El 86, el Tiví alternaba el punk con la plástica. A sus rudimentos escolares de óleo, le sumó el abecé del grabado y la ilustración que aprendió en el garaje. Además de enseñarle técnicas, los de la pandilla le abrieron las páginas de la revista Matucana 19; y, también, las puertas de las galerías subterráneas que luego acogieron sus trabajos: junto con el garaje, el Centro Cultural Mapocho y la Galería Bucci. Eso sí, a su mentor, el Tiví lo encontró en marzo del 87, en las páginas 20 y 21 del número 3 de la homónima revista Matucana 19. Allí, leyó a Vicente Ruiz, de quien sabía solo de oídas. Lo idolatró enseguida: con rabia y erudición, Vicente alegaba que era “demasiado tarde pa’ ser punk”. Fascinado, el Tiví subrayó cada frase de Vicente: en la era posindustrial —escribía—, Buenos Aires, Lima, La Paz, Montevideo y Santiago son capitales-vertederos de los desechos eyectados de Madrid, Nueva York o Tokio; en el basural del fin del mundo, los casetes de Nina Hagen o Patti Smitth no son más que fósiles de shows y looks que ellas dieron de baja; sin conciencia de su obsolescencia, la cultura asentada sobre montañas de desperdicios crece inexorablemente “subalimentada de imaginación. . . de perseverancia en las propias convicciones. . . de modelos regionales, de tradición, de originalidad”.[1]
El Tiví cerró la revista convencido de que, sin conocerlo, Vicente le regalaba el manifiesto que conceptualizaba los arrebatos de su tribu (el piño de freaks que integraban Dadá y Pinochet Boys). Leyendo poesía, el Tiví ya había entendido que Santiago era un vertedero donde se mezclaban “caramelos candy/Nylon, nylon, made in Hong Kong” con cuerpos de pobladores que declaraban que “luego procedieron a meterme/en un saco” y “me golpearon (‘para ablandarme’)” —cual molusco concholepas—.[2] Por eso, el Tiví subía al escenario del garaje envuelto en bolsas de plástico negras, aullando como apaleado. Pero, con el manifiesto de Vicente, él también confirmaba que, entre tanta muerte, la de su tribu era una “actitud correctamente contemporánea”.[3] Aquí, Ruiz concibe el adjetivo contemporáneo de acuerdo con la misma acepción que, más tarde, le imprimiera Giorgio Agamben: “[c]ontemporáneo es precisamente. . . [quien] es capaz de escribir untando la pluma en las tinieblas del presente”.[4] Así, más allá de motejarse como new waves, el Tiví y los suyos se afanaban en exhibir sus cuerpos y sus productos como desechos condenados a desintegrarse en la ciudad-vertedero: “está toda la gente muerta”, entonces “la música no importa”, porque todo “pasa, desaparece, se termina”, por eso, “cada tema del grupo se toca una sola vez en vivo”, “dura lo que demora[mos] en tocarlo y para cada presentación hace[mos] nuevos temas”.[5]
Al Tiví, fue Enzo quien le avisó que Vicente llegaba a vivir al departamento B del garaje. Que después de casi seis meses se volvía de Buenos Aires. Que, allá, para repudiar la visita del Papa, hizo un performance memorable: “El espíritu santo es el violador”. Mientras él leía la Biblia, una mujer, amasijo de virgen María y pin-up, patinaba sobre vidrio molido: el título lo tomó de un grafiti que vio en el Subte; la composición de escena, seguro, de las intervenciones de Katja Alemann (según Página 12, el invierno del 85, en la inauguración de Cemento, Katja cantó el Ave María sobre un carromato).[6] Desprejuiciado, El Tiví confirmó que como los DJs del Blitz, Vicente conjuga tres verbos: robar y mezclar, igual, crear.
