos de colarnos por la parte de los eucaliptos, que daba a una calle del cerro. Pero llegaron los pacos y nos echaron.

En esos años el Festival era lo más glamoroso de Chile, la superación de los programas con que la dictadura nos quería hacer creer que no había toque de queda, como “Esta noche… fiesta” o “Aplauso”. Pero Viña tenía más plata para traer artistas que superaban a Grace Jones comiéndose la vegetación de “Vamos a Ver” o “la voz de Telly Savallas en Kojak”. De todos modos, como comentó una de las mejores críticas al Festival, escrita en Ciudad Virtual el 2000, pasaban cosas como que traían a “Titanic”, una banda que solo conocía el sobrino de la alcaldesa. Esa irregularidad en la calidad del espectáculo fue el verdadero origen del “Monstruo”.

Los mejores Festivales, sin embargo, están en esas fechas, cuando Viña tenía un acuerdo con el Festival de Benidorm (todos nacidos como copia de San Remo), cuando venían en masa los héroes del Torrelaguna Sound, la base esencial de los Clásicos AM. Así, pasaron por Viña Miguel Gallardo (“quiero volar a tus brazos igual que un gorrión” coreado por la Quinta como “hueón, hueón”), Pablo Abraira, José Velez, Ricardo Ceratto (que se cayó al mar en “El Festival en Bote”, programa conducido por Zalo Reyes en una lancha en Valpo), Bravo (“Lady, lady, lady, se pinta los ojos de azuul”). Dios, yo vi como la Rafaella Carrá se fracturó un diente cantando “Explota, explótame, expló”, y como la burra de Claudio Showman se orinó en el escenario, y la ruptura del escenario por el salto de Álvaro Scaramelli. Sí, es cierto que esa nostalgia por el pasado glorioso del Festi y la tele, tiene algo de olvido, porque, como dije una vez: “vistos ahora en 2013, debemos reconocer hidalgamente que las entrevistas de “Aquí Hotel O’Higgins” tenían menos ritmo que una gotera, que los debates de “De cara al país” eran para bostezar, que “Las calles de San Francisco” eran más lentas que un bolero (y para qué hablar de “Área 12” o “Lassie”), que los conflictos románticos de “El crucero del amor” estaban pegados con chicle, y que las escenas de acción de “Los Magníficos” brillaban por su ausencia (en casi todos los capítulos mostraban la misma secuencia del mismo tipo volando por los aires luego de una explosión)”.

Igual sigo, después de cincuenta y dos años de haber ido por primera vez, teniéndole buena al Festival. He superado la nostalgia de la desaparición de la “Concha acústica”, sobreviví al “Aplausómetro”, sobreviví a “Don Cirilo”, el mono animatronic al peo que pusieron una año para animar a la gente. He visto a todas las reinas del festival, lo he cubierto para Las Últimas Noticias y luego ADN en los últimos doce años. Si hasta hice una base de datos de todas las antorchas y gaviotas que se han entregado fuera de competencia. ¿Mi recuerdo más querido? Cuando una noche de 1995, en el local que quedaba en la Avenida Valparaíso con Von Schröders, ese local gigante en que traficaban cocaína y que jamás cerraba, entraron El Flaco y El Indio, esos ex payasos que antes se llamaban “Pilita y Merendina” y de los que éramos fan por sus espectáculos en la calle y por “Cementerio pa’l Pito” y les dije, deteniéndolos en su camino a las mesas del fondo: “un día ustedes la van a romper en Viña”, y así no más fue, al año siguiente. Y fueron los únicos que se llevaron la Gaviota en el show en la década catastrófica de los noventas en que Mega transformó el espectáculo en una versión horrorosa de “Siempre en Domingo” de seis días de duración.

Claro, luego vino Lollapalooza y todo se hipsterizó. Dejaron de llegar esos espectáculos impresentables como “Buck Fizz”, cuya única gracia era que las dos parejas se parecían a los ABBA. Viña ya no tiene tanta plata y no se puede cobrar más cara la entrada, y ya no es lo mismo la eterna lucha entre la platea y la galería. La farándula se ha convertido en algo que sucede todo el año, y ya ni existen la revista Cosas, ni la Caras, ni la Paula que cubrían a sus artistas como parte del glamour que una vez nos quizo hacer creer que existía en Chile la recordada Regine (cuyo local se incendió y sigue siendo yeta hasta hoy en El Golf).

Del Monstruo no queda nada, porque desde que Chilevisión hace quince años se decidió a dar Gaviotas y Antorchas a destajo el premio perdió todo el vértigo que poseía.

Y Viña se ha convertido en una ciudad triste. Viví allá varios días a la semana en la última década por el doctorado, y nada es más deprimente que caminar por la Avenida Perú un frío anochecer de mayo, cuando todas las cámaras y las alfombras rojas se han desvanecido.

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