La visita de Vicente no pasó desapercibida. A su arribo, le concedió una entrevista a Claudia Donoso, de Apsi. Sus respuestas incomodaron a varios. Con la sobriedad de un francotirador, dijo que la singularidad de los performances le fascinaba por dos razones: porque un régimen de función única propicia “una concentración de fuerza y energía. . . transmitidas con una sobredosis de vitalidad” y porque “[d]escubrí que era mucho mejor para mí ganar todo el dinero de las entradas de una sola vez que goteando en ocho presentaciones”. Después, agregó: “[a]quí los que se dicen artistas [de izquierda] están mucho más dedicados a invertir fuerzas para corresponder a un partido político y así ganarse la beca o la simpatía del poder supuesto que van a tener”. Con idéntico temple, remató: “[n]o hay épocas pasadas mejores”, pues, por fuerza de la juventud, “inevitablemente el mundo va hacia adelante”, y dentro de esa aceleración furtiva, tampoco “creo que existan las conquistas para la sociedad”, ya que “[c]uando uno piensa, piensa en su vida”. Entonces, ¿cómo sería su vida? Donoso no se aguantó: en tu soledad, “¿tú te enamoras de hombres y mujeres?” “Sí” —respondió él—. Vicente nunca vacilaba.[7]
Como sea, al Tiví lo que más le gustó fue el mote que le dio Donoso: en el país de los muertos vivos, Vicente era el vampiro. Porque vampiro significa monstruo de sangre (del serbio wampira: wam, “sangre”; pir, “monstruo”). Porque para Karl Marx o Bram Stoker, la mordida del vampiro perturba las ilusiones de prosperidad moderna: entre El capital y Drácula, ambos sugieren que “el beso del vampiro, como sublimación de lo sexual, simboliza, a la vez, la extracción de la fuerza de trabajo y la reproducción del capital”. Porque, el “capital es trabajo muerto que solo se reanima, a la manera de un vampiro, al chupar trabajo vivo”.[8] Con este tipo de glosas garabateadas en su libreta, al Tiví le quedaba claro que el vampirismo de Vicente no pasaba por sus abrigos negros, sino por sus intervenciones. Excesivas e insaciables, sus entrevistas y performances develaban lo obsceno. Patentizaban, por ejemplo, que aquello que sus congéneres celebraban como fiestas de la disidencia no eran más que ritos de explotación: en la pista de baile, los nóveles artistas embobados ofrecían sus sofisticadas competencias artísticas a la gula de los ejecutivos de agencias de publicidad y canales de televisión que, desde los estertores de la dictadura, se las arreglaban para prolongar su vidas en la inminente transición venidera (pura fuerza de trabajo fresca succionada por el rancio capital).
Con esta premisa, antes de abandonar Matucana 19 (pronto, recalaría en Ámsterdam), Vicente organizó La Fiesta de Bela Lugosi. Previo pago de adhesiones (500 pesos), permitió que los asistentes ingresaran a la pista del garaje justo a media noche (sábado 31 de julio, 00:00 a. m.). Tal como les advirtió en afiches y volantes, todos permanecerían encerrados hasta llegada la madrugada (2:00 a. m.). En el intertanto, el anfitrión los sorprendió con pop gótico y con coreografías acrobáticas: sonó desde “Bela Lugosi Is Dead”, de Bauhaus, hasta “We Hunger”, de Siouxsie and the Banshees, cuando media docena de bellos actores se contornearon sobre cuatro tarimas de madera pendidas del techo con las mismas cuerdas que Enzo robó el día que el Papa cruzó Matucana. Erectos sobre ese tinglado, los muchachos ensayaban poses afiebradas: unos, la indolencia de modelos hipnotizados por flashes; otros, tras las sogas papales, el servilismo de artistas mendicantes. Fuera de libreto, uno de ellos pisó en falso, cayó tumbado en la pista y acabó fracturado en la posta. Literalmente, eso era ser artista joven el 87. Mordaz, Vicente asintió: esta “es una fiesta en honor de Santiago y de los artistas”.[9]
Tras su fiesta, Vicente cosechó tempestades. Con una carta dirigida al director de Apsi, un furibundo joven de izquierda, calculadora en mano, lo acusó de timador:
. . . lo que verdaderamente se traía [entre manos] este sujeto era llevar a cabo un montaje fraudulento cuyo fin no iba más allá de recaudar los 165.000 pesos producidos por las 330 entradas vendidas por caja a un costo de 500 pesos cada una. . . . En desmedro de este individuo habría que remitirse a sus propias palabras cuando intenta reducir a los artistas chilenos a simples “tipos de izquierda que dicen un par de bravatas, se ganan becas, parten a Europa, vuelven como estrellas y no producen hechos culturales significativos”, en circunstancias que en la entrevista a Apsi [él mismo] declara, con oportunismo, su deseo de viajar a Ámsterdam. ¿Con qué dinero Ruiz se propone viajar a Ámsterdam? ¿Cuánto pagó a los actores y al equipo de producción de La Fiesta de Bela Lugosi? Las informaciones hablan de 1 000 pesos por cabeza. ¿Cuál es la moralidad de la belleza que propone Ruiz? No, en palabras de Ruiz no hay más que charlatanería barata, y en los hechos, un fraude vulgar. No. Vicente Ruiz no es un vampiro, es un impostor.[10]
El Tiví recortó la carta y la enmendó con ironía: “Vicente no es un vampiro, es un impostor actor”. Ciertamente, Vicente se veía a sí mismo como Bela Lugosi, no como Drácula. Le sobraban razones: en Hollywood, al intérprete de Drácula lo calumniaron por alentar huelgas sindicales; en Matucana, a él, por denunciar el vampirismo de las artes escénicas y de la representación periféricas. Si del húngaro se filtró que era comunista; de Vicente, incluso, “circuló que yo era pro nazi”.[11]
Pese a todo, Vicente perseveró y, para agosto, el Tiví ya era parte de su elenco. En la misma fiesta, le había revelado su lema: “[e]l hombre que se vale de todos los medios que esta sociedad le brinda, ese es el contemporary man”.[12] Queriéndose contemporáneo como él, el Tiví le preguntó por sus mentores. Vicente le enumeró tres: primero, Óscar Stuardo (director/dramaturgo del DETUCH que, animado por Antonin Artaud, componía piezas breves en las que las palabras contaban como onomatopeyas de la carne); después, Verónica Urzúa (bailarina/pedagoga del BALCA que, radicalizando la técnica de Martha Graham, entendió que los espasmos pélvicos expresaban emociones que el “utilitarismo” enquistado en la cabeza y en las extremidades coartaba); al final, Marie Louise Alemann (cineasta/curadora del Instituto Goethe de Buenos Aires que manejó la cámara JVC súper 8 como una prótesis óptica que le ayudaba a develar las microscópicas contracciones animales que sacuden el cuerpo humano). Aunque no le sonó ninguno, el Tiví captó que los mentores de Vicente perseguían el inconsciente a partir de la boca (Stuardo), la médula (Urzúa) o el ojo (Alemann). Con la sensibilidad de los bailarines, los tres libraban sus batallas bajo la piel. Para no quedar de ignorante, el Tiví retrucó que, con los Dadá, estaban en la misma: como Bela Lugosi, “[q]ueremos llegar a un primitivismo musical de ruidos y gritos, en son de réquiem”.[13]
En cuatro semanas, Vicente había conseguido asentar un elenco conformado por Lorenza Ayllapán, Enzo Blondel, Miguel Engel, Arturo Miranda y el Tiví, habituales del garaje, y Patricia Rivadeneira y Jacqueline Fresard, del colectivo Cleopatras. No había otro director como él: conectaba a creadores, conseguía fondos, conquistaba espacios. Imparables, el 28 y el 29 de agosto ofrecieron las dos funciones únicas del performance que los mantuvo absortos: Instalaciones para la filmación de Teorema de Pier Paolo Pasolini. En la pista del garaje, Vicente dispuso una escenografía compuesta por desechos de construcción: lanzados en el piso, un caballete de carpintería, un carrete de cable eléctrico, una carretilla para mezcla, una malla galvanizada, una manguera, un tendero de listones (con botellas de vidrio colgando de los travesaños), dos tarimas de madera (sobre ellas, baterías hechizas), algunas sillas cojas e innumerables esquirlas metálicas y terrones de cemento; pendientes del techo, un bulto tipo piñata, un par de seguidores negros y dos tambores de aceite cuyos cantos afilados podían cercenar como guillotinas.
Con sensibilidad trash pop, el Tiví se vio en el plató de Mad Max de George Miller, pero, la planta de movimientos que maquinó Vicente lo devolvió al país de la niebla: una mujer, Patricia, le lanza agua con la manguera a un hombre que corre desesperado, Vicente, mientras un segundo individuo, Miguel, huye con la carretilla (se oye el Padre Nuestro); enseguida, sentados alrededor del carrete, el hombre, aún empapado, y la mujer, ya tullida, comen desperdicios (se oye el pitido infernal de la tinnitus); inexorablemente famélicos, los dos hombres regresan a la faena para cumplir trabajos forzados (se oye el crujido de huesos y desechos); después, encaramados en las tarimas, manipulan el bulto colgante que, en el acto, les estalla en la cara (se oye un griterío ensordecedor); con las facciones desfiguradas por la sangre, los hombres rocían el caballete con líquido inflamable, prenden fuego e, intempestivamente, el fulgor de las llamas ilumina el rostro de la mujer que, justo detrás, apresura su autoinmolación (se oye una arenga mortal); embrutecidos como zombis, los hombres se dan a la fuga, pero se estrellan contra la malla AcmaTM (se oye el zarandeo metálico); dos muchachos, el Tiví y Lorenza, percutan tambores, sufren espasmos (para los testigos, todos los ruidos aterran a la par). Después de 30 minutos, fin. Parados en los rincones, los asistentes aplauden. Eso sí, ni la turbada ovación ahuyenta el frío. El elenco está entumido: salvo Enzo, que no cesa de registrar en video, Lorenza, Miguel, Patricia, el Tiví y Vicente apenas visten taparrabos y pinturas tipo selk’nam preparadas por Arturo y Jacqueline.
En esas dos noches de niebla, el mensaje caló los huesos de la concurrencia porque Vicente trabajó sobre el título del filme de Pasolini, Teorema (1968), con el mismo rigor que él le exigía a sus pares. Tuvo en cuenta que, en matemáticas, un teorema era una fórmula bien formada (FBP) demostrable dentro de un sistema formal. Coligió del título que el filme demostraba, a través de figuras alegóricas fotografiadas en sepia, las leyes que determinaron la atrofia ideológica de la familia burguesa-patriarcal en el quinquenio del desarrollismo italiano (1958-1963).[14] De paso, infirió que el traslado del teorema a la ciudad-vertedero lo obligaba a traducir sus componentes. No solo debió adaptar el sistema histórico donde se situaba la fábula (e intercambiar el milagro italiano por la doctrina del shock chilena); más difícil le resultó ajustar el sistema estético: pronto advirtió que el problema no estribaba en el cambio de soporte (el paso del celuloide a las tablas, con Enzo, en un un-dos-por-tres lo zanjaba); lo espinoso era hacer legible el lugar secundario desde el que él se relacionaba con las técnicas de representación de posvanguardia. Sabía que, paradójicamente, Pasolini se atrincheraba en la sacralidad de la pintura y la poesía para disparar herejías antivaguardistas.[15] Pero, ¿dónde podía guarecerse él que dormía de allegado en un garaje acechado por vampiros?
La respuesta la halló antes: el 86, en el teatro General San Martín de Buenos Aires. Allí Kazuo Ono lo cautivó con sus espectáculos de butoh, Mar muerto y Admirando a la Argentina. Antes, en el Tokio de posguerra, el butoh surgió en la práctica escénica de Tatsumi Hijikata, en los sesenta, mentor tardío de Ono. Habiéndose desembarazado del expresionismo alemán, Hijikata convocó a un elenco de jóvenes extraviados de la escena neodadaísta para trabajar según una premisa doble: minar el propio pasado para encontrar movimientos súbitos reprimidos y, mediante esas pequeñas agitaciones, liberar la motricidad del inconsciente. En los escenarios, los jóvenes precursores del butoh pintaron sus rostros y sus miembros, manipularon objetos tenidos por tabúes y bailaron como si estuviesen siendo devorados por insectos descomunales o torturados con golpes de electricidad.[16] En Occidente, los primeros espectadores de las piezas butoh dirigidas por Hijikata creyeron estar ante coreografías que enseñaban los efectos de los bombardeos atómicos en los cuerpos de los habitantes de Hiroshima y Nagasaki. Sin embargo, Hijikata y su elenco estaban, sobre todo, ocupados en mostrar los aprietos que conllevaba encarnar ismos metropolitanos en ecosistemas periféricos donde la vida pende de los caprichos telúricos y de la crueldad de las faenas poscoloniales. Para Hijikata, la realidad agobiante le afligía hasta la lengua. Notaba, sin ir más lejos, que en japonés, no así en inglés, las voces de origen onomatopéyico, a menudo, funcionaban como adverbios, exaltando, con ello, la dimensión física de la experiencia. Al pasar, un discípulo de Hijikata ilustraba: con el eco fricativo del oleaje, el adverbio bisho bisho acotaba que, en el Pacífico salvaje, un sujeto podía cumplir una acción con el cuerpo empapado hasta la médula.[17]
Despejada la equis del butoh, la traducción del teorema de Vicente se hace legible. En el país de los terremotos y la depredación extractivista, la familia obrera recibe la visita de un discreto liderazgo: aunque sus “antecedentes. . . no aparecen en los diarios”, “son quienes regresan del extranjero. . . quienes primero se dan cuenta de que una verdadera revolución silenciosa está cambiando el país”. Como en un filme gore, los vecinos han comenzado a mutar: “tanto que los presidentes del futuro, si quisieran emular a [Salvador] Allende”, en sus alocuciones, “tendrían que referirse a los obreros del cobre, de los parronales, de los bosques, [y a los] trabajadores del mar [y] programadores de computación”. Entre jornadas, cuales zombis, regresan a comer raciones de hambre en sus hogares, precarios “lotes con servicios” que incluyen “baño, cocina y lavadero”. En lotes, no en viviendas, las familias de los despojados “continúan el milagro. . . agregándoles piezas, rejas y diversas mejoras”. Cadáveres, escombros y fogatas: curiosamente, aunque describen con lujo de detalle las Instalaciones para la filmación de Teorema de Pasolini, estas frases entrecomilladas no son sus didascalias. No, son pasajes de un panfleto de la dictadura cívico-militar, Chile: revolución silenciosa, de Joaquín Lavín, publicado el mismo invierno del 87.[18] Vicente, que también venía del extranjero, vio los mismos cuerpos y los mismos desechos. Pero, a él, a diferencia de Lavín, ese silencio le pareció espeluznante. Por eso, con su performance transgredió el contrato de lectura: como veneraba a Bela Lugosi, Vicente se dio cuenta enseguida de que esos cuerpos y esos desechos eran la carne fresca para los vampiros que, como Lavín, merodeaban en la ciudad-vertedero.
* Cristián Opazo es Profesor Titular de la Facultad de Letras de Pontificia Universidad Católica de Chile. “Vicente Vampiro” es un fragmento de Rímel y gel: el teatro de las fiestas under (Metales Pesados). En su libro —a medio camino entre la crónica y el ensayo—, Opazo recrea la noche de los ochenta e instala como sus figuras más luminosas a Andrés Pérez, Pedro Lemebel, Ramón Griffero y, al centro, Vicente Ruiz, Vicente Vampiro. (Rímel y gel estará en la Furia del Libro, que se celebra hasta el domingo en el GAM).
[1] Vicente Ruiz, “Está servido: demasiado tarde para ser punk”, Revista Matucana 19, no. 3 (1987), 20-21.
[2] Carmen Berenguer, “Santiago punk” y “Molusco”, Huellas de siglo (Santiago: Manieristas, 1986), 12 y 21, respectivamente.
[3] Ruiz, “Está servido”, 21.
[4] Georgio Agamben, Qu’est-ce que le contemporain ? (París: Payet, 2008), 19-20, la traducción es mía.
[5] Miguel Conejeros entrevistado por Cristián Galaz, “Punks: los hijos de Pinochet”, La Bicicleta, no. 70 (1986): 3. El registro audiovisual de esta entrevista forma parte Teleanálisis, episodio 13, “Los rockeros chilenos”, dirigido por, 1986, Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, Fondo Teleanálisis.
[6] Mariano del Mazo, “Cemento fresco”, Página 12 (Buenos Aires), oct. 20, 2013.
[7] Vicente Ruiz entrevistado por Claudia Donoso, “Organizando una fiesta, vampiro propone moralidad de la belleza”, Apsi, no. 210 (jul. 27-ago. 2, 1987): 40-42.
[8] La primera frase es de Mabel Moraña, El monstruo como máquina de guerra (Madrid: Iberoamericana/Vervuert, 2017), 150; la segunda, de Karl Marx, citada, a reglón seguido, por la misma Moraña, 150.
[9] Ruiz entrevistado por Donoso, 40.
[10] Álvaro Madariaga, “Vampiro impostor”, Apsi, no. 212 (ago. 10-16, 1987): 74.
[11] Ruiz entrevistado por Donoso, 42.
[12] Ruiz, “Está servido”, 20. En su texto, Ruiz yerra la ortografía inglesa: en vez de contemporary, escribe contemporanean.
[13] “Underground chileno”, 17.
[14] Tony Cesare, “Pasolini’s Theorem”, Film Criticism 14, no. 1 (1989): 23.
[15] Ara H. Merjian, Against the Avant-Garde: Pier Paolo Pasolini, Contemporary Art, and Neocapitalism (Chicago: The U of Chicago P, 2020), 26-30.
[16] Bruce Baird, “Interlude: Butoh: Dance of Darkness and Light”, en A History of Japanese Theatre, ed. Johan Salz (Cambridge: Cambridge UP, 2016), 321, 324.
[17] Kurihara Nanako, “Hijikata Tatsumi: The Words of Butoh”, The Drama Review 44, no. 1 (2000), 15.
[18] Joaquín Lavín, Chile: revolución silenciosa (Santiago: Zig-Zag, 1987), 12, 27, 148, 148-49.







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